En las manos de mi padrastro

En las manos de mi padrastro

En este momento estás viendo En las manos de mi padrastro

Mamá cree que las paredes de esta casa son de concreto sólido, o quizás prefiere creer que sigo teniendo el sueño profundo de cuando tenía doce años. No sabe que las noches en las que Andrés llega tarde del despacho y se mete en la cama con ella, yo me quedo despierta, con la mano metida en mis calzones, escuchando.

Escucho cómo la cabecera de la habitación principal golpea rítmicamente contra la pared que compartimos. Escucho la respiración pesada de Andrés —ese abogado serio, de trajes impecables y corbatas de seda que se sienta a leer el periódico a las siete de la mañana— transformarse en algo ronco, animal. Sé exactamente cómo suena cuando pierde el control. Y saber eso, tener ese gemido grave grabado en la cabeza mientras me toco imaginando que es a mí a quien tiene abierta en esa cama, se ha vuelto mi obsesión.

Lleva siete años casado con mamá. Cuando llegó a nuestras vidas, yo era un palo de escoba con frenos. Ahora, a mis dieciocho, soy… bueno, soy “mucha mujer”, como dicen los señores en la calle cuando creen que no los oigo. Soy voluptuosa, “gordibuena” dirían en la prepa, con pechos que pesan y caderas que ya no caben en la ropa de niña. Y lo he visto.

He visto cómo los ojos de Andrés se quedan enganchados un segundo de más en el vaivén de mis muslos cuando camino frente a él en la sala. He notado cómo traga saliva y se ajusta el cuello de la camisa cuando me agacho a recoger algo y el short se me sube, dejando ver esa carne blanca y suave que intento no esconder tanto en casa. Él intenta disimular, se pone sus gafas de lectura, carraspea y vuelve a sus demandas y contratos, pero yo sé la verdad. Su mirada pesa.

Esta mañana, mamá se fue a un congreso en Monterrey. Tres días. Cuando cerró la puerta con su maleta, el aire en la casa cambió. Ya no era el hogar familiar; era una jaula con dos animales que llevan demasiado tiempo oliéndose y fingiendo que no pasa nada.

Eran las nueve de la noche. Andrés estaba en la sala, revisando un expediente sobre la mesa de centro, con esa luz amarilla de la lámpara iluminándole las canas de las sienes que, tengo que admitirlo, lo hacen ver jodidamente interesante. Yo salí de mi cuarto. Llevaba mi “ropa de estar”: unos shorts de algodón gris —de esos que se meten en todos lados y marcan todo— y una camiseta de tirantes blanca, vieja y delgada, sin sostén. Mis pechos, libres y pesados, se movían con cada paso. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo.

Caminé hacia la cocina por agua, asegurándome de pasar lento por su campo de visión.

—Buenas noches, Andrés —dije, deteniéndome en el arco de la entrada.

Él levantó la vista de los papeles. Sus ojos, oscuros y analíticos de abogado, hicieron el recorrido inevitable: mis pies descalzos, mis piernas llenas, la curva de mi cintura y, finalmente, el relieve evidente de mis pezones bajo la tela delgada. Vi cómo su mandíbula se tensaba.

—María. —Su voz salió más grave de lo normal. Se aclaró la garganta, incómodo—. ¿No tienes frío así?

Sonreí. Era su defensa de siempre. El papel de padrastro protector.

—Tengo calor —respondí, caminando hacia el sofá donde él estaba. Me senté en el sillón de enfrente, pero no me senté “bien”. Subí las piernas al asiento, abrazando mis rodillas, lo que hizo que mis muslos se apretaran contra mi pecho y mis shorts se tensaran al límite en la entrepierna—. En mi cuarto hace un bochorno insoportable. ¿Te molesta si me quedo aquí un rato?

Andrés cerró la carpeta que tenía en el regazo, usándola como un escudo entre su cuerpo y mi vista.

—No, no me molesta —dijo, pero sus dedos tamborileaban nerviosos sobre la cubierta de piel—. Pero deberías estar estudiando, ¿no? ¿Cómo vas con la tarea?

La típica pregunta segura. El terreno neutral para recordarnos quiénes somos.

