El Precio de Amar a mi Padre

El Precio de Amar a mi Padre

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Capítulo 1

La noche envolvía la ciudad como un manto oscuro, salpicado apenas por las luces de los faroles que dibujaban sombras alargadas sobre el pavimento. Rebeca Ordoñez, de veinte años, estaba sentada en el borde de su cama, con el rostro empapado en lágrimas. En sus manos temblorosas sostenía el teléfono, donde una noticia viral destrozaba su corazón.  

— Alexander Ordoñez, acusado de violación a una joven de 25 años a la salida de un boliche.  

Las palabras le quemaban los ojos. Su padre, su papi, el hombre que la había criado con ternura y devoción, ahora era señalado como un monstruo. Rebeca apretó los puños, sus uñas clavándose levemente en las palmas. No podía creerlo. No quería creerlo.  

— ¡Papi no haría eso! — exclamó en voz alta, su voz quebrada por el llanto.  

Se miró en el espejo del dormitorio, sus ojos marrones oscuros, normalmente llenos de vida, ahora estaban empañados por el dolor. Su cabello castaño oscuro caía en ondas sedosas sobre sus hombros, enmarcando un rostro de facciones delicadas, labios carnosos y mejillas sonrosadas. Su cuerpo, esculpido como por manos divinas, temblaba levemente: pechos medianos pero firmes, cintura estrecha que se abría en unas caderas generosas, nalgas redondas y paraditas que siempre habían llamado la atención, y unas piernas largas y torneadas que parecían hechas para ser admiradas.  

Respiró hondo, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. No importaba lo que dijeran los medios, ella sabía que su padre era inocente. Y si nadie más iba a estar a su lado, ella lo haría.

Dos días después, Rebeca llegaba a la casa de su padre, una espaciosa residencia en las afueras de la ciudad, donde Alexander había vivido desde la separación. El jardín estaba descuidado, las cortinas cerradas, como si la casa misma estuviera de luto. Con una maleta en una mano y el corazón en la otra, Rebeca tocó el timbre.  

Los pasos pesados de Alexander resonaron desde dentro antes de que la puerta se abriera. Allí estaba él, cincuenta y cuatro años, robusto, con el pelo negro salpicado de canas que le daban un aire distinguido. Sus ojos, del mismo tono oscuro que los de su hija, se iluminaron al verla, aunque la sombra de la acusación aún pesaba sobre su mirada.  

— Rebeca… — murmuró, su voz grave cargada de emoción.  

— Papi… — ella dejó caer la maleta y se lanzó hacia él.  

Se abrazaron con una fuerza que hablaba de años de amor incondicional. Rebeca enterró el rostro en el pecho de su padre, oliendo su esencia familiar, esa mezcla de colonia amaderada y algo que era únicamente él. Alexander la rodeó con sus brazos, sus manos grandes acariciando su espalda.  

— Yo te cuidaré, papi. Desde ahora — susurró Rebeca, alzando la mirada hacia él.  

Alexander no respondió con palabras. En lugar de eso, inclinó la cabeza y depositó un beso suave en su cuello, justo donde la piel era más sensible. Rebeca contuvo un escalofrío cuando, casualmente, la punta de los dedos de su padre rozaron una de sus nalgas, un contacto fugaz pero electrizante.  

Ella no lo apartó.  

Y él no se disculpó.  

— Ven, entra, princesa — extendió una mano, grande, fuerte, la misma que la había sostenido toda su vida. 

Ella entró, y la puerta se cerró detrás de ellos. 

La casa olía a madera envejecida y tabaco, un aroma que le recordaba a su infancia, cuando sus padres aún estaban juntos. Alexander tomó su maleta y la dejó junto al sofá, sin prisa, como si el mundo exterior no existiera.  

— ¿Tienes hambre? — preguntó, pasando una mano por su espalda, los dedos rozando la curva de su cintura antes de retirarse.  

— Un poco — admitió Rebeca, aunque en realidad no podía sentir el hambre, no con el nudo que tenía en el estómago.  

— Te prepararé algo.  

Mientras él se movía en la cocina, Rebeca se sentó en el sillón, cruzando las piernas con cuidado para que la falda no se levantara demasiado. Pero no importaba cuánto se ajustara el tejido, la prenda estaba diseñada para ser provocativa, y cada movimiento suyo dibujaba líneas tentadoras.  

Alexander regresó con dos copas de vino tinto, oscuro como la noche que los envolvía.  

— Bebe — le dijo, entregándole una.  

Sus dedos se rozaron, y Rebeca sintió un escalofrío.  

— Gracias, papi — murmuró, llevándose el líquido a los labios.  

Él se sentó a su lado, demasiado cerca, su muslo robusto rozando el de ella.  

