Esta historia no es mia, pero se que les gustara mucho:
Exactamente a la misma hora, pero a varios kilómetros de ahí, a las afueras de la CDMX por la carretera Tenayuca Chalmita para ingresar inmediatamente al Estado de Mexico por la av. Alfredo del Mazo Vélez. El auto deslizaba con suavidad sobre la avenida iluminada por los destellos de la ciudad nocturna. Era el modelo más exclusivo del mercado: un santuario rodante de cuero, acero pulido y silencio absoluto. En el asiento trasero, reclinado con naturalidad aristocrática, iba él: rostro sereno, mirada entrenada, cuerpo vestido con una sobriedad milimétricamente calculada. No llevaba su propio reloj —le habían asignado uno esa mañana—. Tampoco su tablet, tampoco su chofer. Todo le había sido proporcionado por La Orden.
Era su segunda noche como iniciado.
La noche anterior, había pronunciado el juramento ante los ojos de los silenciosos. Palabras antiguas, perfectamente ajenas a las leyes de los hombres comunes, pero tan precisas como una daga afilada. La sala estaba llena de hombres como él, y sin embargo distintos: eran más que poderosos, eran elegidos.
Deslizó el dedo sobre la pantalla. El documento titulado “Principios Fundamentales de La Orden del Primer Día” aparecía otra vez ante sus ojos. Ya lo había leído cinco veces. No por duda, sino por deleite. Cada línea parecía confirmar lo que él siempre había sabido: el mundo no era para todos. Era para unos pocos. Para los que ven.
Porque eso fue lo que lo hizo diferente. Ellos lo descubrieron no por su fortuna —ya de sobra conocida— ni por sus contactos —largos como tentáculos—. Lo eligieron porque uno de ellos reconoció en su mirada lo imposible de simular: la visión. No cualquier visión. La mirada del buscador, la del que atraviesa el barniz de las apariencias y distingue entre lo común y lo sagrado. Entre la carne decorada y lo que ellos llaman Ninfula.
Él tenía el Ojo del Ninfulómano.
“Ver no es mirar”, decía uno de los documentos internos. “Ver es intuir lo sagrado en lo simple. Es percibir el trazo de Ninfea sobre la piel del mundo”.
Y Ninfea, la deidad de la Orden, no era una figura inventada para adornar discursos ni un símbolo vacío. Era la encarnación de la pureza inmaculada, del equilibrio absoluto, de la perfección sin artificios. En las escrituras de la Orden, se decía que Cuando Ninfea se manifiesta en forma humana, lo hace bajo la figura de una nínfula. Son tiernas y virginales criaturas xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx surgen doncellas que revelan a ciertos viajeros embrujados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica.
La nínfula no sabe que lo es. Vive, respira y camina sin entender del todo la perturbación que genera. Su poder no radica en lo sexual ni en lo moral, sino en lo estético: existe con una naturalidad que hiere la mirada del que aún recuerda lo sagrado. Ver a una nínfula no es mirar a una mujer hermosa. Es recibir una epifanía. Es tener la gracia de ver a Ninfea encarnada.
No todos los hombres pueden ver a las nínfulas. La mayoría solo ven cuerpos. Algunos ven belleza. Muy pocos ven el símbolo. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo, para reconocer de inmediato, por signos inefables —el diseño ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me prohíben enumerar—, al pequeño demonio mortífero entre el común de ellas; y allí está, no reconocida e ignorante de su fantástico poder..
El nínfulómano no es un devorador de mujeres, ni un libertino vulgar. Es un contemplador de lo perfecto y lo fugaz. Es el que no desea poseer, sino descifrar. Su caza no es carnal: es espiritual, simbólica, estética. Persigue lo que no puede conservar. Y en esa imposibilidad halla sentido.
“Una nínfula no se toma: se sigue, se estudia, se honra, se pierde.” — Fragmento apócrifo, Sermón del Cazador
Para formar parte de la Orden, todo miembro debe demostrar:
- Que ha sido tocado al menos una vez por la visión auténtica de una nínfula.
- Que ha sentido la herida estética de Ninfea en el alma.
- Que no ha corrompido esa visión con deseo vulgar.
- Que puede distinguir una ninfea encarnada en un cuerpo de lo que el mundo llama belleza.
Cerró la tablet. Apoyó la cabeza suavemente contra el respaldo y observó las luces de la ciudad danzando al otro lado del vidrio. Esta noche, le habían dicho, sería su primera experiencia plena. Su guía le había prometido que el verdadero deleite no era la conquista, sino el reconocimiento.
Y allí estaba él, vestido como un ejecutivo más, sintiéndose en realidad un sacerdote de la forma. La ciudad, abajo, respiraba como un animal dormido. Pero él no dormía. Él estaba despierto. Y en su mente, solo una palabra tenía sentido: El premio al final de la cacería.
El auto se deslizó por el asfalto para después salir a un camino pavimentado, la elegancia del auto y su sofisticación le permitían sentir que se deslizaba con elegancia a pesar de la rugosidad del camino, el auto panino un par de veces por la inclinación del camino a la altura del arroyo La Huila, 15 minutos después entraría a los terrenos de Cola de Caballo Camino la Horcada y al entrar a un camino de terracería, otros 15 minutos más profundo entre árboles y matorrales, a lo lejos pudo ver la hacienda La orden, una hacienda de los primeros años de vida de México por los cuales han pasado todos los nombres que se estudian en los libros de historia, presidentes, revolucionarios, independentistas, todo y cada hombre y mujer que han forjado a México, han estado dentro de sus muros, abrazandolos, cobijandose, como una madre a un recién nacido. Y eso es lo que él era, un recién nacido, o más bien un recién iniciado. Mientras la majestuosidad de la hacienda, que más parecía un castillo medieval, se acercaba en su mente solo podía pensar que esta noche era especial y única en su vida, por primera y única vez se le sería entregado un regalo que no necesito de cacería ya que cada ninfulomano tiene que salir y cazar, pero por ser el iniciado, esto es un regalo de cortesía.
La hacienda se levantaba en el horizonte como un recuerdo colonial intacto. Muros gruesos, ventanas diminutas, y un portón tan desproporcionado que parecía hecho para una raza extinguida. Frente a él, un hombre lo esperaba. Alto, seco, vestido con lino blanco como si la pureza fuera su única religión.
