La luna se asomaba tímidamente por entre las nubes, como si no se atreviera a mirar lo que ocurría abajo. Yo estaba allí, sentada en el borde de la cama, envuelta en una sábana de seda negra, con el cuerpo aún caliente de la noche anterior. Mis labios estaban hinchados, mis muslos marcados por las manos que no habían tenido piedad, y mi mente… mi mente era un torbellino de recuerdos y promesas rotas.
Había sido una noche de juegos oscuros, de cuerpos entrelazados, de palabras que se clavaban como agujas ardientes. Papá había estado allí, como siempre, con su sonrisa peligrosa y sus ojos que me devoraban. Pero no había estado solo. Había traído a otro hombre. Un desconocido con manos grandes y mirada curiosa.
—¿Te excita que te vean? —me había susurrado papá al oído, mientras me acariciaba la espalda con lentitud—. ¿Te pone que alguien más te observe, que alguien más te imagine follando?
Yo había cerrado los ojos, dejando que su voz me envolviera como una caricia. Había asentido, sin palabras, porque ya no necesitábamos hablar. Él sabía lo que me encendía. Lo que me hacía gemir. Lo que me hacía temblar.
El hombre se llamaba Adrián. Llegó con un ramo de flores y una mirada que no me convenció del todo. No era como los otros. No olía a deseo desesperado ni a lujuria contenida. Era diferente. Más frío. Más calculador.
Cuando entró en la habitación, no me saludó con un beso, ni siquiera con un gesto. Solo me miró. De arriba abajo. Como si estuviera midiendo el valor de una pieza de arte antes de decidirse a comprarla.
—Es más hermosa de lo que imaginaba —dijo, sin apartar los ojos de mí—. Y más joven.
Papá sonrió, complacido.
—Te dije que era especial.
Adrián se acercó, lentamente. Me tomó de la barbilla y me obligó a mirarlo. Sus dedos eran fríos, pero firmes. Sentí un escalofrío recorrerme la columna.
—¿Sabes quién soy? —me preguntó.
—No.
—Y no necesitas saberlo. Solo necesitas obedecer.
Tragué saliva. No me gustó el tono. Ni el aire de mando. Pero papá me había preparado para esto. Me había enseñado que había hombres que no buscaban amor. Ni siquiera placer. Buscaban control. Y yo era su juguete.
—Haz lo que él te diga —me advirtió papá—. Y todo saldrá bien.
Asentí. Bajé la mirada, como me había enseñado. Me arrodillé frente a Adrián, con la sábana deslizándose por mis hombros, dejando mi cuerpo al descubierto. Él me observó con atención, como si estuviera estudiando una obra rara.
—Quítatela —ordenó—. Quiero verte completa.
Obedecí. Dejé caer la tela al suelo y me quedé allí, desnuda, vulnerable.
—Levántate.
Lo hice. Me puse de pie, frente a él, con el corazón acelerado.
—Date la vuelta.
Me giré lentamente, dejando que mis caderas se movieran con gracia.
—Perfecta —murmuró—. Tan perfecta que da miedo.
Sentí sus manos en mi espalda, bajando poco a poco hasta llegar a mis nalgas. Las acarició con lentitud, como si estuviera evaluando la textura de un objeto precioso.
—¿Te ha follado alguien hoy?
—No.
—Bien.
Me empujó suavemente hacia la cama. Me recosté, mirándolo con curiosidad. Él se quitó la camisa, revelando un torso marcado, lleno de cicatrices. Algunas eran pequeñas, otras más profundas. Como si hubiera vivido mil batallas.
—¿Te gustan las historias oscuras? —me preguntó.
—Sí. Mucho.
Sonrió. Una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Entonces escucha bien, porque esta es solo para ti.
Se inclinó sobre mí, apoyando sus manos a los lados de mi cabeza. Su aliento era cálido, pero su mirada seguía siendo fría. Me hizo arrodillar y se sacó la polla metiéndola en mi boca. Después comenzó a hablar mientras me follaba, la garganta.
—Hubo una vez una mujer que se perdió en la luna. No sabía cómo llegó allí, ni por qué. Solo sabía que no quería regresar. Porque allá arriba, nadie podía tocarla. Nadie podía herirla. Nadie podía poseerla.