—Bien. Aburrida —me estiré un poco, echando los hombros hacia atrás. Vi cómo sus ojos se desviaban a mi pecho y luego regresaban a mi cara con un esfuerzo visible que casi me hizo reír—. Me distraigo mucho últimamente en las noches. No me puedo concentrar.

—¿Por qué? —preguntó él, cayendo en la trampa como el buen abogado que busca la verdad.

Lo miré directo a los ojos, bajando la voz a un susurro cómplice, rompiendo la primera barrera.

—Porque hay mucho ruido en esta casa, Andrés. Las paredes son muy delgadas.

Él se quedó inmóvil. Se le congeló el gesto. Sabía perfectamente a qué me refería. Su cara pasó de la seriedad profesional a una especie de alarma, y luego, a algo mucho más interesante: vergüenza mezclada con una excitación que no pudo ocultar en la mirada.

—María, yo… —empezó, titubeando, perdiendo su elocuencia de litigante.

—No te preocupes —le interrumpí suavemente, mordiéndome el labio inferior mientras jugaba con el borde deshilachado de mi short—. No me molesta el ruido. De hecho… a veces me ayuda a dormir imaginar qué está pasando al otro lado.

El silencio que siguió fue espeso, cargado de electricidad. Andrés me miró, y por primera vez en la noche, dejó de ver a su hijastra y vio a la mujer que lo estaba provocando descaradamente desde el otro lado de la mesa de centro.

—Eso… eso no es algo que debamos discutir, María —dijo finalmente, aunque su voz carecía de la firmeza de los tribunales. Se aflojó el nudo de la corbata con un movimiento brusco, como si de repente le faltara el aire.

—¿Por qué no? —pregunté con inocencia fingida, inclinando la cabeza. Dejé caer una pierna del sillón, estirándola despacio, dejando que la tela del short subiera un poco más sobre mis muslos. Sabía que él estaba registrando cada milímetro de piel expuesta—. Somos adultos, ¿no? Tú eres un hombre. Yo soy una mujer. Vivimos bajo el mismo techo. Es natural que escuche cosas.

Andrés cerró los ojos un segundo, tomando una respiración profunda. Intentaba reagruparse, buscar el artículo y el inciso legal que le permitiera salir de esta situación sin perder la compostura. Pero yo no le iba a dar tiempo.

Me levanté del sillón.

Él abrió los ojos de golpe, alerta, siguiéndome con la mirada. No fui hacia la puerta. Fui hacia el sofá grande de piel donde él estaba sentado, rodeado de sus papeles y su rectitud moral.

—Se te ve tenso, Andrés —murmuré.

Me senté a su lado. No demasiado pegada, pero sí lo suficiente para invadir su espacio personal. El sofá se hundió bajo mi peso, inclinándolo ligeramente hacia mí. Sentí el calor que emanaba su cuerpo a través de su camisa de vestir. Olía a tinta, a café y a esa loción cara y amaderada que siempre me ha vuelto loca.

—María, por favor… —empezó a decir, pero se le quebró la voz cuando me giré hacia él, subiendo una pierna al sofá, flexionando la rodilla para quedar de frente.

Mi camiseta blanca, vieja y holgada, se deslizó por mi hombro, dejando ver mi piel desnuda y suave. Vi cómo sus ojos bajaban a ese triángulo de piel, incapaces de resistirse. Era como si mis curvas tuvieran gravedad propia y él fuera un satélite perdiendo la órbita.

—¿Por favor qué? —susurré, inclinándome hacia él. Mi cabello rozó su brazo—. ¿Por favor vete? ¿O por favor quédate?

Él tragó saliva. Su nuez de Adán subió y bajó. —No deberías estar aquí así. Vestida así.

—¿Así cómo? —Me miré el pecho, donde mis pezones marcaban la tela, y luego lo miré a él, desafiante—. Es ropa cómoda, Andrés. Tengo calor. ¿Tú no tienes calor con toda esa ropa de abogado encima?

Estiré la mano. Fue un movimiento lento, calculado. Mis dedos tocaron el nudo de su corbata, que ya estaba flojo. Él se tensó, como si le hubiera dado una descarga eléctrica, pero no se apartó. Se quedó quieto, mirándome con esa mezcla de pánico y hambre que me hacía sentir poderosa.

—Déjame ayudarte —dije suavemente.