Cuando el auto se detuvo, no hubo palabras entre los sirvientes. La puerta se abrió sola, y el recién iniciado descendió con la calma de quien sabe que ha sido escogido, no invitado. El hombre del portón lo recibió con una leve reverencia de cabeza, tan medida que parecía una coreografía.
—Bienvenido al segundo día —dijo, sin sonrisa—. Ella lo espera dentro.
Él no preguntó quién era ella. No lo necesitaba. Ya había leído los pasajes. Ya había soñado con ella antes de saber que existía.
El silencio tenía cuerpo. Y olía a piedra húmeda.
El hombre avanzó a través del patio central de la hacienda, bajo un cielo de tejas musgosas y balcones vacíos, cruzando un corredor de sombras que parecían obedecerle. El piso, irregular y antiguo, crujía con una dignidad ajena al siglo.
En el centro, bajo una pérgola enrredada de hiedra y parras secas, una mesa redonda —de esas que pertenecen más al salón de un embajador que a una ruina colonial— lo esperaba. Encima, una flor solitaria flotaba en una copa de cristal: una ninfea blanca, símbolo sagrado que él ya había visto grabado en las páginas del Libro Silencioso. Una flor que, según la doctrina, solo puede brotar donde el deseo ha sido purificado.
Y junto a la flor: un documento, de papel grueso y bordes dorados, firmado con la caligrafía ondulante de un hombre ya muerto hace siglos.
Él lo tomó entre sus manos. Estaba escrito en castellano antiguo, pero la voz del texto sonaba como si aún se estuviera diciendo por primera vez.
*“Fue una tarde sin viento. Las sombras eran nítidas.
Y allí estaba ella. No como las demás. No como las que se saben vistas.
Ella no se sabía aún. Pero mis ojos, sí.
No fue deseo: fue conmoción. Fue reconocimiento. Como si dentro de mis pupilas viviera un espejo que solo podía reflejarla a ella.
Comprendí en ese instante que los ojos no sirven para ver el mundo, sino para filtrar lo sagrado.
Y que sólo quien ha purgado su mirada puede mirar sin profanar.
Desde entonces, la búsqueda comenzó. Y con ella, la condena.”*
El hombre leyó sin parpadear. No necesitaba entenderlo todo. No todavía. Lo importante era sentirlo. Y lo sentía.
Sus ojos, en ese momento, ya no eran suyos. Le pesaban, pero no por el cansancio, sino por la expectación. Como si algo, en alguna parte de la hacienda, estuviera esperando ser visto por ellos. Por ellos solamente. El hombre atravesó la sala principal con la familiaridad del iniciado. Sabía el camino. Nadie se lo enseñó. Las pisadas se lo habían susurrado anoche, cuando aún tenía fuego bajo la piel del rito. Subió la escalinata central, no con ansiedad, sino con esa lentitud estudiada de quien entra a una ceremonia irrepetible. El aire arriba estaba más denso, más limpio, más expectante.
Desde el rellano, escuchó los sonidos. Primero, el golpe sordo y rítmico de un colchón contra la estructura de madera. Luego, una risa cristalina, sin cálculo, sin perfume, sin pretensión.
La risa de alguien que no sabe aún que es adorada.
La puerta principal —una hoja gruesa, esculpida en roble rojo, con un picaporte de hierro negro en forma de lirio— no ofreció resistencia. La abrió con la misma precisión con la que uno gira la última página de un libro prohibido. Y entonces entró.
La luz no era blanca ni amarilla, sino de ese tono tibio que tienen los sueños en la infancia. Las paredes, de un azul gastado, estaban adornadas con litografías francesas mal enmarcadas. El techo, alto y de vigas expuestas, parecía haber sido diseñado para contener secretos que flotaran. Una lámpara colgante temblaba, como si presintiera lo que ocurría debajo.
La cama —una cama de madera colonial, con sábanas de lino blanco y colcha bordada— se movía. Brincaba, más bien. Como un pequeño escenario improvisado en el que se representaba una escena absurda y perfecta.
Era un espectáculo de gracia deliberada y, sin embargo, de un descuido estudiado que se antojaba natural. Cada brinco sobre el colchón, cada movimiento de la tela sobre su pie, solo servían para resaltar cada línea de su figura. Vestía un pijama blanco de dos piezas, de esos con cuello redondo y botones pequeños, como sacado de un anuncio de los años sesenta., se ceñía con la precisión de un guante sobre su talle, revelando la arquitectura de su cintura con esa perfección que hace parecer casi irreal la carne joven.
La luz artificial trazaba un contorno pálido sobre su clavícula. Una de sus manos—la izquierda—jugaba con un mechón de cabello oscuro que caía, lacio y obediente, sobre la curva de su mejilla. En ese gesto distraído había algo de la antigua coquetería instintiva que uno no imagina en una ninfa, completamente inconsciente de su efecto y de su invulnerable juventud.
Sus ojos, de un gris pardo, tenían la expresión divertida de quien acepta ser contemplada pero no concede en verdad nada de su misterio. El brillo en su mirada—casi un desafío—era el único testimonio de que advertía la atención que se posaba sobre ella, como un insecto curioso y, acaso, indeseado.
Sus piernas, largas en proporción con su torso. No había allí ninguna vulgaridad, sino la peligrosa claridad de una forma tan pulida que rozaba la crueldad estética. Parecía saberlo, aunque su ademán—una mano que buscaba distraídamente el borde de la cama—simulaba cierta timidez. Y en ese contraste entre la precisión elegante de su silueta y la informalidad del gesto, residía su poder: una belleza inconciente de su fuerza pero tan indiferente que resultaba insoportable contemplarla sin sentir un delicado filo de humillación. Y ella seguía brincando.
Brincaba como si el tiempo no existiera. Como si fuera mediodía en algún verano perdido. Los saltos eran desordenados, casi ridículos; pero su risa… su risa era una sinfonía menor tocada en flauta dulce, con una disonancia leve que hería de placer. Él, inmóvil, la observaba. No como un hombre mira a una hermosa jovencita, sino como un astrónomo contempla, por fin, la estrella que había calculado en mapas durante años. La estrella que no debería existir. Y entonces, sin aviso ella lo vio.