— No tienes que preocuparte por mí — dijo Alexander, su voz grave, casi un susurro.  

— ¿Cómo no voy a preocuparme? — Rebeca miró el vino, evitando su mirada. — Es una acusación horrible…  

— Las personas dicen muchas cosas, princesa. Pero solo nosotros sabemos la verdad.  

Ella no supo qué responder. ¿Qué verdad? ¿La de los titulares? ¿La de su corazón?  

Alexander bebió un trago largo, sus ojos fijos en ella.  

— Estás muy hermosa — comentó, como si fuera lo más natural del mundo.  

Rebeca sintió que las mejillas se le calentaban.  

— Es solo un vestido…  

— No — su mano se posó en su muslo, justo donde terminaba la media, los dedos acariciando la piel desnuda. — Es tú.  

Ella contuvo la respiración. No se movió. No lo apartó.

La cena fue ligera, pero el vino fluyó con generosidad. Rebeca, cuyas preocupaciones se difuminaban con cada copa, se encontró riendo de cosas que, en otra circunstancia, no le habrían parecido graciosas. Alexander estaba relajado, demasiado relajado para un hombre acusado de algo tan atroz.  

Y mientras hablaban, sus manos siempre encontraban la manera de tocarla. Un roce aquí, un apretón allá. Cuando se inclinó para recoger su copa del suelo, su aliento caliente rozó su cuello. Cuando pasó detrás de ella, su palma se deslizó por su hombro, bajando hasta donde el escote se abría.  

Rebeca no protestó.  

Tal vez era el vino.  

Tal vez era algo más. 

La noche avanzó, y el silencio se hizo más pesado. Rebeca bostezó, estirando los brazos sobre su cabeza, haciendo que el vestido se ajustara aún más a sus curvas.  

— Debería irme a dormir — dijo, aunque no se movió del sillón.  

Alexander la miró, sus ojos oscuros brillando con algo que no era solo afecto paternal.  

— Claro. Ven — se levantó y extendió la mano.  

Ella la tomó, permitiendo que la guiara por el pasillo, hacia su habitación.  

— ¿Dónde voy a dormir? — preguntó, aunque algo en su interior ya sabía la respuesta.  

Alexander se detuvo frente a la puerta de su cuarto, girándose hacia ella. Su expresión era serena, pero había fuego en su mirada.  

— En mi cama, obvio.  

Ella no dijo nada.  

Y él no necesitó más invitación. 

El pasillo hacia el dormitorio parecía más largo de lo que Rebeca recordaba. Cada paso resonaba en la penumbra, iluminado solo por la tenue luz dorada que filtraba desde la sala. Alexander caminaba delante de ella, su figura robusta proyectando una sombra que la envolvía. Rebeca podía sentir el calor de su cuerpo, el olor a colonia mezclado con algo más intenso, más masculino. 

— No tienes que tener miedo — murmuró él, sin volverse, como si hubiera percibido el ligero temblor en sus manos. 

— No lo tengo — mintió Rebeca, aunque no estaba segura de a qué le temía exactamente. ¿A la acusación? ¿A la noche que les esperaba? ¿O a lo que su propio cuerpo empezaba a desear? 

La puerta del dormitorio estaba entreabierta. Alexander la abrió por completo, dejando que ella entrara primero. 

La habitación era amplia, dominada por una cama king size con sábanas negras que contrastaban con las paredes de madera oscura. El aire estaba cargado con el aroma de Alexander, ese perfume a tabaco y piel que le resultaba tan familiar y, al mismo tiempo, tan intoxicante ahora. 

Rebeca se detuvo en el centro de la habitación, sintiendo su mirada en su espalda. 

— ¿Quieres que me cambie? — preguntó, aunque sabía que no había llevado pijama. 

— Haz lo que te haga sentir cómoda, princesa — respondió él, su voz grave, casi un susurro. 

Ella asintió, respirando hondo antes de llevarse las manos a la espalda, buscando el cierre del vestido. El sonido de la cremallera al abrirse pareció demasiado fuerte en el silencio de la habitación. Los hombros del vestido cayeron primero, revelando la piel suave de su espalda, luego el tejido negro se deslizó por sus caderas hasta formar un círculo oscuro a sus pies. 

Quedó en ropa interior: un conjunto de encaje negro que apenas cubría lo esencial. Las medias seguían en sus piernas, ajustadas hasta justo por encima de las rodillas, realzando la curvatura de sus muslos. 

Alexander no dijo nada. Pero Rebeca podía sentir su mirada recorriéndola, como llamas que la exploraban desde los tobillos hasta los labios entreabiertos. 

— Las medias también — dijo él, más como una sugerencia que como una orden. 