Un día, un hombre la encontró. No era un hombre cualquiera. Era un cazador. Y no la quería para amarla. La quería para atraparla. Para hacerla suya. Para borrar su nombre y darle uno nuevo.
Sintió sus labios en mi cuello. Suaves. Cálidos. Contradictorios.
Ella se dejó atrapar. Porque, a veces, ser cazado es la única forma de sentirse real.
Sacó la polla de mi boca y me besó. Profundo. Con lengua. Con hambre. Y yo respondí, sin dudar. Porque en ese momento, ya no era Bea. Ya no era la niña perdida. Ya no era la hija de su amigo. Era la mujer que se había rendido ante el cazador.
Y mientras su polla alcanzaba la dureza absoluta, mientras su boca marcaba mi piel, mientras su deseo se mezclaba con el mío, comprendí que no había vuelta atrás.
Jugó toda la noche, en distintos sitios y distintas posiciones. Cuando me tomó por detrás, todo cambió. Su respiración se aceleraba, sus manos se aferraban con fuerza a mis caderas o a mi espalda, y sus embestidas eran profundas, intensas, casi animales. Yo me dejaba ir, apoyada contra la cama, el sofá, la pared… donde fuera que me encontrara. Cerraba los ojos y me entregaba por completo.
A veces no decía nada. Solo jadeaba, gruñía, gemía como si estuviera perdiendo el control poco a poco. Otras veces, susurraba cosas al oído mientras entraba y salía de mí: lo jodidamente apretada que estaba, lo mucho que le gustaba ver cómo mis nalgas se movían con cada empujón, cómo mi cuerpo aceptaba cada centímetro de él como si hubiera sido hecho para eso.
Y sí, muchas veces me follaba por detrás delante de papá. Me encendía sentir las miradas sobre nosotros, saber que papá veía cómo me poseía, cómo me hacía gritar su nombre, cómo me marcaba como suya.
Así era él. Así éramos nosotros. Adrián no era como los demás. No venía con promesas vacías ni palabras dulces. Llegaba con mirada de quien ya sabía el final antes de empezar. Y yo… yo lo sabía. Él no buscaba solo placer. Buscaba control. Y yo, por alguna razón que aún no entiendo, se lo ofrecí sin preguntar.
Papá me había preparado de nuevo, otra ropa, otro disfraz para él. Me había vestido con una camisola fina, casi transparente, y unos tacones altos que me hacían sentir inestable… y vulnerable. Era su forma de recordarme quién mandaba. Quién me presentaba. Quién me daba.
Cuando Adrián entró, venía de limpiarse la polla en el baño, lo hizo sin prisa. Cerró la puerta tras de sí con un clic suave, como si no quisiera asustarme. O tal vez, como si ya supiera que no tenía escapatoria. Se quitó la chaqueta y la dejó sobre el sofá, sin cuidado. Su camisa blanca marcaba cada línea de su torso. Era fuerte. Seguro. Peligroso.
—Acércate —me dijo.
Me levanté del sillón donde estaba sentada y caminé hacia él. Mis tacones sonaban contra el piso de madera como un eco interminable. Cuando estuve frente a él, no me permitió bajar la mirada.
—Mírame —ordenó.
Lo hice. Y fue raro. Porque en sus ojos no vi lujuria. Vi algo más oscuro. Más profundo. Como si estuviera midiendo hasta dónde podía llegar dentro de mí sin romperme.
Sus dedos rozaron mi mejilla. Luego bajaron por mi cuello, deteniéndose en la clavícula. Sentí un escalofrío recorrerme.
—¿Te ha dicho alguien alguna vez que eres demasiado hermosa para ser verdad? —preguntó.
No respondí. No pude.
Él sonrió. Pequeña. Fría.
—No importa. Hoy no necesitas hablar. Solo sentir. Y obedecer.
Me dio la vuelta con una mano firme en mi hombro. Mi espalda quedó contra su pecho. Su aliento cerca de mi oído. Caliente. Lento.