La inercia de su salto se detuvo en el aire. Sus pies —aún plantados sobre el colchón que se rendía bajo ella— temblaron apenas, mientras el último rebote moría. Y en su rostro, que era la viva expresión del juego, algo cambió. Primero, la curiosidad; los ojos grandes se entrecerraron apenas, como si intentara recordar un sueño que nunca soñaron. Luego, la felicidad; una de esas felicidades que no son humanas, porque no tienen causa: simplemente brotan.
Hizo un leve giro en la postura de su cuello con una lentitud nueva en sus párpados y una pausa… una pausa como la que se hace antes de entrar en una iglesia vacía. La risa murió en su garganta. Se sentó sobre sus pies, con las rodillas juntas y los brazos sueltos sobre los muslos. La tela blanca del pijama cayó sin resistencia, como si supiera a quién obedecer. Y entonces habló.
—Hola.
Nada más. Un saludo infantil y absoluto, como si su voz viniera de otra época, como si esa palabra —simple, hueca, breve— fuese el punto exacto donde comenzaba el mito. Él no respondió, no necesitaba hacerlo, en su pecho, cada palabra que pudo haber dicho se transformaba en música sin instrumentos. Entonces caminó hacia ella, con la lentitud obediente de quien teme profanar el altar que soñó. Ella lo miraba —ojos grandes, pestañas largas, sin esfuerzo alguno— lo esperó. Él llegó al borde de la cama y se sentó con cuidado, como si su peso pudiera romper el equilibrio secreto de la escena. Los dos respiraban, pero solo uno lo notaba. Ella parecía hecha de aire y de luna y entonces él, sin saber de dónde venía la pregunta, le dijo:
—¿Eres real? -Ella no dudó, no pensó. Solo afirmó, con voz de agua clara:
—Sí.
Él bajó un poco la mirada, no por vergüenza, sino por gratitud. Luego la levantó de nuevo y le preguntó lo que realmente necesitaba saber:
—¿Sabes para qué estás aquí?
Ella asintió, pequeño gesto; gigantesca revelación. Y entonces su mano, esa mano que tantas veces había contenido el mundo —firmas, decretos, pulsos, voluntades—, comenzó a elevarse. Lo hizo lentamente con un respeto que no era miedo, sino devoción y cuando llegó a su rostro —a esa mejilla desnuda, tibia, aún iluminada por la inocencia del juego— la tocó. No fue una caricia como las demás, fue algo que no tenía nombre, ni categoría. Su pulgar recorrió la piel como si estuviera leyendo un poema escrito en braille sobre carne. Ella no se movió, no se tensó, no preguntó pero si sonrió; no como antes, no como cuando saltaba sobre la cama y reía sola.
Esta vez fue una sonrisa que se abría hacia adentro. Una sonrisa que aceptaba. Una sonrisa que decía: “Sí, te estaba esperando.”
La caricia duró apenas unos segundos, pero dejó en el aire una luz nueva. Esa luz que no se ve, pero se siente en la piel, como el sol detrás de los párpados cerrados. Ella no apartó el rostro, tampoco lo buscó. Simplemente lo sostuvo como si supiera que el contacto tenía un propósito más profundo que el placer.
—¿Tienes miedo de estar aquí?
Ella lo pensó. No para encontrar una respuesta, sino para saborearla antes de decirla.
—No —respondió con suavidad—. ¿Debería?
Él sonrió apenas. Una sonrisa no de alivio, sino de confirmación. Y entonces formuló la pregunta más delicada, más importante, más peligrosa:
—¿Y sabes por qué estás aquí?
—Porque tú me viste —dijo ella, casi como una plegaria
Él bajó la mirada, conmovido por la claridad de una verdad que se le venía anunciando y que ahora —por fin— tenía forma humana. Una forma con piernas dobladas sobre la cama, cabello suelto y voz de cielo al atardecer.
—¿Te sientes segura? —insistió, no como quien pregunta por cortesía, sino como quien necesita proteger lo sagrado, incluso de sí mismo.
Ella asintió. Luego inclinó un poco la cabeza. Él seguía allí, sentado en la orilla de la cama, sin invadir, sin apurar, sin tocar más de lo necesario.
Ella, aún sentada sobre sus pies, lo miraba con esa mezcla imposible de inocencia y profundidad que sólo puede tener una criatura que acaba de despertar al mundo… y que, sin saberlo, ya lo gobierna.
—¿Sabes qué es lo que… tienes que hacer conmigo?
La pregunta cayó entre los dos como una gota en el agua: simple, pero con ondas que se expandían hacia algo más vasto, más invisible.
Ella dudó un segundo. No por miedo, sino porque las palabras humanas siempre le costaban más que los gestos.
Y entonces, en voz baja, casi como si ensayara un idioma nuevo, dijo:
—Sí…
La palabra tembló levemente en sus labios con un toque de inseguridad y tímida certeza. como una niña que toca por primera vez la superficie del mar y siente que ha tocado el cielo.
Él la miró con un cuidado reverente.
—¿Estás segura de que no tienes miedo?
Ella bajó la mirada, no por vergüenza, sino como si escuchara dentro de sí una voz que no era suya y sin embargo la definía. Jugó con la punta de su manga, como lo haría una niña al contestar una pregunta muy seria frente a un adulto que admira.
Y entonces levantó la mirada.
—No —dijo—. No tengo miedo. —¿Te sientes segura… conmigo?
Ella sonrió, suave, como si ese “conmigo” fuera una palabra sagrada que le agradaba repetir en su interior.
—Sí.
Y en ese momento, todo lo demás —el mundo, el ritual, las normas, los siglos— quedaron suspendidos.
No había templo. No había doctrina. No había ceremonia.
Solo un hombre viendo a su destino, aún en cuerpo humano, diciendo sí, sin saber del todo qué significaba, pero sintiéndolo en lo más puro de sí misma.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó él con voz suave, como si la edad no fuera una cifra, sino una flor que sólo pudiera abrirse si se la nombraba con cuidado. Ella parpadeó. Una sola vez. Y respondió:
—XXXXXX.
No hubo duda, tampoco orgullo; Solo la afirmación limpia y directa de quien no carga con su número, sino que lo habita sin disimulo. Él asintió, como si esa cifra lo reconfortara. Y entonces, sin pensarlo demasiado, se recostó un poco más sobre la cama. Apoyó su peso en el codo izquierdo, dejando el cuerpo girado hacia ella, con el rostro a medio metro del suyo. Ella no se apartó, no cambió de expresión; solo lo miró más suavemente. Entonces él volvió a hacerlo: le acarició el rostro. Pero esta vez su mano no se detuvo en la mejilla. Subió, lenta, hasta el cabello, lo recogió apenas entre los dedos —como se toma una hebra de oro mojado
—¿Y qué hacías antes de venir aquí? —preguntó, todavía con la yema de los dedos descansando cerca de su oreja.