Empecé a deshacer el nudo. Mis nudillos rozaron su cuello y sentí su pulso. Iba a mil por hora. Estaba tan nervioso como yo, pero él luchaba contra siete años de “no tocar”, mientras que yo solo luchaba por acercarme más.

—María… tu madre… —balbuceó, usando su último escudo.

—Mamá no está —le corté, terminando de sacar la corbata y dejándola caer al suelo, sobre la alfombra—. Y las paredes… recuerda que las paredes nos guardan el secreto.

Desabroché el primer botón de su camisa. Luego el segundo. Él me agarró la muñeca. Su mano era grande, fuerte, caliente. Un agarre de hombre, no de padre. Me detuvo, pero no me empujó.

—Esto está mal —dijo, mirándome a los ojos. Pero su mirada había cambiado. Ya no era la del abogado que defiende la ley. Era la del hombre que lleva años viendo cómo la niña se convertía en una mujer voluptuosa frente a sus narices, y que ahora la tenía a centímetros de distancia.

—¿Mal? —pregunté, girando mi muñeca bajo su agarre para entrelazar nuestros dedos.

Me incliné más, hasta que nuestros alientos se mezclaron. Mi pecho rozó su brazo. —Porque a mí no me parece que se sienta mal, Andrés. Me parece que se siente como algo que llevamos mucho tiempo esperando.

Él soltó el aire en un gruñido bajo, ronco. Su resistencia se estaba desmoronando, ladrillo por ladrillo. Apretó mi mano, no para alejarme, sino aferrándose, y vi cómo sus ojos caían de nuevo a mi boca, rindiéndose a la evidencia.

—Eres… eres terrible —murmuró, pero se inclinó hacia mí, acortando la distancia que quedaba.

Su boca chocó contra la mía. No fue un beso tentativo ni dulce; fue un colapso. Siete años de contención se rompieron en un segundo. Sus labios eran firmes, exigentes, y sabían a café y a una desesperación que me hizo vibrar entera. Yo abrí la boca, recibiéndolo, dejando que su lengua invadiera mi espacio con una autoridad que me hizo gemir contra su barbilla.

Andrés soltó mi muñeca solo para agarrarme de la nuca, sus dedos grandes enredándose en mi cabello, inmovilizándome para profundizar el beso. Me devoraba. Sentí cómo su otra mano, esa mano de abogado que firma documentos importantes, bajaba torpemente por mi espalda, resbalando por la camiseta de algodón hasta encontrar mi cintura desnuda.

El contacto de su palma caliente contra mi piel fría fue un shock. Apretó mi carne, hundiendo los dedos en la suavidad de mis costillas, como si quisiera asegurarse de que era real, de que no era una de esas fantasías que seguramente tenía en la oficina.

—Dios, María… —jadeó, separándose apenas unos milímetros, con la respiración agitada golpeando mis labios—. Estás… estás tan suave.

—Tócame bien, Andrés —le pedí, guiando su mano desde mi cintura hacia arriba, hacia el peso de mi pecho que colgaba libre bajo la tela—. Deja de pensar y siente.

Él no necesitó más permiso. Su mano subió y ahuecó mi seno izquierdo a través de la camiseta vieja. Soltó un gruñido ronco, ese mismo sonido que yo escuchaba a través de la pared y que tantas veces me había hecho mojar la cama. Pero escucharlo aquí, directo en mi oído, provocado por mi cuerpo, fue mil veces mejor.

Apretó, moldeando la carne abundante, fascinado por el peso y la textura. Mis pezones se endurecieron al instante, raspando contra la tela y contra su palma.

—Me vas a volver loco —murmuró, y con un movimiento brusco, metió la mano por debajo de la camiseta.

Piel contra piel. Su mano era áspera, callosa en las yemas, y el contraste con mi pecho sensible me hizo arquear la espalda. Me empujó suavemente hasta que mi espalda chocó contra el respaldo del sofá, y él se vino encima, atrapándome entre su cuerpo trajeado y el cuero del mueble.

—Quiero verlas —dijo, con la voz rota. Ya no había rastro del padrastro. Solo había un hombre hambriento.