—¿Alguna vez te han follado así, por el culo, con papá mirando? —murmuró—. Sin verte la cara. Sin besarte. Solo tomándote como si fueras suya.
Temblé.
—S-sí… —logré decir.
—Entonces hoy aprenderás cómo se hace de verdad.
Me empujó suavemente hacia adelante, guiándome hasta la cama. Me sentó allí y se alejó por un momento. Lo escuché desabotonarse de nuevo, otra vez, la camisa. Luego, pasos. Lentos. Calculados.
Volvió a mí, pero esta vez traía algo entre las manos. Un pañuelo negro. De tela sedosa. Me lo colocó sobre los ojos y lo anudó con precisión.
La oscuridad cambió todo.
Ya no podía ver. Solo sentir. Escuchar. Obedecer.
Sentí sus manos en mis muslos, separándolos con facilidad. Su toque era frío, pero seguro. Subió por mis piernas, rozando la piel con la yema de los dedos, como si estuviera trazando un mapa que ya conocía.
—Levanta los brazos —dijo.
Lo hice. Y él me quitó la camisola por encima de la cabeza. El aire fresco del cuarto me envolvió. Estaba desnuda. Vulnerable. En sus manos.
Me tumbó poco a poco, acostándome sobre las sábanas. Su cuerpo cubrió el mío. Pesado. Firme. Real.
Pero no me besó. Ni una sola vez.
Solo me tocó. Con lentitud. Con paciencia. Acarició mis pechos, pellizcó mis pezones hasta hacerme gemir. Bajó por mi vientre, rozando con sus uñas la piel sensible. Llegó a mi sexo y me encontró mojada. Ardiente.
—Estás lista —dijo
Introdujo dos dedos dentro de mí. Lentamente. Profundamente. Los movió con un ritmo tortuoso, mientras yo gemía sin poder evitarlo. Me llevaba al borde y luego paraba. Otra vez. Otra vez. Hasta que supliqué.
—Por favor… Adrián… por favor…
—Shhh —me calla—. Aún no.
Sacó sus dedos y noté cómo se movía. Cambió de posición. Ahora estaba detrás de mí. Sus manos subieron por mi espalda, hasta alcanzar mis hombros. Me empujó hacia abajo, obligándome a apoyar los codos en la cama. Quedé arrodillada, con el culo levantado. Ofrecida.
—Así —dijo—. Así es como te quiero.
Sentí la cabeza de su polla rozar mis labios vaginales. Pero no entró por ahí.
Subió un poco más. Rozó mi ano. Y entonces, con una voz baja, cargada de autoridad, murmuró:
—Relájate… vas a sentirme bien adentro.
Empujó. Despacio. Fuerte. Preciso.
Grité. De placer. De dolor. De entrega.
Entró completamente. Sin piedad. Sin pausa. Solo dominio. Control. Fue brutal. Fue hermoso.
Movió sus caderas con fuerza, follando mi culo como si fuera lo único que le importaba. Yo no podía hacer nada. Solo recibirlo. Solo sentirlo. Solo gritar su nombre.
—¡Adrián! —gemí—. ¡Dios… estás tan dentro!
Él rio. Satisfecho. Orgulloso.
—Este culo es mío ahora —dijo—. Mío y de nadie más.
Y siguió. Embestida tras embestida. Hasta que mi cuerpo tembló y me corrí con un grito ahogado. Él no paró. Siguió follando, más rápido, más duro, hasta que también llegó al límite.
Se corrió dentro de mí con un gruñido bajo. Un sonido animal. Primitivo. Y cuando terminó, se retiró con lentitud, dejándome vacía. Pero no sola.
Me quitó la venda de los ojos y me miró. Directo. Intenso.
—Hoy aprendiste algo nuevo —dijo—. ¿Sabes qué?
Negué con la cabeza.
—Que no siempre hay que besar para poseer. A veces, basta con tomar. Y hacerlo tan bien que ya nunca quieras que te dejen ir.
Y así fue. Después de esa noche, Adrián no volvió igual. Ni yo tampoco.
Porque me había tenido. De todas las formas posibles.
Y no iba a dejar que me olvidara jamás.