Ella sonrió con el recuerdo.
—Vivo con mi mamá y mi abuela; mi abuela es la que me acompaña al colegio ya que mi mamá trabaja de profesora, pero en otro colegio. Mi colegio se llama Oxford School México,
—Dime algo —dijo él—, ¿todos tus profesores eran sacerdotes frustrados o solo los de lógica formal?
Ella soltó una risita breve y honesta. No se cubrió la boca. No lo negó. Solo se dejó ir.
—Todos —dijo con un suspiro que parecía aprendido en la sala de profesores.
—Y tus compañeros… ¿algún enamorado entre ellos?
Ella lo miró entre divertida y cómplice.
—Había uno.
—¿Y tú?
—Yo pensaba que estaba loco.
—Entonces eras la más cuerda del salón.
—jajaja creo que si.
La risa de ella ya no era tímida, ya era suave, libre, como una vela encendida que no teme al viento. Y en su rostro —aún iluminado por la ternura del momento— comenzaba a aparecer una luz más serena, un entendimiento sin palabras. Como si el juego, las bromas, el suave roce de los dedos, la cercanía en la cama… todo fuera parte de un lenguaje que ella había escuchado antes de nacer.
El se puso de pie para mirarla mejor, para planear como entrar al paraiso; la miro de rodillas sobre la cama, y admiro que por inercia propia, sin que nadie se lo ordenara se pusiera en la posición en la que todas las mujeres deberian de estar frente a un hombre, de rodillas, expectantes al momento de recivir una orden que las hara ser utilies para el mundo.
Sus miradas se encontraron, se sostuvieron. Y en ese cruce —lento, sin violencia— ella sintió cómo le temblaban los dedos sin haberse movido.
Él fue el que se acercó primero, despacio, como si no caminara sobre el suelo, sino sobre la expectativa de su respiración. Se detuvo frente a ella, y sin decir una palabra, inclinó apenas el rostro, lo justo para que su boca quedara a la altura de la de ella. No la besó de inmediato. Se limitó a observarla, a estudiar el contorno de sus labios con una paciencia casi reverencial. Ella cerró los ojos, como quien no sabe si quiere que algo pase o que nunca pase.
Entonces él la besó.
Fue un roce contenido, apenas un gesto. Pero en ese primer contacto, ella sintió que algo dentro de su pecho se desplegaba, como si una flor secreta hubiese estado esperando precisamente ese aliento. La segunda vez fue más lenta. Su boca se posó sobre la de ella con una mezcla de seguridad y ternura, sin apuro. Ella respondió con timidez: su labio inferior temblaba, pero sus manos, apoyadas aún sobre sus piernas, no se apartaron. Él ladeó el rostro. El beso se hizo más profundo, más tibio, más húmedo. Su lengua rozó la de ella con cautela. Y ella, con un leve suspiro, le dio la bienvenida.
Fue entonces cuando él la tocó. Primero con una mano sobre su mejilla, sosteniéndola con firmeza pero sin poseerla. Sus dedos se deslizaron hacia el cuello, bordeando la línea de la clavícula, apenas rozando la tela de la pijama. Ella cerró los ojos de nuevo, y esta vez no por miedo, sino por algo más dulce.
Él volvió a besarla, más largo ahora, más profundo. Su mano descendió con naturalidad por el cuello de la pijama, bajando por el centro del pecho con un ritmo casi imperceptible. No apresurado. Su dedo índice encontró el primer botón. Lo desabrochó con un movimiento seguro, y luego el segundo, y el tercero. Cada clic del botón liberando un fragmento de su piel. Ella no dijo nada. Sólo respiraba más fuerte, más alto. El escote de la pijama cedió. Su pecho se insinuó bajo la tela abierta. Él no se apresuró. Al contrario, se detuvo un momento para mirarla, y ese gesto —el de observarla sin tocarla todavía— la hizo estremecer más que el contacto mismo.
Sus labios descendieron. Besó su cuello con una cadencia que parecía dictada por el pulso que sentía latir debajo. Ella inclinó la cabeza hacia un lado, ofreciéndose sin saberlo. Luego él llevó ambas manos a sus hombros, y con una lentitud exquisita deslizó la pijama hacia abajo. Los tirantes cayeron, primero uno, luego el otro. La tela cedió por el peso de su cuerpo, revelando su piel como si estuviera siendo leída en voz baja. Ella sintió el roce del algodón al descender por sus brazos, el cosquilleo del aire sobre su torso expuesto, el calor del cuerpo de él acercándose más.
Por instinto cruzó los brazos sobre su pecho, pero él se los tomó con suavidad y los guió hacia abajo, besándole la frente en un gesto paternal antes de hablarle por primera vez:
—No hay nada en ti que deba ocultarse.
Ella asintió en silencio. No por obediencia, sino por entrega y cuando el resto de la prenda cayó y la dejó solo con su ropa interior, ella no se cubrió más. Lo miró a los ojos y respiró profundamente, como quien se prepara para cruzar el umbral de un mundo nuevo.
Él, aún vestido, la contempló un instante. No había lujuria en su gesto, sino algo más difícil de definir: una mezcla de deseo contenido y respeto profundo. Y cuando se acercó de nuevo, ya no fue sólo para besarla, sino para abrazarla con el cuerpo entero. Ella se dejó envolver, como si por fin todo lo que la había contenido hasta ese momento —el miedo, la vergüenza, la espera— se diluyera bajo el peso exacto de ese abrazo.
Él no se apuró. Su abrazo no era una jaula, sino un refugio: la forma en que la envolvía hablaba más del deseo de cuidarla que de poseerla. Y sin embargo, en esa contención, su cuerpo —tan cerca del de ella— comenzaba a hablarle en otro idioma: el de los músculos tensos, el calor creciente, el temblor contenido en las yemas de sus dedos.