Ella mordió el labio inferior, pero obedeció. Se inclinó con lentitud, deslizando los dedos bajo el elástico de la media derecha, sintiendo cómo su piel se erizaba al contacto. El tejido de algodón cedió con un susurro, revelando la suavidad de su muslo. Repitió el movimiento con la izquierda, esta vez más consciente de su padre observando cada centímetro que quedaba al descubierto. 

Cuando terminó, se enderezó, sintiendo el aire fresco en su piel ahora casi completamente expuesta.

Alexander no perdió tiempo. Con movimientos seguros, se quitó la camisa, revelando un torso musculoso, marcado por los años pero aún poderoso. Su piel estaba bronceada, salpicada de vello oscuro que se hacía más denso en el pecho y descendía en una línea fina hacia su abdomen. 

Rebeca no pudo evitar mirar. 

Luego vino el pantalón. El cinturón se abrió con un chasquido, la cremallera bajó y la tela cayó al suelo. Alexander estaba ahora solo en bóxer, y no había manera de ignorar la prominente erección que deformaba la tela. 

Rebeca tragó saliva.

La cama parecía más grande cuando ambos se acercaron. Alexander levantó las sábanas, invitándola a entrar primero. Ella se deslizó entre las telas frescas, sintiendo cómo el material rozaba su piel casi desnuda. 

Él se acostó a su lado, y por un momento, solo se miraron. 

— Me hace muy bien que estés aquí — susurró Alexander, una mano acariciando su costado, los dedos dibujando círculos en su cadera. — Me hace olvidar del juicio. 

Rebeca sintió una oleada de afecto, mezclada con algo más intenso, más necesario. 

— A mí también me hace feliz — respondió, abrazándolo con fuerza, sintiendo su cuerpo contra el suyo. 

Fue entonces cuando Alexander inclinó la cabeza, sus labios rozando su cuello en un beso que era más aliento que contacto. 

— Eres tan hermosa — murmuró contra su piel, su mano ahora subiendo por su espalda, deslizándose bajo el encaje del sostén. 

Rebeca arqueó la espalda, una pequeña queja escapando de sus labios. 

— Papi… 

— Shhh — su voz era suave, pero firme. — Solo déjame sentirte. 

Sus dedos encontraron el cierre del sostén, y con un movimiento experto, lo liberaron. La tela se aflojó, pero Alexander no la retiró de inmediato. En lugar de eso, su palma se posó sobre uno de sus pechos, masajeando la carne suave con movimientos circulares. 

Rebeca cerró los ojos, sintiendo cómo su pezón se endurecía bajo su tacto. 

— Siempre supe que serías perfecta — susurró él, su boca ahora descendiendo hacia su escote, besando la curva de su seno antes de tomar el pezón entre sus labios. 

Rebeca jadeó, sus manos aferrándose a sus hombros. 

La boca caliente de Alexander seguía envolviendo su pezón con una maestría que la hacía arquearse contra las sábanas. Sus labios succionaban con precisión, su lengua trazaba círculos lentos antes de morderla con justo la presión para hacerla gemir. Rebeca jadeaba como una loba en celo, sus dedos enterrándose en el pelo entrecano de su padre mientras las sensaciones electrizantes le recorrían el cuerpo. 

— Ah… papi… — el gemido le escapó entre dientes, sintiendo cómo el calor se acumulaba entre sus muslos. 

Pero entonces, como si una voz lejana le recordara dónde estaban los límites, un destello de lucidez cruzó su mente. 

— Espera… para… — su voz sonó temblorosa, pero clara. 

Alexander se detuvo al instante. Sus labios se separaron de su piel con un sonido húmedo, sus ojos oscuros buscando los de ella con una mezcla de deseo y respeto. 

— Jamás haré algo que mi princesa no quiera — murmuró, su voz grave como el roce de la seda sobre la piel. 

Rebeca tragó saliva, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza. 

— Quiero dormir contigo… pero solo dormir… — dijo, casi como si intentara convencerse a sí misma. 

Alexander no protestó. No insistió. Solo asintió con calma y se acomodó a su lado, aunque su erección seguía palpable bajo el bóxer. 

— Buenas noches, princesa — susurró antes de inclinarse y dejar un último beso en su pezón, haciéndola estremecer.

Las horas pasaron lentas. 

El dormitorio estaba sumido en una oscuridad apenas rota por la luz de la luna que se filtraba entre las cortinas. Los ronquidos profundos de Alexander llenaban el espacio, un sonido ronco y masculino que, en otra circunstancia, le habría resultado molesto. Pero ahora… ahora solo aumentaba el fuego que ardía en su vientre. 

Rebeca no podía dormir. 