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Por Sandra
La luna se asomaba tímidamente por entre las nubes, como si no se atreviera a mirar lo que ocurría abajo. Yo estaba allí, sentada en el borde de la cama, envuelta en una sábana de seda negra, con el cuerpo aún caliente de la noche anterior. Mis labios estaban hinchados, mis muslos marcados por las manos que no habían tenido piedad, y mi mente… mi mente era un torbellino de recuerdos y promesas rotas.
Había sido una noche de juegos oscuros, de cuerpos entrelazados, de palabras que se clavaban como agujas ardientes. Papá había estado allí, como siempre, con su sonrisa peligrosa y sus ojos que me devoraban. Pero no había estado solo. Había traído a otro hombre. Un desconocido con manos grandes y mirada curiosa.
—¿Te excita que te vean? —me había susurrado papá al oído, mientras me acariciaba la espalda con lentitud—. ¿Te pone que alguien más te observe, que alguien más te imagine follando?
Yo había cerrado los ojos, dejando que su voz me envolviera como una caricia. Había asentido, sin palabras, porque ya no necesitábamos hablar. Él sabía lo que me encendía. Lo que me hacía gemir. Lo que me hacía temblar.
El hombre se llamaba Adrián. Llegó con un ramo de flores y una mirada que no me convenció del todo. No era como los otros. No olía a deseo desesperado ni a lujuria contenida. Era diferente. Más frío. Más calculador.
Cuando entró en la habitación, no me saludó con un beso, ni siquiera con un gesto. Solo me miró. De arriba abajo. Como si estuviera midiendo el valor de una pieza de arte antes de decidirse a comprarla.
—Es más hermosa de lo que imaginaba —dijo, sin apartar los ojos de mí—. Y más joven.
Papá sonrió, complacido.
—Te dije que era especial.
Adrián se acercó, lentamente. Me tomó de la barbilla y me obligó a mirarlo. Sus dedos eran fríos, pero firmes. Sentí un escalofrío recorrerme la columna.
—¿Sabes quién soy? —me preguntó.
—No.
—Y no necesitas saberlo. Solo necesitas obedecer.
Tragué saliva. No me gustó el tono. Ni el aire de mando. Pero papá me había preparado para esto. Me había enseñado que había hombres que no buscaban amor. Ni siquiera placer. Buscaban control. Y yo era su juguete.
—Haz lo que él te diga —me advirtió papá—. Y todo saldrá bien.
Asentí. Bajé la mirada, como me había enseñado. Me arrodillé frente a Adrián, con la sábana deslizándose por mis hombros, dejando mi cuerpo al descubierto. Él me observó con atención, como si estuviera estudiando una obra rara.
—Quítatela —ordenó—. Quiero verte completa.
Obedecí. Dejé caer la tela al suelo y me quedé allí, desnuda, vulnerable.
—Levántate.
Lo hice. Me puse de pie, frente a él, con el corazón acelerado.
—Date la vuelta.
Me giré lentamente, dejando que mis caderas se movieran con gracia.
—Perfecta —murmuró—. Tan perfecta que da miedo.
Sentí sus manos en mi espalda, bajando poco a poco hasta llegar a mis nalgas. Las acarició con lentitud, como si estuviera evaluando la textura de un objeto precioso.
—¿Te ha follado alguien hoy?
—No.
—Bien.
Me empujó suavemente hacia la cama. Me recosté, mirándolo con curiosidad. Él se quitó la camisa, revelando un torso marcado, lleno de cicatrices. Algunas eran pequeñas, otras más profundas. Como si hubiera vivido mil batallas.
—¿Te gustan las historias oscuras? —me preguntó.
—Sí. Mucho.
Sonrió. Una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Entonces escucha bien, porque esta es solo para ti.
Se inclinó sobre mí, apoyando sus manos a los lados de mi cabeza. Su aliento era cálido, pero su mirada seguía siendo fría. Me hizo arrodillar y se sacó la polla metiéndola en mi boca. Después comenzó a hablar mientras me follaba, la garganta.