Ella lo sintió. Sintió el ritmo acompasado de su respiración junto a su oído, el pecho firme que se alzaba contra el suyo, la tela del traje que ya no la rozaba con indiferencia, sino con intención. Lo abrazó de vuelta, al principio torpemente, como quien aprende una música sin saber que ya la lleva dentro. Apoyó las manos sobre su espalda, tanteando la solidez de su cuerpo, el corte limpio de su saco. Y entonces, por impulso o por instinto, sus dedos se deslizaron hacia abajo, tanteando el borde de la chaqueta como si fuera la primera barrera entre ellos.
Él lo entendió. Se incorporó apenas y la miró. No le pidió nada. Solo se desabotonó el saco con movimientos tranquilos, sin perder contacto con sus ojos. El tejido cayó sobre la silla cercana. Luego se aflojó la corbata, y mientras ella lo observaba, se desabrochó uno a uno los botones de la camisa, hasta dejarla abierta. Debajo, su torso era claro, firme, cálido bajo la penumbra dorada. Ella lo contempló sin disimulo, y por primera vez sonrió, pequeña, tímida, pero genuina.
—¿Puedo…? —preguntó en voz baja, sin saber si se refería a tocarlo, a besarlo o a rendirse por completo.
Él asintió sin palabras.
Sus manos se adelantaron, aún temblorosas, rozando el pecho de él con la delicadeza de quien descubre una escultura con los dedos. La piel le pareció suave y caliente; el vello, apenas perceptible; el latido, firme. Él cerró los ojos un momento, dejándola hacer. Fue ella quien acarició primero, quien dibujó con la yema de los dedos el contorno de sus hombros, su clavícula, el camino entre sus costillas. Lo hacía con lentitud, como quien explora un terreno desconocido con la certeza de que cada paso será recordado.
Él respondió bajando las manos por la cintura de ella, acariciando el inicio de sus caderas, todavía cubiertas por la tela fina de la ropa interior. No bajó más. Solo reposó allí, firme, respetuoso, dejando que el contacto hablara por él.
Ella tembló. No de frío, sino de esa emoción nueva que mezcla el vértigo con el deseo, la curiosidad con el miedo. Él la abrazó de nuevo, y en ese gesto, su camisa se abrió del todo, cayendo a un lado. Sus torsos se encontraron sin barreras. El roce de piel contra piel fue breve pero definitivo, como un acuerdo silencioso.
Los labios de él volvieron a los de ella, pero esta vez con un ritmo distinto: ya no era un inicio, sino un descubrimiento. La besó como si llevara tiempo aguardando ese momento, y sus manos, que hasta entonces habían sido prudentes, comenzaron a hablar otro lenguaje. Rodeó su espalda, bajó por la curva de su cintura, subió por sus costillas desnudas. Sus dedos se detuvieron justo debajo de sus nacientes y virginales senos, sin tomarlos aún, solo reconociendo la frontera.
Ella lo besaba ya sin timidez, con los ojos cerrados y el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, buscando. Había dejado de contenerse. Se abandonaba al contacto, como si su piel necesitara aprenderlo todo de él antes que la mente pudiera procesarlo.
Él se inclinó y comenzó a besarle el cuello, el hombro, la base del cuello. Cada beso era una palabra dicha en un idioma que ella intuía pero no dominaba. Bajó hasta su pecho y la contempló. No pidió permiso; esperó a que ella respirara, a que su cuerpo hablara. Y entonces la besó allí, con una dulzura cargada de intención. Ella soltó un suspiro largo, y sin darse cuenta, entreabrió las piernas apenas.
Él lo notó, pero no se precipitó. Subió por su torso de nuevo y la abrazó fuerte, conteniendo el vértigo de ambos. Luego la tomó de la cintura, y con un gesto suave la ayudó a incorporarse sobre las rodillas. Estaban cara a cara, casi al mismo nivel. Él se quitó los zapatos con un movimiento práctico, luego el cinturón, el pantalón. Quedó frente a ella, ya sin nada entre ellos más que la ropa interior que ambos aún conservaban.
Ella lo miró con un asombro contenido, por primera vez veía un cuerpo de hombre en su totalidad, sin la bruma de la distancia o el pudor. Acarició sus caderas, su vientre, la línea que descendía bajo la cintura. No tocó más. Solo apoyó la cabeza sobre su pecho, y allí se quedó unos segundos, escuchando el corazón de él, dejando que su propio pulso se acomodara al de él.
Él la levantó en brazos entonces, con una fuerza serena, la recostó sobre la cama. Sus labios recorrieron su abdomen, su vientre, las caderas aún cubiertas. Con manos firmes, tomó el borde de su prenda y, con movimientos pausados, la fue deslizando hacia abajo. Ella lo miraba desde el colchón, con las piernas recogidas, el cabello suelto sobre la almohada, y los ojos brillando con una mezcla de miedo, deseo y fe.
Cuando ya no quedó tela entre ellos, y ambos se contemplaron desnudos por completo, el silencio fue más denso que nunca. Él se inclinó sobre ella, sin cubrirla del todo, solo rozando su costado con el suyo.
—¿Estás bien? —murmuró él, con una voz que temblaba más que sus manos.
Ella asintió. —Sí… Solo… tengo miedo que me duela mucho.
Él sonrió. No dijo nada. Volvió a besarla con un ritmo más hondo, mientras sus cuerpos comenzaban a encontrarse, despacio, piel con piel, deseo con deseo, sin más palabras que los suspiros entrecortados que ambos no sabían —ni querían— contener.
Permanecía inclinado sobre ella, apoyado apenas en un brazo, el otro recorriendo su rostro, su cuello, como si aún le costara creer que la tenía ahí, desnuda, abierta no solo en cuerpo, sino en gesto y voluntad. Ella lo miraba con los ojos entrecerrados, respirando con más profundidad que antes, los labios húmedos, y una dulzura inquieta dibujándose en el centro de su expresión.
El calor de sus cuerpos empezaba a confundirse. Piel contra piel, sin obstáculos. Él volvió a besarla, esta vez en la mandíbula, luego en el cuello, y descendió por su clavícula con una cadencia casi meditativa. Ella dejó escapar un suspiro largo, sostenido, como si en cada beso su cuerpo fuera deslizándose más lejos del miedo y más cerca de una forma nueva de sí misma.
Sus manos volvieron a encontrarse. Ella entrelazó sus dedos con los de él, buscando en ese gesto un ancla, algo que le dijera: ten piedad de mi, eres tan grande como mi padre. Él entendió el temblor que había en ese agarre. No era rechazo. Era el temblor natural del que cruza un umbral por primera vez.