Me senté un poco y jalé la camiseta por encima de mi cabeza, tirándola al suelo junto a su corbata. Quedé expuesta ante él. Mi cuerpo, blanco, lleno de curvas, con esos pechos grandes que habían sido su tormento silencioso, estaba ahí, a su merced.

Andrés se quedó paralizado un segundo, sus ojos recorriéndome con una devoción casi dolorosa. —Estas bien buena… —susurró, negando con la cabeza como si no pudiera creerlo.

Bajó la cabeza y atrapó un pezón con la boca. Grité. No pude evitarlo. La sensación de su lengua caliente, experta, succionando con fuerza, me mandó una descarga eléctrica directo a la entrepierna. Mis manos fueron a sus hombros, aferrándose a la tela fina de su camisa, arrugándola, jalándolo más contra mí.

Sentí su pene contra mi cadera, presionando a través de la tela de su pantalón. Me moví, frotándome, buscando fricción.

—Andrés… —gemí, sintiendo cómo la humedad en mis shorts se volvía insoportable—. Las paredes… quiero que las paredes escuchen esto.

Él levantó la cabeza, con los labios húmedos y la mirada turbia. —Van a escuchar mucho más que esto —prometió.

Llevó su mano a la pretina de mis shorts. Sus dedos rozaron mi vientre bajo, bajando con una lentitud que era pura tortura, hasta colarse por el elástico. Cuando me tocó, cuando comprobó lo mojada que estaba por él, cerró los ojos y soltó un suspiro tembloroso.

—Estás bien mojada… —dijo, deslizando un dedo dentro, profundo, haciéndome abrir las piernas de golpe—. Maldita sea, María, estás hirviendo.

Empezó a mover la mano, y yo dejé caer la cabeza en el respaldo del sofá, entregándome a ese ritmo prohibido, sabiendo que mamá estaba a kilómetros de distancia y que, por fin, el hombre de la casa era mío.

Sus dedos se movieron dentro de mí con una destreza que me hizo perder el aliento. No eran toques tímidos de adolescente; eran movimientos firmes, circulares, que buscaban y encontraban cada terminación nerviosa con una precisión de cirujano. O de abogado que sabe exactamente dónde presionar para obtener una confesión.

—Andrés… —gemí, mis caderas levantándose del sofá por instinto, buscando más presión contra su mano.

Él no se detuvo. Al contrario, sacó la mano, brillante de mi humedad, y me miró con una intensidad oscura.

—Quítatelos —ordenó. Su voz era baja, rasposa, la voz de un hombre que ha perdido la paciencia.

Obedecí sin dudar. Alcé las caderas y jalé los shorts y los calzones hacia abajo en un solo movimiento, pateándolos lejos, hacia la alfombra. Quedé completamente expuesta ante él, abierta, vulnerable en el sofá de piel donde tantas veces nos habíamos sentado a ver televisión en familia. Pero ya no había familia aquí.

Andrés se quedó inmóvil un segundo, devorándome con la mirada. Sus ojos recorrieron mis muslos gruesos, el vello suave, la apertura rosada y húmeda que palpitaba esperándolo.

—Eres perfecta —susurró, como si estuviera viendo una obra de arte prohibida—. Eres un maldito pecado, María.

Se inclinó hacia adelante, pero no para besarme la boca. Me agarró de los muslos, separándolos con fuerza, y hundió la cara en mi entrepierna.

El primer contacto de su lengua fue un shock eléctrico. Grité, echando la cabeza hacia atrás, agarrándome de su cabello entrecano. Andrés no tuvo piedad. Empezó a lamerme con largas pasadas, desde abajo hacia arriba, saboreándome con un hambre que me asustó y me excitó a partes iguales. Sentí su barba de un día raspando la piel sensible de mis muslos internos, un contraste áspero y delicioso contra la suavidad de mi carne.

—Sí… ahí, Andrés, por favor —supliqué, moviendo las caderas, intentando frotarme contra su boca.

Él me sujetó las nalgas con sus manos grandes, anclándome al sofá, impidiendo que me alejara o que me moviera demasiado. Tenía el control absoluto. Su lengua se volvió más insistente, jugando con mi clítoris, haciéndome ver luces de colores. Era surrealista. El hombre que me pagaba la colegiatura, el esposo de mi madre, estaba ahí, de rodillas en el suelo de la sala, bebiéndome como si yo fuera lo único que lo mantenía con vida.