—Hubo una vez una mujer que se perdió en la luna. No sabía cómo llegó allí, ni por qué. Solo sabía que no quería regresar. Porque allá arriba, nadie podía tocarla. Nadie podía herirla. Nadie podía poseerla.
Un día, un hombre la encontró. No era un hombre cualquiera. Era un cazador. Y no la quería para amarla. La quería para atraparla. Para hacerla suya. Para borrar su nombre y darle uno nuevo.
Sintió sus labios en mi cuello. Suaves. Cálidos. Contradictorios.
Ella se dejó atrapar. Porque, a veces, ser cazado es la única forma de sentirse real.
Sacó la polla de mi boca y me besó. Profundo. Con lengua. Con hambre. Y yo respondí, sin dudar. Porque en ese momento, ya no era Bea. Ya no era la niña perdida. Ya no era la hija de su amigo. Era la mujer que se había rendido ante el cazador.
Y mientras su polla alcanzaba la dureza absoluta, mientras su boca marcaba mi piel, mientras su deseo se mezclaba con el mío, comprendí que no había vuelta atrás.
Jugó toda la noche, en distintos sitios y distintas posiciones. Cuando me tomó por detrás, todo cambió. Su respiración se aceleraba, sus manos se aferraban con fuerza a mis caderas o a mi espalda, y sus embestidas eran profundas, intensas, casi animales. Yo me dejaba ir, apoyada contra la cama, el sofá, la pared… donde fuera que me encontrara. Cerraba los ojos y me entregaba por completo.
A veces no decía nada. Solo jadeaba, gruñía, gemía como si estuviera perdiendo el control poco a poco. Otras veces, susurraba cosas al oído mientras entraba y salía de mí: lo jodidamente apretada que estaba, lo mucho que le gustaba ver cómo mis nalgas se movían con cada empujón, cómo mi cuerpo aceptaba cada centímetro de él como si hubiera sido hecho para eso.
Y sí, muchas veces me follaba por detrás delante de papá. Me encendía sentir las miradas sobre nosotros, saber que papá veía cómo me poseía, cómo me hacía gritar su nombre, cómo me marcaba como suya.
Así era él. Así éramos nosotros. Adrián no era como los demás. No venía con promesas vacías ni palabras dulces. Llegaba con mirada de quien ya sabía el final antes de empezar. Y yo… yo lo sabía. Él no buscaba solo placer. Buscaba control. Y yo, por alguna razón que aún no entiendo, se lo ofrecí sin preguntar.
Papá me había preparado de nuevo, otra ropa, otro disfraz para él. Me había vestido con una camisola fina, casi transparente, y unos tacones altos que me hacían sentir inestable… y vulnerable. Era su forma de recordarme quién mandaba. Quién me presentaba. Quién me daba.
Cuando Adrián entró, venía de limpiarse la polla en el baño, lo hizo sin prisa. Cerró la puerta tras de sí con un clic suave, como si no quisiera asustarme. O tal vez, como si ya supiera que no tenía escapatoria. Se quitó la chaqueta y la dejó sobre el sofá, sin cuidado. Su camisa blanca marcaba cada línea de su torso. Era fuerte. Seguro. Peligroso.
—Acércate —me dijo.
Me levanté del sillón donde estaba sentada y caminé hacia él. Mis tacones sonaban contra el piso de madera como un eco interminable. Cuando estuve frente a él, no me permitió bajar la mirada.
—Mírame —ordenó.
Lo hice. Y fue raro. Porque en sus ojos no vi lujuria. Vi algo más oscuro. Más profundo. Como si estuviera midiendo hasta dónde podía llegar dentro de mí sin romperme.
Sus dedos rozaron mi mejilla. Luego bajaron por mi cuello, deteniéndose en la clavícula. Sentí un escalofrío recorrerme.
—¿Te ha dicho alguien alguna vez que eres demasiado hermosa para ser verdad? —preguntó.
No respondí. No pude.
Él sonrió. Pequeña. Fría.
—No importa. Hoy no necesitas hablar. Solo sentir. Y obedecer.
Me dio la vuelta con una mano firme en mi hombro. Mi espalda quedó contra su pecho. Su aliento cerca de mi oído. Caliente. Lento.