—¿Estás segura? —le susurró, apenas rozando su oído.
Ella asintió con una lentitud que tenía más valor que cualquier palabra. —Sí… Quiero hacerlo.
Él la besó de nuevo, y entonces comenzó a moverse. No con prisa. Con un ritmo medido, como si cada gesto suyo necesitara corresponder al ritmo interno de ella, no al propio. Se acomodó entre sus piernas, sin abrirlas del todo, solo lo suficiente para encajar sus cuerpos con suavidad. Ella lo ayudó, con un movimiento casi involuntario de sus muslos, aún tensos pero dispuestos.
El primer contacto fue leve: un roce, un aviso, una promesa. Él la miró otra vez. Su rostro era serio, atento, contenido. No quería tomarla. Quería entrar en ella como quien pide asilo. Su mano bajó a su cadera, y con un empuje mínimo, casi tímido, dejó que su cuerpo buscara el centro del de ella.
Ella sintió el inicio. Una presión nueva, desconocida. No era solo física. Era como si algo estuviera reconfigurando su interior desde el fondo. Contuvo la respiración, no por miedo, sino porque su cuerpo necesitaba espacio para entender.
Él notó la tensión y se detuvo. No la soltó. Besó su frente, sus párpados, sus mejillas.
—Tranquila —susurró—. Estoy contigo. No hay apuro.
Ella asintió, y entonces, de a poco, lo dejó avanzar. La penetración fue lenta, pausada, casi sagrada. No hubo palabras. Solo el sonido de su respiración, el crujido mínimo de las sábanas, el temblor contenido de sus piernas al aferrarse a sus costados. Él empujó con extrema delicadeza, sintiendo la estrechez de ella, la resistencia natural del himen que se abría a su paso como un brote que, al fin, se despliega bajo la luz.
Un gesto de ella lo detuvo a la mitad. Sus uñas se aferraron suavemente a su espalda, como queriendo decir espera. Él se detuvo al instante. La miró.
Ella no lloraba. Solo tenía los ojos muy abiertos, llenos de algo que era más grande que el dolor, más profundo que la sorpresa. —Está bien —susurró ella, al cabo de unos segundos—. Solo… es real.
Él sonrió suavemente, y volvió a moverse, despacio, empujando un poco más, hasta que sus cuerpos quedaron unidos por completo. Ella soltó un sonido entre un gemido leve y un suspiro, y por un instante se quedó muy quieta, como si todo dentro de sí hubiese cambiado de lugar. Como si su centro ya no estuviera en su mente ni en su pecho, sino en ese punto exacto donde él estaba ahora dentro de ella.
No se movieron de inmediato. Permanecieron así, piel con piel, cuerpo en cuerpo, compartiendo el silencio como un pacto. Ella lo rodeó con las piernas, sin saber muy bien por qué, solo porque su cuerpo lo pedía. Él la besó con más calma ahora, como quien ya no busca la entrada, sino la permanencia.
—Lo estás haciendo bien —le dijo él, al oído, con una ternura paternal—. Eres perfecta.
Y entonces comenzó a moverse. Muy poco. Un vaivén suave, como el de una ola que no busca romper, sino mecer. Ella cerró los ojos y dejó que su cuerpo respondiera. Al principio solo sentía la presión, el deslizamiento interno, el peso. Pero poco a poco, algo más comenzó a nacer: una sensación nueva, creciente, como una chispa en el vientre que se extendía con cada movimiento de él.
El dolor inicial se fue disolviendo. Lo reemplazaba una sensación de plenitud, como si su cuerpo, al fin, hubiera encontrado el ritmo de algo más antiguo que la duda: el deseo compartido.
Él seguía mirándola, atento a cada gesto, a cada respiración entrecortada, a cada estremecimiento involuntario. Ella lo abrazaba sin pensarlo, se aferraba a sus hombros, a su espalda, como si él fuera un puente entre lo que había sido y lo que estaba empezando a ser.
Y en medio de todo, sin decirlo, algo quedó sellado. No una promesa, ni un futuro. Solo la certeza de que ese instante, esa unión, esa primera vez, ya le pertenecía para siempre.
Al principio, ella solo lo sentía como una oleada constante de calor, una presión que se deslizaba y regresaba, sin prisa, sin pausa. Su cuerpo, aún asombrado por la novedad, no sabía si resistir o rendirse del todo. Pero su mente ya había cedido. No pensaba. Solo sentía. Cada roce, cada entrada, cada milímetro de piel era un recordatorio de que algo dentro de sí —algo profundo, visceral— se había abierto para siempre. Se aferró a su espalda, y sus piernas lo rodearon con más firmeza. Ya no era un gesto torpe. Era deseo. Era necesidad. Era cuerpo llamando cuerpo. Él respondió inclinándose más, bajando su peso sin sofocarla, llenando los espacios entre ellos con la piel, con el calor, con el pulso que ya no sabían si era suyo o compartido.
El ritmo se hizo un poco más marcado. Ella lo sintió y soltó un gemido suave, ahogado en su garganta, como si tuviera vergüenza de sonar así. Él le rozó el oído con los labios. —No calles eso. Déjalo salir.
Ella asintió apenas, y entonces lo permitió. Sus labios comenzaron a abrirse con cada movimiento. Sus ojos, cerrados. Su cuello, expuesto. Sus manos, viajando por su espalda, sus hombros, sus brazos. Lo tocaba como si quisiera memorizarlo entero, como si su piel estuviera despertando a un idioma que no sabía que hablaba.
Su pelvis comenzó a moverse también, tímida al principio, luego con más certeza. Respondía al ritmo de él, lo buscaba, lo marcaba. Ya no era sólo receptora. Participaba. Lo acompañaba. Lo guiaba. Y en esa danza, algo comenzó a crecer en su centro. Un calor que subía desde lo más bajo de su vientre, que se expandía por sus muslos, por su espalda, por el pecho. Era como si su cuerpo comenzara a llenarse de sí misma, como si toda ella se volviera una vibración sostenida.
—¿Eso es…? —susurró, sin terminar la pregunta.
Él sonrió sin dejar de moverse, más profundo, más seguro. —Sí. Déjalo llegar.