Cada vez que cerraba los ojos, sentía de nuevo los labios de su padre en sus pechos, sus manos grandes recorriéndola como si fuera un tesoro. Su piel, aún sensible, parecía recordar cada caricia, cada mordisco suave. 

Y entonces, casi sin darse cuenta, su mano descendió.

Solo llevaba puesta la tanga de encaje negro, ya humedecida por lo ocurrido antes. Sus dedos rozaron el borde delgado de la tela, sintiendo el calor que emanaba de su sexo. Un suspiro tembloroso escapó de sus labios cuando, con movimientos lentos, comenzó a acariciarse sobre la tela, presionando justo donde más lo necesitaba. 

— Mmm… — el gemido fue apenas un aliento, ahogado por el miedo a que su padre despertara. 

Pero Alexander seguía dormido, su respiración pesada, su cuerpo inmóvil excepto por el suave movimiento de su pecho. 

Rebeca mordió su labio inferior, aumentando la presión de sus dedos. La tela de la tanga se empapó rápidamente, pegándose a sus dedos mientras se movía con más insistencia. 

— Papi… — el nombre le salió en un susurro, como si no pudiera evitarlo. 

Su mente se llenó de imágenes prohibidas: las manos de Alexander en lugar de las suyas, su boca descendiendo por su vientre, su lengua reemplazando sus dedos… 

La fantasía fue suficiente para hacer que su cuerpo se tensara, las olas del placer creciendo hasta volverse incontrolables. Sus músculos se contrajeron, sus caderas se elevaron levemente de la cama, y entonces— 

— ¡Ah! — un orgasmo intenso la recorrió, haciéndola morder el labio con fuerza para no gritar. 

El placer fue tan fuerte que le nubló la vista por segundos. Cuando volvió en sí, su cuerpo estaba relajado, su respiración agitada. 

Alexander seguía durmiendo. 

Con un último temblor, Rebeca se acurrucó contra él, su espalda pegada a su torso, sintiendo el calor de su cuerpo. 

Y así, finalmente, se durmió. 

Capítulo 2

El primer rayo de sol se filtraba entre las cortinas, dibujando líneas doradas sobre las sábanas revueltas. Rebeca despertó con un estremecimiento, su cuerpo aún caliente por los sueños eróticos que habían sazonado su noche. Al girar la cabeza, encontró a Alexander durmiendo a su lado, su pecho poderoso subiendo y bajando con ritmo pausado. Pero lo que captó su atención fue la prominente erección que deformaba su bóxer, una tentación imposible de ignorar. 

La tela gris apenas contenía aquel miembro imponente, y Rebeca sintió que su boca se secaba. El recuerdo de cómo se había tocado la noche anterior regresó con fuerza, avivando el fuego entre sus piernas. Sin pensarlo dos veces, deslizó su mano hacia la cintura elástica del bóxer y comenzó a bajarlo con lentitud deliberada, como si desenvainara un arma peligrosa. 

La piel de Alexander estaba caliente al tacto. Cuando por fin liberó su erección, Rebeca contuvo un gemido al verlo: grueso, venoso, con una cabeza rojiza que palpitaba levemente. Un aroma masculino, salado y primitivo, llenó sus fosas nasales. 

— Dios… — murmuró, embelesada. 

No pudo resistirse. Con la misma devoción con la que se acerca a un altar, inclinó la cabeza y pasó la lengua por la punta, saboreando una gota de líquido que ya asomaba. El sabor fue electrizante. 

— Mmm… — Alexander gruñó dormido, sus caderas arqueándose levemente hacia su boca. 

Eso la envalentonó. Con manos temblorosas, sujetó la base de su miembro mientras sus labios se cerraban alrededor del glande, succionando con ternura perversa. Su boca se llenó de él, y aunque no podía tomar toda su longitud, se esforzó por bajar lo más que pudo, sintiendo cómo las venas rozaban su lengua. 

— Ah, Rebeca… — la voz grave de su padre la hizo congelarse. 

Alzó la vista y encontró sus ojos oscuros observándola, cargados de lujuria y algo más: dominio absoluto. 

— Papi, yo solo… — intentó explicarse, pero Alexander no la dejó terminar. 

Con un movimiento rápido y firme, la giró sobre la cama hasta tenerla boca arriba. Su cuerpo musculoso la cubrió, atrapándola sin opción de escape. 

— ¿Querías probarme, princesa? — preguntó, mientras una mano se cerraba en su pelo, tirando con justeza para exponer su cuello. — Ahora verás cómo se hace. 

Rebeca jadeó, sintiendo cómo su tanga se empapaba al instante. La forma en que su padre la manejaba, como si fuera suya para moldear, la volvía loca. 