Cuando sentí que estaba a punto de llegar, él se detuvo. Me dejó al borde, jadeante y frustrada.

Se levantó. Su rostro estaba húmedo, sus labios brillantes. Se veía salvaje, con la camisa arrugada y el pelo desordenado. Nunca lo había visto así. Siempre tan pulcro, tan licenciado. Verlo deshecho por mí fue el mayor trofeo.

—Que rico sabes —dijo, poniéndose de pie—. Te quiero sentir. Quiero saber si te sientes tan bien como cuando nos escuchas a través de la pared.

Sus manos fueron a su cinturón. Lo desabrochó rápido, con manos que temblaban ligeramente. El sonido del cierre bajando resonó en el silencio de la casa como un disparo de salida. Se bajó los pantalones y los boxers lo suficiente para liberarse.

Lo miré. Era grueso, oscuro, venoso. Una erección de hombre maduro, imponente, que nada tenía que ver con lo que había visto en los baños de la prepa. Tragué saliva, sintiendo una punzada de miedo y una ola de deseo.

—Ven aquí —me dijo, sentándose en el borde del sofá y jalándome hacia él.

Me acomodó encima de sus piernas, cara a cara. Pude sentir el calor que irradiaba su cuerpo, la dureza de su erección contra mi vientre bajo. Me rodeó con sus brazos, una mano en mi espalda y la otra en mi nuca, obligándome a mirarlo a los ojos.

—Hazlo —susurró contra mis labios—. Tómalo.

Me alcé un poco, apoyando las rodillas en el sofá a cada lado de sus caderas, y guié su pene hacia mi entrada. La punta, suave y húmeda, rozó mis labios y solté un suspiro tembloroso.

—Despacio, María… —advirtió él, tensando la mandíbula.

Me dejé caer.

Fue una invasión. Sentí cómo me abría, cómo me llenaba por completo, estirándome hasta el límite. Era enorme, sólido. Solté un grito ahogado en su hombro, clavándole las uñas en la espalda a través de la camisa. Él me sostuvo con fuerza, soltando un gruñido que vibró en su pecho y pasó al mío.

—Dios… estás tan apretada… —jadeó, echando la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados en una mueca de placer doloroso.

Me quedé quieta un momento, acostumbrándome a tenerlo dentro, sintiendo su latido dentro de mí. La sensación de plenitud era abrumadora. Estaba unida a él, transgrediendo todas las reglas, rompiendo la familia en mil pedazos, y nunca me había sentido tan bien.

Sus manos grandes bajaron desde mi cintura hasta mis nalgas, apoderándose de ellas con una fuerza que me dejó marcada. Mis dedos se hundieron en sus hombros mientras él apretaba mi carne, separando mis glúteos con cada embestida para entrar más profundo, para llegar a lugares que nadie había tocado antes.

—Eres… eres increíble —jadeó, y tiró de mis caderas hacia abajo, clavándome en él hasta el tope.

El placer era una marea espesa y caliente. Yo rebotaba sobre su regazo, sintiendo cómo mis pechos se movían libres, rozando su pecho, sus manos, su cara. Andrés no pudo resistirlo. Me agarró de la nuca y me jaló hacia abajo, buscando mis tetas con la desesperación de un náufrago.

Su boca atrapó mi pezón derecho y empezó a succionar con fuerza, mordisqueando, usando la lengua de esa manera experta que me hacía perder la razón. Gemí alto, echando la cabeza hacia atrás, ofreciéndome más a su boca hambrienta. Sentir cómo me comía, cómo me devoraba mientras me penetraba desde abajo, fue demasiado. Era una sobrecarga sensorial: la barba raspando mi piel sensible, la succión húmeda en mis tetas, la dureza de su verga llenándome por completo.

—Más… Andrés, más… —supliqué, moviéndome frenéticamente sobre él.

Pero él quería más. Quería todo.

De repente, detuvo el movimiento de mis caderas, sujetándome con firmeza. Sacó su miembro de mi interior con un sonido húmedo que me hizo sentir vacía de golpe. Me miró a los ojos, con la boca roja y la respiración entrecortada, y vi en su mirada una orden silenciosa y oscura.