Ella lo miró con los ojos húmedos, y en ese instante supo que estaba por cruzar otra frontera, una más íntima aún que la primera. El placer no era solo físico. Era una afirmación de su ser, de su cuerpo, de su poder. Y entonces sucedió.
Un gemido salió de ella sin que pudiera contenerlo. Largo, quebrado, casi incrédulo. Su cuerpo se arqueó, sus uñas se clavaron levemente en la espalda de él. Todo su cuerpo se tensó por un instante, como si el tiempo se contrajera… y luego, de golpe, se soltó.
Fue una ola. Primero un estallido profundo en su vientre, luego un eco que se expandió por cada parte de sí. Su espalda se alzó de la cama, sus caderas se sacudieron, sus piernas lo aferraron como si no quisieran soltarlo nunca. Su rostro se volvió un poema abierto de asombro, placer y algo que no podía nombrar.
Él no se detuvo. La sostenía con firmeza, acompañando cada estremecimiento de ella, sin apurarla, sin cortarla. La miraba como si asistiera a un milagro. Cuando ella volvió a relajarse, sus músculos aún temblaban. Su pecho subía y bajaba con desesperación dulce. Lo abrazó por completo, escondiendo el rostro en su cuello, como si la intensidad de lo vivido la desbordara.
—No sabía… —dijo entre susurros—. No sabía que podía sentirse así.
Él la besó suavemente en la sien. —Tú hiciste que fuera así.
Ella sonrió sin verlo. No había dolor ya. No había miedo. Solo una plenitud nueva, como si el mundo entero cupiera en la curva exacta de ese momento.
Él permaneció dentro de ella, inmóvil por un instante, conteniéndose. La miraba, le acariciaba los cabellos húmedos de su sien, el contorno del rostro, la línea del cuello que aún latía bajo su piel. Y entonces, como quien ha sostenido el mundo con los brazos por demasiado tiempo, cerró los ojos y dejó que su propio cuerpo empezara a hablar.
No buscó intensidad, no cambió el ritmo. Comenzó a moverse otra vez, con el mismo vaivén íntimo, pero esta vez dejándose llevar. Ya no necesitaba controlar. Ya no necesitaba esperar. Ella lo sintió: el modo en que él respiraba distinto ahora, más irregular, más denso. Lo sintió en el peso de sus caderas, en el modo en que sus manos ya no guiaban, sino que se aferraban a su cintura, a su espalda baja, como si la necesitara a ella para no perderse del todo en lo que venía.
Ella lo miró, lo acarició en la nuca, y sin hablar, le permitió ir más allá.
Él la embistió con más firmeza ahora, aún con cuidado, pero con un ritmo más urgente, más masculino, más suyo. Sus cuerpos ya se conocían. La resistencia había sido vencida, el miedo transformado, el dolor convertido en gozo. Ahora era solo el deseo de sentirse en ella del todo. Y cada vez que entraba, su cuerpo le decía que estaba cerca.
Su rostro, antes contenido, comenzó a cambiar. Fruncía el ceño con cada movimiento. Sus labios se entreabrían. Las exhalaciones eran más hondas, más fuertes, más cercanas al borde. Ella lo veía con asombro: no solo por lo que le hacía sentir, sino por lo que ella misma estaba sintiendo.
Por un instante, ya no era el hombre que guiaba, que cuidaba, que enseñaba. Era alguien que se abandonaba. Que cedía. Que temblaba como ella había temblado.
El vaivén se hizo más corto, más apretado. Ella sintió cómo sus manos la sujetaban con más fuerza. Cómo su cuerpo se tensaba contra el de ella. Cómo su respiración se convertía en un jadeo sordo, contenido en la garganta.
Y entonces llegó.
Él empujó una última vez, profundo, y su cuerpo entero se detuvo, en tensión. Un gemido escapó de su boca —grave, bajo, ahogado. Sus músculos se contrajeron, sus piernas temblaron, su pecho se expandió en una exhalación definitiva. El placer lo tomó como una ola silenciosa pero absoluta.
No gritó. No dijo nada. Solo la sostuvo con fuerza, como si ella fuera la única cosa real en ese momento. Y fue así.
Permaneció en ella, dentro, llenandola de su amor liquido, completo, mientras su cuerpo respondía en espasmos controlados. Su rostro buscó el de ella, y cuando la encontró, la besó. Fue un beso distinto. No había urgencia. Era húmedo, profundo, vulnerable. Un beso de quien se ha vaciado en cuerpo y alma dentro de ella, y ha encontrado allí descanso.
Ella lo recibió con los ojos abiertos. Lo miró con ternura, y sin saber por qué, acarició su mejilla como si quisiera tranquilizarlo. —Estás temblando —le dijo, en voz baja.
Él asintió, aún jadeando. —Sí… contigo es distinto.
No hubo más palabras. Solo respiraciones que se mezclaban. Pieles sudadas que no se apartaban. Corazones que, por un instante, latían al mismo ritmo. Él se apoyó de lado, sin salir de ella del todo. La sostuvo con un brazo bajo su espalda y otro sobre su cintura, y se quedó así, abrazado, como si el mundo pudiera quedarse suspendido en esa pausa perfecta. aun dentro de ella, sintiendo como su vagina lo apretaba, sintiendo el calor y la humedad de una recién desvirgada
Él permanecía dentro de ella, sin moverse ya, como si aún no pudiera —ni quisiera— romper ese lazo invisible que los sostenía. Su pecho subía y bajaba con un ritmo más lento, como si su cuerpo, después de haber alcanzado el vértice, descendiera ahora con cuidado por la ladera opuesta del placer.
Ella lo abrazaba sin fuerza, no por cansancio, sino por quietud. Tenía los ojos entrecerrados, la cabeza apoyada en la curva de su cuello. Su aliento, que antes era fuego, ahora era brisa. Lo sentía en su clavícula, en su oído, en la piel del hombro donde sus labios todavía rozaban con suavidad.
—No quiero moverme —susurró ella, con los ojos cerrados.
—No tienes que hacerlo —dijo él, acariciándole el brazo, como si dibujara sobre su piel una constelación invisible.
El silencio volvió a caer sobre ellos, pero era un silencio nuevo. No era incómodo. No era vacío. Era denso, lleno de lo que no hacía falta decir: que algo había cambiado. Que después de ese momento, ya no eran los mismos.