—¿Alguna vez te han follado así, por el culo, con papá mirando? —murmuró—. Sin verte la cara. Sin besarte. Solo tomándote como si fueras suya.
Temblé.
—S-sí… —logré decir.
—Entonces hoy aprenderás cómo se hace de verdad.
Me empujó suavemente hacia adelante, guiándome hasta la cama. Me sentó allí y se alejó por un momento. Lo escuché desabotonarse de nuevo, otra vez, la camisa. Luego, pasos. Lentos. Calculados.
Volvió a mí, pero esta vez traía algo entre las manos. Un pañuelo negro. De tela sedosa. Me lo colocó sobre los ojos y lo anudó con precisión.
La oscuridad cambió todo.
Ya no podía ver. Solo sentir. Escuchar. Obedecer.
Sentí sus manos en mis muslos, separándolos con facilidad. Su toque era frío, pero seguro. Subió por mis piernas, rozando la piel con la yema de los dedos, como si estuviera trazando un mapa que ya conocía.
—Levanta los brazos —dijo.
Lo hice. Y él me quitó la camisola por encima de la cabeza. El aire fresco del cuarto me envolvió. Estaba desnuda. Vulnerable. En sus manos.
Me tumbó poco a poco, acostándome sobre las sábanas. Su cuerpo cubrió el mío. Pesado. Firme. Real.
Pero no me besó. Ni una sola vez.
Solo me tocó. Con lentitud. Con paciencia. Acarició mis pechos, pellizcó mis pezones hasta hacerme gemir. Bajó por mi vientre, rozando con sus uñas la piel sensible. Llegó a mi sexo y me encontró mojada. Ardiente.
—Estás lista —dijo
Introdujo dos dedos dentro de mí. Lentamente. Profundamente. Los movió con un ritmo tortuoso, mientras yo gemía sin poder evitarlo. Me llevaba al borde y luego paraba. Otra vez. Otra vez. Hasta que supliqué.
—Por favor… Adrián… por favor…
—Shhh —me calla—. Aún no.
Sacó sus dedos y noté cómo se movía. Cambió de posición. Ahora estaba detrás de mí. Sus manos subieron por mi espalda, hasta alcanzar mis hombros. Me empujó hacia abajo, obligándome a apoyar los codos en la cama. Quedé arrodillada, con el culo levantado. Ofrecida.
—Así —dijo—. Así es como te quiero.
Sentí la cabeza de su polla rozar mis labios vaginales. Pero no entró por ahí.
Subió un poco más. Rozó mi ano. Y entonces, con una voz baja, cargada de autoridad, murmuró:
—Relájate… vas a sentirme bien adentro.
Empujó. Despacio. Fuerte. Preciso.
Grité. De placer. De dolor. De entrega.
Entró completamente. Sin piedad. Sin pausa. Solo dominio. Control. Fue brutal. Fue hermoso.
Movió sus caderas con fuerza, follando mi culo como si fuera lo único que le importaba. Yo no podía hacer nada. Solo recibirlo. Solo sentirlo. Solo gritar su nombre.
—¡Adrián! —gemí—. ¡Dios… estás tan dentro!
Él rio. Satisfecho. Orgulloso.
—Este culo es mío ahora —dijo—. Mío y de nadie más.
Y siguió. Embestida tras embestida. Hasta que mi cuerpo tembló y me corrí con un grito ahogado. Él no paró. Siguió follando, más rápido, más duro, hasta que también llegó al límite.
Se corrió dentro de mí con un gruñido bajo. Un sonido animal. Primitivo. Y cuando terminó, se retiró con lentitud, dejándome vacía. Pero no sola.
Me quitó la venda de los ojos y me miró. Directo. Intenso.
—Hoy aprendiste algo nuevo —dijo—. ¿Sabes qué?
Negué con la cabeza.
—Que no siempre hay que besar para poseer. A veces, basta con tomar. Y hacerlo tan bien que ya nunca quieras que te dejen ir.
Y así fue. Después de esa noche, Adrián no volvió igual. Ni yo tampoco.
Porque me había tenido. De todas las formas posibles.
Y no iba a dejar que me olvidara jamás.
Por Sandra