Alexander no perdió tiempo. Bajó su boca a su cuello, mordiendo la piel con fuerza suficiente para dejar marca, mientras su mano libre se deslizaba bajo su tanga. 

— Tan mojada por tu papi… — gruñó contra su piel, sus dedos encontrando su clítoris hinchado. 

Rebeca gritó cuando comenzó a frotarla con movimientos expertos, sus caderas moviéndose sin control contra su mano. 

— ¡Sí! Así… — suplicó, aferrándose a sus hombros. 

Alexander sonrió, un gesto lobuno, antes de posar sus labios junto a su oído. 

— Esto es solo el principio, princesa. Ahora te enseñaré cómo papi da amor de verdad. 

Alexander con movimientos calculados de depredador, separó las piernas de Rebeca. El aire olía a sexo y sudor, a pecado recién despertado. Sus dedos, callosos y grandes, recorrían los muslos nacarados de su hija como un escultor reclamando su obra.  

— Mírame — ordenó, voz ronca como trueno distante —. Quiero ver esos ojos oscuros cuando te rompa.  

Rebeca jadeó, sus pechos rosados subiendo y bajando al compás de su respiración acelerada. La tanga negra, empapada, seguía cubriendo su sexo palpitante. Alexander enganchó los dedos en el encaje y la rasgó con un tirón seco. El sonido del tejido cediendo hizo estremecer a la joven.  

— Papi… — suplicó, voz quebrada por el deseo.  

— Callada — cortó él, aplastando su boca contra la de ella en un beso que sabía a dominio y tabaco. Su lengua invadió sin pedir permiso, marcando territorio.  

Cuando se separaron, un hilo de saliva los unía todavía. Alexander no dio tregua: descendió por su cuello, clavando dientes en la curva donde hombro y clavícula se encontraban. Rebeca arqueó el cuerpo, un grito ahogado escapando de sus labios.  

— Así… Así duele más… — susurró entre dientes mientras sus manos moldeaban sus pechos, pulgares frotando los pezones endurecidos hasta volverlos piedras sensibles.  

La boca de Alexander continuó su camino descendente. Cada centímetro de piel de Rebeca recibió atención: lamidos largos en el esternón, mordiscos suaves en las costillas, hasta que por fin su lengua encontró el ombligo y se detuvo, saboreando el temblor del vientre bajo.  

— Por favor… — Rebeca enredó los dedos en su cabello canoso, tirando sin fuerza.  

Alexander sopló sobre su sexo hinchado, viendo cómo los labios menores, rojos e hinchados, palpitaban al aire.  

— ¿Esto quiere a papi? — preguntó mientras trazaba un círculo lento alrededor del clítoris con la punta de la lengua, sin tocarlo directamente.  

Rebeca gritó, caderas empujando hacia arriba en busca de contacto.  

— ¡Sí! ¡Dios, sí!  

Alexander sonrió, ese gesto de lobo satisfecho, antes de hundir la cara completa entre sus piernas. Su lengua plana lamio desde el perineo hasta el clítoris en una larga lengüetada que hizo que Rebeca se doblara sobre sí misma.  

— ¡No puedo…! — chilló, uñas clavándose en las sábanas.  

Los dedos de Alexander entraron en escena: dos se deslizaron dentro de ella sin esfuerzo, encontrando esa humedad caliente que chorreaba por sus muslos.  

— Mierda… tan apretada… — gruñó contra su piel mientras sus dedos comenzaban un ritmo de vaivén, pulgar masajeando el clítoris al compás.  

Rebeca perdió el habla. Su cuerpo no era suyo ahora; pertenecía a esos dedos, a esa boca hambrienta que succionaba su clítoris como si fuera el néctar más dulce. La presión en su vientre crecía, se hacía insoportable, hasta que—  

— ¡AHHH! — El orgasmo la golpeó como una descarga eléctrica, sacudiéndola de pies a cabeza. Su sexo se contrajo violentamente alrededor de los dedos de Alexander, jugo femenino manando sin control.  

Pero Alexander no se detuvo.  

Mientras Rebeca jadeaba, todavía convulsionando por los espasmos, él se colocó entre sus piernas. Su erección, gruesa y venosa, presionó contra su entrada.  

— Mira cómo te la meto — ordenó, agarrándole las muñecas y clavándolas sobre la almohada.  

Y entonces, con una lentitud agonizante, comenzó a penetrarla.  

La cabeza de su miembro separó sus labios, estirándola de manera deliciosamente dolorosa. Rebeca gritó, uñas enterrándose en las palmas de Alexander.  

— Dios… tan… grande… — sollozó, sintiendo cómo la llenaba centímetro a centímetro.  

Alexander gruñó, mandíbula apretada, cuando por fin sus caderas chocaron contra las nalgas de Rebeca.  