Él empezó a besarla otra vez. Besos lentos, pausados. En la frente. En el párpado. En la mejilla. En el hombro. Ella respondía con una sonrisa traviesa digna de una hembra que aun por su edad no ha entrado a la adolescencia, como si cada beso fuera una bendición, una caricia del alma más que del cuerpo.
La mano de él descendió hasta sus muslos, los acarició con la palma abierta, subiendo y bajando sin dirección. No buscaba provocar. Solo quedarse. Solo habitarla todavía. Ella lo miró entonces. Sus ojos, aunque cansados, tenían una profundidad nueva.
—No pensé que se sentiría así después —murmuró.
—¿Cómo? —preguntó él, mirándola con la suavidad de quien ya no necesita conquistar nada.
—Como si todo mi cuerpo… aún estuviera vibrando por dentro.
Él asintió. —Porque lo está. —Y añadió, con una media sonrisa—: Te abriste por completo. Y cuando eso pasa, no se cierra tan rápido.
Ella se abrazó a él con más fuerza. —No quiero que se cierre.
Él no respondió. Solo la sostuvo, fuerte, presente. Y en ese abrazo, no hubo promesa ni palabra eterna. Solo el momento. Solo el ahora.
La habitación respiraba con ellos, tibia, cómplice, envuelta en esa penumbra líquida que sucede cuando ya no hay nada que hacer. Ella tenía los ojos cerrados, pero no dormía. Su mano se movía en círculos lentos sobre el torso de él, como si el cuerpo necesitara seguir tocando para creer.
Entonces él habló, sin mirarla directamente, con voz baja y sin adornos:
—¿Cómo fue para ti?
Ella no respondió de inmediato. No porque dudara, sino porque había tanto que decir… y tan pocas palabras que sirvieran.
—Fue… Fue divertido al principio, me dolió mucho, pero también me gusto ese dolor, fue extraño pero me gusto mucho, tanto que si quieres lo hacemos de nuevo.
Él asintió, con una expresión que no era sonrisa, pero casi. —Entonces fue como debía ser.
Ella volvió a recostarse. —Fue más suave de lo que temía. Más intenso de lo que imaginaba. Y más tuyo de lo que pensé que me permitiría.
Él acarició su hombro. —No fue mío. Fue nuestro. Desde que comenzaste a temblar… supe que era tuyo también.
Ella cerró los ojos. No necesitaba más. La conversación no era para explicar, sino para sellar. Y en ese silencio posterior —el que queda cuando ya todo ha sido dicho sin esfuerzo— los cuerpos se fueron soltando, poco a poco, sin tristeza. Ya no eran dos extraños. Ni tampoco dos amantes enardecidos. Eran solo eso: dos personas que habían compartido un ritual.
El auto ya lo esperaba con el motor encendido, pero él no tenía prisa; cruzó el patio despacio. El aire de la madrugada era tan quieto que parecía suspendido, como si incluso el viento lo respetara a él, al iniciado. Pasó junto a la mesa donde, horas antes, había leído aquellas líneas antiguas. Él bajó la mirada un instante, no para leer, sino para recordar. No vio al hombre entre las sombras, no podía verlo. Nadie podía.
Estaba ahí desde antes de que él llegara, y seguiría ahí cuando todos se fueran. El Escriba. Ni fundador, ni testigo. No daba órdenes, no las recibía. Solo registraba en su libreta de cuero negro; caminaba sin prisa, sus pasos no resonaban en la piedra parecían tocar el suelo con la misma gravedad con la que una hoja cae en otoño; pasó frente a la mesa del patio, donde la flor aún latía con su belleza inmóvil. Subió las escaleras sin apuro; frente a la puerta donde todo había ocurrido, se detuvo, inclinó la cabeza, sin tocar el marco y escuchó.
-Si mamá -se escuchaba la voz de la nínfula hablar por telefono- duele mucho, pero estoy bien.
Sin abrir la puerta, siguió su camino. Descendió con lentitud las escaleras y fue directo a la cocina donde todo era antiguo y funcional, se colocó frente a un mueble de madera oscura, imponente, que a cualquier otro parecería inmóvil como una lápida. El Escriba lo tomó por un borde y, sin esfuerzo, lo deslizó a un lado. La piedra debajo crujió como si reconociera al único que tenía permiso. Apareció una escalera de caracol que descendía hacia la penumbra. El bajó, sin titubear, al llegar al fondo lo que se abría frente a él era el corazón invisible de la Orden. Un salón sin ventanas, silencioso como una catedral enterrada. En las paredes, retratos antiguos: Maximiliano, Hidalgo, Juárez… Hombres que, en la historia oficial, se enfrentaron. Pero aquí, compartían el mismo espacio. La historia no es lo que se enseña. Es lo que se guarda. Y en la pared más larga, la que solo El Escriba podía tocar, estaban ellas.
Las Nínfulas. Cada una, un retrato de 15 por 20 centímetros. Las más antiguas, óleos oscuros pintados por manos consagradas. Las intermedias, daguerrotipos. Las más recientes, fotografías sutiles. Ninguna sonreía, todas miraban al frente, como si vieran algo que el espectador jamás podría comprender. El Escriba sacó de su abrigo una nueva imagen de la nínfula de esta noche, la sostuvo un momento. La deidad en su versión humana, justo antes de ser desvirgada.
Con un gesto preciso, la colocó en su lugar. La número 3,469 luego caminó hacia uno de los muebles de acero, que no chirriaban al abrirse, sacó su libreta igual a todas las demás y la insertó en el espacio exacto entre otras cientos; todas escritas a mano, todas iguales, todas distintas y antes de marcharse, miró el muro de los retratos una vez más. Regresó por la escalera donde en el marco lo decoraba un poema antiguo.
“luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía.”
Por Cachorra
esta historia solo es el 10% del primer capitulo de una novela muy pero muy divertida ¿Quieres leerla toda y todos los capitulos siguientes? en mi cuenta de patreon (https://www.patreon.com/c/Dolores_Rojas) que encontraras en mi perfil podras leer mis historias desde la primera vez que vi porno, mi primera vez sexual con mi padrastro, la forma en que me presento a sus amigos, mis encuentros con otros hombres, así como tambien historias de mi madre, amigas del colegio y confesiones que me hacen los hombres que me llevan a la cama. hasta el momento estan publicados 47 capitulos así como una que otra fotografia mia. Gracias por darme la oportunidad de leerme