—Gírate —dijo, su voz ronca vibrando en el aire denso de la sala—. Ponte en cuatro. Quiero verte.

Me bajé de su regazo, temblando, y me acomodé en el sofá. Apoyé las rodillas en los cojines de piel y las manos en el respaldo, arqueando la espalda tanto como pude, ofreciéndole la vista que tanto deseaba. Escuché cómo se levantaba, cómo se ajustaba detrás de mí. Sentí sus manos calientes posarse en mis caderas, abriéndome, preparándome.

—UFF… —susurró, y luego escuché el sonido de una nalgada.

Su mano impactó contra mi glúteo derecho. Fue un golpe seco, sonoro, que me hizo gritar de sorpresa y placer. La piel me ardió, pero la excitación se disparó.

—Te gusta, ¿verdad? —gruñó él.

No esperó respuesta. Se acomodó entre mis piernas y empujó. Entró de una sola vez, brutal y perfecto.

Grité, mordiendo el cuero del respaldo. La penetración en esa posición era mucho más profunda, más animal. Sentía cómo su vientre chocaba contra mis nalgas, plac, plac, plac, un ritmo constante y duro que me sacudía entera. Mis pechos colgaban, balanceándose con cada golpe, y él, incapaz de dejar de tocarlos, pasó sus brazos por debajo de mis axilas para agarrarlos, amasándolos con fuerza mientras me follaba sin piedad.

—Eres mía… —me gruñía al oído, mordiendo mi cuello, marcándome como si no tuviera que dar explicaciones a nadie mañana—. Eres mía, maldita sea.

El ritmo se volvió frenético. Andrés ya no era cuidadoso. Me embestía con una urgencia que me sacudía el cuerpo entero, sus caderas golpeando las mías con una violencia que yo recibía y devolvía, empujando hacia atrás, queriendo sentirlo todo. El sonido de su respiración era un jadeo roto en mi oído, mezclado con mis propios gritos ahogados contra el cojín.

Sentí cómo su cuerpo se tensaba, cómo sus músculos se ponían rígidos como acero. Su mano dejó mi pecho y se aferró a mi cadera, clavando los dedos hasta dejar marca.

—Me voy a venir… —avisó, con la voz estrangulada, irreconocible—. María… ya.

—Sácalo —gemí, aunque una parte de mí quería que se quedara. Pero quería verlo. Quería ver la prueba de lo que había logrado—. Quiero verte.

En el último segundo, con un gruñido de esfuerzo, se retiró de mi interior. La sensación de vacío fue repentina y fría, pero duró poco.

Andrés se dejó caer de rodillas detrás de mí, y sentí los espasmos de su cuerpo contra mis muslos. El calor líquido me golpeó la piel. Primero en la espalda baja, luego escurriendo lento y espeso por mis nalgas. Me quedé quieta, temblando, sintiendo cada gota, escuchando su respiración irregular mientras se vaciaba sobre mí, marcándome con su deseo, manchando la piel que tanto había intentado ignorar durante años.

Cuando terminó, se quedó con la frente apoyada en mi espalda, respirando fuerte, como si acabara de correr un maratón. El silencio regresó a la sala, pero ya no era el mismo silencio de antes. Ahora olía a sexo, a sudor y a una complicidad densa y pegajosa.

Me giré despacio, sentándome sobre mis talones en el sofá. Lo miré. Andrés seguía de rodillas en la alfombra, con los pantalones abajo, el pecho subiendo y bajando, y la camisa abierta y arrugada. Levantó la vista y me miró. Tenía los ojos oscuros, vidriosos.

Miró mi cuerpo, manchado de él, brillante bajo la luz de la lámpara. No vi arrepentimiento en su cara. Vi la misma hambre, pero ahora satisfecha, pesada.

—¿Y ahora? —preguntó en un susurro, pasando su mano grande por mi muslo, limpiando un rastro de su propio fluido con una intimidad que me erizó la piel.

Sonreí, sintiéndome la dueña de la casa, del secreto y de él.

—Ahora nos limpiamos —dije, inclinándome para darle un beso suave, casto, en la comisura de los labios—. Y esperamos a que mamá regrese para fingir que aquí no pasó nada… hasta que vuelva a irse.

Por Leo Rivas
https://linktr.ee/leorivasx

Deja un comentario