— Toda… Toma toda a papi como una buena niña — jadeó, soltando sus muñecas para agarrarle las caderas.  

Y entonces comenzó a moverse.  

Las primeras embestidas fueron controladas, profundas, permitiendo que Rebeca se acostumbrara a su tamaño. Pero pronto la bestia dentro de Alexander salió a la luz: sus empujes se volvieron brutales, el sonido de piel contra piel llenando la habitación.  

— ¡Sí! ¡Más fuerte! — Rebeca gimió, arqueándose para recibirlo mejor.  

Alexander cumplió. Agarró sus piernas y las levantó sobre sus hombros, cambiando el ángulo para penetrarla aún más profundo.  

— Aquí… ¿Aquí te gusta? — preguntó mientras su pelvis golpeaba su clítoris con cada embestida.  

Rebeca no podía hablar. El placer era demasiado, un huracán que la arrasaba. Su segundo orgasmo llegó sin aviso, un tsunami que la hizo gritar hasta quedar ronca.  

Pero Alexander no terminó.  

— No acabamos, princesa — jadeó, volteándola como un muñeco de trapo hasta ponerla a gatas.  

Rebeca apenas tuvo tiempo de entender antes de sentir sus manos en sus caderas, antes de que la penetrara de nuevo, esta vez más profundo, más bestial. 

El alba había dado paso a la mañana plena cuando Alexander, con la fuerza de un toro y la precisión de un cirujano, reclamaba el cuerpo de su hija por enésima vez. La habitación olía a sexo crudo, a piel sudorosa y a sábanas empapadas de sus fluidos mezclados. Rebeca, tendida boca abajo sobre el colchón, apenas podía mantener los ojos abiertos, pero cada nueva embestida de su padre la hacía volver a la vida con un jadeo gutural.  

— No te duermas, princesa — Alexander le gruñó al oído mientras sus manos, grandes y rudas, se cerraban alrededor de sus caderas para levantarla hasta arquearla como un gato en celo. Su miembro, aún duro como mármol a pesar de las horas, se deslizó entre sus nalgas antes de volver a hundirse en esa humedad caliente que ya lo conocía demasiado bien.  

Rebeca gritó, uñas arañando las sábanas arrugadas.  

— ¡Papi, no puedo más! — suplicó, voz rota por el uso excesivo.  

Pero Alexander solo respondió con una carcajada baja y carnal antes de agarrarle el pelo con una mano y tirar hacia atrás, forzándola a arquear la espalda aún más mientras su pelvis chocaba contra sus nalgas en un ritmo que hacía temblar el marco de la cama.  

— Mírate — le ordenó, voz ronca por el esfuerzo —. Mírate cómo goteas por mí.  

Rebeca obedeció, mirando hacia abajo donde su sexo, rojo e hinchado, seguía aceptando cada centímetro de su padre con una facilidad obscena. El contraste entre su piel de porcelana y el bronceado musculoso de Alexander era una pintura viva de pecado.  

El sol ya alto filtraba por las cortinas, iluminando cómo el sudor corría por el torso cincelado de Alexander mientras dominaba a su hija con la experiencia de un hombre que conocía cada uno de sus puntos débiles. Cada vez que encontraba ese ángulo perfecto que hacía que Rebeca viera estrellas, se detenía deliberadamente, prolongando su tormento.  

— ¿Quién te hace sentir así? — preguntó mientras le mordía el hombro, dejando un moretón en forma de media luna.  

— ¡Tú, papi, solo tú! — Rebeca gimió, sintiendo cómo otro orgasmo comenzaba a acumularse en su vientre, más intenso que los anteriores gracias a la sobreestimulación.  

Alexander cambió de posición una vez más, volteándola como si pesara nada hasta tenerla sentada en su regazo, impalándola en su miembro mientras sus manos masajeaban sus pechos magullados por horas de atención.  

— Sube y baja — ordenó, y Rebeca obedeció, moviéndose sobre él con las piernas temblorosas, sintiendo cómo la llenaba de manera diferente en esta posición.  

Las horas se desdibujaron en un torbellino de sensaciones: Alexander la tomó contra la pared, dejando marcas de sus dedos en sus muslos; luego sobre el tocador, donde el espejo le mostró su propia expresión de éxtasis animal; finalmente de vuelta en la cama, donde la penetró por detrás mientras tiraba de su cabello como riendas.  

Cuando por fin, con el sol casi en su cenit, Alexander sintió que su control se resquebrajaba, agarró a Rebeca por la garganta con suavidad calculada y la miró directamente a los ojos mientras su ritmo se volvía errático.  

— Dentro — anunció, no como pregunta sino como decreto.  

