La fiesta de los López terminó antes de lo que creíamos y aquel sábado pasaría desapercibido de no ser por Alicia la mujer de Mario, que con algunos Martini encima admitió sin tapujos qué habían interactuado sexualmente con otras parejas, hacía algunos años atrás ante la desesperada e inútil reacción de Mario por callarla.
Emilia y yo teníamos poco más de cuarenta, dos hijos adolescentes, una vida tranquila y una fantasía que pocas veces confesábamos. Hacer un swinger. Era algo que nos elevaba y por alguna razón, más que nada ética no lo habíamos hecho. Eran como las once de la noche, las pocas personas que concurrieron se habían marchado y nosotros vivíamos a dos casas. Mi mujer reveló que alguna vez estuvimos al borde de lograrlo y finalmente echamos para atrás y Mario se sorprendió, ante el inesperado desvelamiento.
–A, última hora abortamos la idea. –Dijo Emilia, mirando a Mario y agregó– A veces me pregunto ¿cómo hubiera sido?…
Alicia bajó sutilmente la luz del living, y Mario me miró sentado en el extremo del sofá qué compartíamos y arqueando una ceja aconsejó –Y es algo verdaderamente excitante, hay que tener las cosas claras y abrirse a algo nuevo.
El silencio se hizo hondo, las miradas se cruzaron, podíamos habernos ido pero no lo hicimos, eso no era lo peor, lo peor era que no queríamos hacerlo.
Ellos eran más grandes pasaban los cincuenta, Mario era canoso y estaba algo sobre pasado de peso, poseía una barba cuidada y era oficial de policía, Alicia era flaca, de grandes ojos miel escudados en gafas estrafalarias, cabello enrulado y teñido en varios tonos de amarillo. Vestía un corto vestido añil, ceñido a su figura frágil, compacta, pechos pequeños, piernas finas y un culito acorde a su figura. No era modelo ni mucho menos, era vendedora de electrodomésticos.
Una nube de morbo invisible flotaba en el ambiente, una música acústica lenta empezó a sonar con delicadeza y los López comenzaron a bailar abrazados a tres metros de nosotros. Mi esposa se acercó y los imitamos lentamente, en cada giro los miré y ellos también, pensábamos lo mismo estoy seguro Alicia y yo, y mi esposa con el policía. –Somos vecinos. Le susurre a Emilia.
–¿Y?… Mejor, los conocemos hace más de diez años. Argumentó. La empleada estatal, morocha de ojos negros y grandes tetas qué tenía pegadas a mí.
–¿Estas segura? Pregunte en medio de la improvisada pista.
Emilia no contesto y segundos después se despegó para invitar a Mario a bailar, él por supuesto que aceptó y Alicia se me aproximó, como si fuera un contrato silencioso. El perfume diferente me excitó, pero no más que la vista de las siluetas de mi mujer y el barbado, que mecían sus cuerpos al compás lento de las melodías.
Mi pene estaba agujereando mis pantalones y Alicia lo sintió.
–Santo cielo, Lucas. Dijo con malicia rozándome más.
Bajó una de mis manos qué posaban su cintura hasta sus nalgas y Mario hizo lo mismo. Ambos sobábamos el culo de la mujer del otro, en la penumbra artificial del living. Comenzamos a besarnos con la vecina y supongo que ellos también y digo supongo porque no lo recuerdo. Lo que si recuerdo es estar tumbado en la alfombra, a orillas del sillón con la cincuentona succionándome la verga y las bolas y también recuerdo a Mario en un mar de gemidos recibiendo el mismo tratamiento por parte de mi mujer.
Es inenarrable la brutal ola de calentura que me producía aquella visión quimérica, el gordito velludo con su miembro erecto, regocijándose, con la cabeza de mi mujer subiendo y bajando entre sus piernas a un par de metros de nosotros, mientras Alicia se atragantaba con mi verga.
–¿Vecina, la está pasando bien con mi marido?… Preguntó Emilia completamente desnuda.
–De, maravillas. Contestó la cincuentona. Mientras mi mujer se sentaba en la verga enforrada de la ley y lanzaba al aire sus primeros gemidos.
Por el contrario dedique mi tiempo en explorar en profundidad el cuerpito menudo de mi vecina, y como creo en la reciprocidad le gasté la conchita delicadamente depilada a lengüetazos furtivos entre gemidos confundidos con los de Emilia y Mario que cada tanto confesaba lo mucho que deseaba cabalgar a mi mujer.
–Por, fin Emi, ¡no sabe las ganas que tenía de tenerla así! Murmuraba mientras le hundía la pija, una y otra vez.
Cuando ya la había acabado un par de veces con la boca, ¡la ensarte! Despacio, con miedo de quebrarla, pero que va, la vecina era un potro desbocado e insaciable.
–Cogeme!… Cogeme!… Gritaba una y otra vez mientras se balanceaba a toda velocidad.
Hicimos de todo, todos. Gozamos por igual, acabamos varias veces. Pero cuando las pusimos a las dos de a perrito una al lado de la otra y las taladramos desde atrás, fue perfecto. El culo voluminoso de mi esposa, a la deriva y el de Alicia (bastante menos ostentoso debo decir) desperdigados en la alfombra, con las piernas ligeramente abiertas y nosotros entre ellas, encastrando nuestros miembros en la mujer ajena fue sencillamente sublime. Escuchar a mi esposa decir
–Si, papi… ¡Así! Mientras Mario la arremetía con fuerza al lado mío no tiene comparación, imagino que el sintió algo parecido al escuchar a Alicia con sus gritos histéricos y entrecortados avisando el clímax. Fue una experiencia realmente placentera.
Hubo otras, veces con ellos. Quizá no como esa vez, quizá porque fue la primera, no lo sé. El hecho de ser vecinos también como que influyó en derribar la continuidad de aquellos encuentros pero francamente fue una experiencia, alucinante.
Por Pluma211