María tenía veintidós años y un cuerpo que parecía esculpido para el pecado: pechos altos y llenos que tensaban la tela de su camiseta de tirantes a rayas blancas y rosas, cintura estrecha que se ensanchaba en caderas anchas y un culo grande, redondo y firme, de unos 105 cm de contorno. Las nalgas eran carnosas, separadas por una raja profunda que marcaba los leggings grises al máximo. La piel era blanca, lisa, sin celulitis visible, con una línea de bronceado en la parte superior.
Vivía desde hacía seis meses con Alex, su novio, y con Don Roberto, el padre viudo de este, un hombre de cincuenta y cuatro años, corpulento, de hombros anchos y manos callosas de años trabajando en la construcción. Don Roberto tenía la costumbre de deambular por la casa solo con un albornoz azul marino raído, siempre entreabierto, sin nada debajo. Decía que era por el calor del verano, pero María sabía que era una excusa: sus ojos la devoraban cada vez que pasaba, deteniéndose en el vaivén de sus nalgas o en el rebote de sus tetas cuando subía las escaleras.
Aquella mañana de sábado, Alex había salido a las siete para un turno extra en la obra. La casa estaba en silencio, salvo por el rumor del agua corriendo en el fregadero de la cocina. María lavaba los platos del desayuno, con los auriculares puestos, moviendo las caderas al ritmo de una bachata lenta. El sol entraba por la ventana, calentando su piel. Llevaba el pelo largo y negro suelto, cayendo en ondas sobre su espalda; las gafas de montura fina resbalaban un poco por la nariz cada vez que se inclinaba. Cuando se inclinaba, como ahora frente al fregadero, los leggings grises se estiraban hasta el límite, marcando cada detalle de su culo: la raja profunda entre las nalgas, el leve bulto del ano apenas sugerido bajo la tela, y el modo en que la carne se separaba ligeramente al arquear la espalda, creando un valle húmedo de sombra. Sin bragas, el contorno era brutalmente explícito; se veía el leve temblor de los músculos glúteos al moverse, la tela hundida entre las nalgas.
No oyó llegar a Don Roberto.
Él había estado observándola desde el pasillo, oculto tras la puerta entreabierta. Su polla ya estaba medio dura solo de verla inclinada, ese culo proyectado hacia atrás como una ofrenda. El albornoz colgaba flojo; debajo, su miembro grueso, venoso, se balanceaba libre, la piel morena contrastando con el vello grisáceo del pubis. Respiró hondo, oliendo el aroma a jabón de María mezclado con su perfume barato de vainilla. Dio un paso, luego otro, descalzo sobre el linóleo. El corazón le martilleaba.
Cuando estuvo a un metro, María sintió el cambio en el aire: calor, olor a hombre, testosterona. Intentó girarse, pero ya era tarde. Don Roberto la atrapó por las caderas con ambas manos, dedos hundidos en la carne blanda sobre el elástico de los leggings.
—Quieta, zorrita —susurró contra su nuca, aliento caliente y ronco.
María jadeó, los auriculares cayendo al suelo. El agua seguía corriendo, salpicando sus antebrazos. Intentó hablar:
—Don Rober… por favor, Alex…
—Alex no está —la cortó él, pegando su pelvis a su culo. El albornoz se abrió del todo; su polla, ahora completamente erecta, se deslizó entre las nalgas cubiertas por la tela, caliente como una barra de hierro. María sintió el grosor, la longitud, el pulso—. Llevo meses viéndote menear este culo delante de mí. Hoy me lo cobro.
Una mano subió rauda, agarrándole el cuello por debajo de la mandíbula, obligándola a arquear la espalda. La otra bajó, metiéndose por dentro de los leggings y las bragas invisibles, palpando la carne desnuda. María tembló; sus pezones se endurecieron al instante bajo la camiseta. Intentó resistir, pero él era más fuerte. Con un tirón brutal bajó los leggings hasta medio muslo, exponiendo su culo en toda su gloria: las nalgas se abrieron mostrando un ano rosado, pequeño y cerrado, rodeado de una aureola más oscura. La carne era blanda al apretar pero se tensaba al arquear la espalda.
—Joder, mira esto —gruñó Don Roberto, abriendo sus nalgas con los pulgares—. Virgen aquí, ¿verdad? Alex es un idiota, solo te folla el coño.
María negó con la cabeza, pero él ya escupía abundantemente en la palma, untando su polla de arriba abajo. El glande, hinchado y morado, brillaba. La apuntó directo al ano, presionando.
—Respira hondo, puta. Vas a tragarte cada centímetro.
El primer empujón fue lento, implacable. María gritó, el sonido ahogado por la mano que ahora le tapaba la boca. El esfínter cedió con un pop húmedo; la cabeza entró, estirándola hasta el límite. Dolor ardiente, pero también una plenitud obscena que la hizo gemir. Don Roberto no paró: avanzó centímetro a centímetro, su grosor abriendo camino, las venas rozando las paredes internas. Cuando llegó a la mitad, María ya lloraba, pero sus caderas traicioneras empujaron hacia atrás.
—Así, cabrona, tú lo quieres —dijo él, soltándole la boca para agarrarle las tetas por debajo de la camiseta. Los pezones, duros como guijarros, se retorcieron entre sus dedos. Embistió hasta el fondo; sus huevos peludos golpearon el perineo de ella. María soltó un grito gutural, mezcla de dolor y placer.
Empezó a follarla con ritmo salvaje. Cada retirada dejaba el ano abierto, rojo, brillando con saliva y fluidos; cada entrada era un golpe seco que hacía temblar su carne. El sonido era obsceno: slap-slap-slap de piel contra piel, el gorgoteo húmedo del agua, los gemidos de María que ya no intentaba contener. Cada embestida hacía que las nalgas rebotaran con fuerza contra el vientre peludo de él con un sonido húmedo y carnoso. Don Roberto le levantó una pierna, apoyándola en el borde del fregadero, abriendo más el ángulo. Ahora entraba más profundo, rozando puntos que Alex nunca había tocado. Ella se aferró al grifo, los nudillos blancos.
—Mírate, con el culo lleno de la polla de tu suegro —jadeaba él, sudor goteando por su pecho peludo—. Vas a correrte, ¿verdad? Dilo.
María sollozó:
—Sí… sí, me corro…
El orgasmo la golpeó como un tren. Su ano se contrajo en espasmos alrededor de la polla invasora, apretándola como un puño. Don Roberto rugió, acelerando, los músculos de sus muslos tensos. Con un último empujón brutal se hundió hasta la base y descargó: chorro tras chorro de semen caliente, espeso, inundando sus entrañas. María sintió cada pulsación, el calor extendiéndose dentro de ella.
Permanecieron así unos segundos, jadeando. Él salió lentamente; el ano quedó abierto y rojo, con semen blanco goteando por la raja y manchando los muslos, dejando un rastro brillante sobre esa piel perfecta.
Don Roberto se cerró el albornoz, dándole una última palmada en la nalga que dejó una marca roja.
—Limpia la cocina —dijo, voz ronca—. Y la próxima vez, ponte bragas. Quiero quitártelas yo.
María se quedó allí, temblando, el agua aún corriendo, el semen resbalando por su pierna. Sonrió entre lágrimas. Sabía que volvería a pasar. Y lo deseaba.
Por lareinastory