Rebeca asintió frenéticamente, deseando sentir su calor dentro incluso después de todo. El gemido que escapó de Alexander cuando llegó al clímax fue primitivo, un sonido que Rebeca guardaría en su memoria para siempre.  

Colapsaron juntos, cuerpos pegajosos y exhaustos. Alexander rodó a un lado pero mantuvo a Rebeca contra su pecho, donde podía sentir su corazón acelerado.  

Los minutos pasaron en silencio, solo interrumpidos por su respiración que gradualmente volvía a la normalidad. Fue entonces cuando Alexander, acariciando el costado de su hija con una ternura que contrastaba con la bestia que había sido momentos antes, habló.  

— Llevo más de un año soñando con esto — confesó, voz ronca pero suave —. Contando los días en que cumplieras los veinte. Planificando cada detalle de cómo te tocaría.  

Rebeca alzó la vista, sorprendida por la revelación.  

— ¿Tanto tiempo, papi?  

Alexander asintió, pasando un dedo por su labio inferior hinchado por los besos.  

— Desde aquel día en la piscina, cuando ese bikini rojo se te transparentó al salir del agua — admitió sin vergüenza —. Juré que sería mía.  

Antes de que Rebeca pudiera responder, Alexander se levantó con la agilidad de un hombre veinte años más joven, estirando su cuerpo marcado por arañazos y mordidas.  

— Voy a preparar el almuerzo — anunció, dejando a Rebeca tendida en el desorden de sábanas húmedas y almohadas desplazadas —. Descansa, princesa.  

Y con eso, el hombre que acababa de redefinir su universo salió del cuarto, dejando atrás el olor a sexo y el sonido de los jadeos de su hija que aún intentaba recuperar el aliento.  

Rebeca cerró los ojos, sonriendo levemente mientras sus dedos trazaban las marcas que las manos de su padre habían dejado en sus caderas. El reloj en la mesita de noche marcaba las 12:47 pm.  

Habían cruzado el punto de no retorno, y ella no podría estar más feliz. 

Capítulo 3

El almuerzo había sido una tortura exquisita. Entre los cubiertos que chocaban contra los platos y el vino tinto que manchaba los labios de Rebeca de un rojo pecaminoso, la tensión sexual se espesaba como una niebla palpable. Alexander, sentado a la cabecera de la mesa con su camisa blanca desabrochada hasta el esternón, no le quitaba los ojos de encima. Cada vez que Rebeca llevaba un bocado a su boca, sus labios se cerraban alrededor del tenedor con lentitud deliberada, sabiendo que su padre observaba cada movimiento.  

— ¿No tienes hambre, papi? — preguntó Rebeca, pasando la lengua por un grano de arroz que se había quedado en su labio inferior.  

Alexander apretó el cuchillo hasta que los nudillos se le pusieron blancos.  

— Tengo hambre de otra cosa, princesa — respondió, voz tan áspera como el whisky que acababa de tragar.  

El juego continuó hasta el postre —unas fresas con crema que Rebeca se tomó el tiempo de lamer de sus propios dedos—, cuando Alexander finalmente se levantó para reunirse con sus abogados. La acusación de violación pendía sobre su cabeza como una espada, pero al ver la forma en que su hija se mordisqueaba el labio al despedirse, cualquiera hubiera pensado que no tenía preocupación alguna en el mundo.  

— No tardaré — prometió, pasando un dedo por su clavícula antes de salir.

El agua caliente caía en cascadas sobre el cuerpo de Rebeca, lavando el sudor seco y los rastros de su padre que aún le pegaban a la piel. El vapor llenaba el baño, empañando los espejos hasta dejar solo siluetas fantasmales. Rebeca se inclinó bajo el chorro, dejando que el líquido le corriera por la espalda, entre las nalgas todavía sensibles, por esas piernas que habían estado envueltas alrededor de la cintura de Alexander durante horas.  

Sus manos, embadurnadas de jabón con aroma a vainilla, comenzaron un recorrido lento por su propio cuerpo. Se detuvieron en los pechos, donde los moretones en forma de bocados aún ardían levemente. Los dedos rodearon sus pezones, tirando de ellos con la misma fuerza que su padre había usado, y un gemido escapó de su garganta.  

— Papi… — susurró para nadie, imaginando que eran sus manos grandes las que la jabonaban, sus uñas las que le arañaban las caderas.  

El agua se llevó la espuma por el desagüe, pero no pudo llevarse las imágenes que bailaban detrás de sus párpados cerrados: Alexander empujándola contra la pared del baño, levantándole una pierna sobre el lavabo, poseyéndola otra vez con esa mezcla de ternura y brutalidad que la volvía loca.  

Cuando finalmente salió de la ducha, el espejo empañado le devolvió una imagen distorsionada de sí misma: piel rosada por el calor, cabello oscuro pegado a la espalda, ojos brillantes de deseo insatisfecho. Se secó con una toalla blanca, frotando con especial atención entre sus piernas, donde el simple roce de la tela la hacía contener la respiración. 

La habitación estaba bañada en luz dorada cuando Rebeca, vestida solo con un sostén negro de encaje y una falda corta que apenas le cubría las nalgas, se dejó caer sobre la cama. El colchón aún olía a sexo, a ellos, y ese aroma la hizo humedecerse al instante. Se recostó boca arriba, dejando que una mano viajara por su vientre plano hasta meterse bajo la falda.  

No llevaba ropa interior.  

— Maldito seas, papi — murmuró mientras sus dedos encontraban su sexo ya húmedo.  

Se tocó con pereza al principio, imaginando que era la lengua de Alexander la que la lamía, sus dedos los que la abrían. Pero pronto la necesidad se hizo más fuerte, y su ritmo se volvió frenético, las caderas empujando contra su propia mano.  

— ¡Sí, ahí, justo ahí! — jadeó, arqueando la espalda cuando el orgasmo la golpeó como una ola, dejándola temblorosa y satisfecha por un momento.  

Pero el alivio fue breve. Cuando se dio la vuelta para dormir, apretando una almohada entre sus piernas, el vacío que sentía solo podía ser llenado por una persona.

El atardecer pintaba las paredes de naranja cuando Rebeca sintió el peso familiar hundiendo el colchón a su lado. Antes de que pudiera abrir los ojos por completo, unas manos grandes le corrieron la falda hasta la cintura y un cuerpo musculoso se posó sobre el suyo.  

— Papi… — murmuró, todavía medio dormida.  

Alexander, que olía a loción cara y a ese aroma masculino que la volvía loca, le corrió la tanga a un lado con un dedo. Su erección, dura y caliente, se deslizó entre sus labios ya húmedos, rozando su clítoris con una precisión cruel.  

— Me encanta tu carita de puta, mi princesa — susurró, mordiendo su oreja antes de empujar su miembro dentro de ella con un solo movimiento brutal.  

Rebeca gritó, uñas clavándose en su espalda mientras la llenaba por completo.  

Y así, con el sol muriendo en el horizonte, comenzó otra ronda de su danza prohibida.

El amanecer encontró a Alexander y Rebeca entrelazados como dos raíces de un mismo árbol, sus cuerpos desnudos brillando con una fina capa de sudor seca, sus respiraciones finalmente calmadas después de una noche de pasión animal. La habitación conservaba el aroma denso del sexo, mezclado con el perfume dulzón de Rebeca y el olor salvaje que desprendía la piel de su padre. Ninguno de los dos había tenido fuerzas ni para cenar, ni para limpiarse, simplemente se habían derrumbado en ese lecho de placer, exhaustos pero satisfechos. 

Alexander fue el primero en despertarse, sus ojos oscuros recorriendo el cuerpo de su hija con una mezcla de orgullo y lujuria renovada. Rebeca dormía boca abajo, las sábanas apenas cubriendo la curva de sus caderas, dejando al descubierto su espalda marcada con arañazos y amoratados que contaban la historia de su noche. Con movimientos cuidadosos para no despertarla, se vistió con un traje caro que olía a lavanda y poder, preparándose para enfrentar el día y su posible condena con la tranquilidad de un hombre que ya había ganado lo que más deseaba. 

— Duerme, princesa — murmuró contra su hombro antes de dejar un beso suave donde la piel olía más a él que a ella. 

Rebeca solo murmuró algo incomprensible, hundiéndose más en las almohadas, demasiado agotada incluso para despertarse por completo. Alexander salió de la casa con una sonrisa en los labios, una sonrisa que no pasó desapercibida para el chofer que lo esperaba para llevarlo al estudio de sus abogados. Era la sonrisa de un hombre que, lejos de preocuparse por una posible cadena perpetua, saboreaba un triunfo íntimo.

El sol ya estaba alto cuando Rebeca finalmente abrió los ojos, estirándose como un gato satisfecho. Su cuerpo le recordaba cada posición, cada mordisco, cada empuje de su padre, pero el dolor era dulce, era una prueba de que todo había sido real. Se levantó con una energía que nunca antes había sentido, como si cada célula de su cuerpo vibrara con una nueva razón de existir. 

La cocina, normalmente un lugar impersonal, se convirtió en su templo esa mañana. Mientras preparaba café y tostadas, sus movimientos eran casi danza, sus caderas se movían con una sensualidad nueva, como si incluso en la soledad supiera que alguien la observaba. Se sirvió un jugo de naranja y lo bebió lentamente, imaginando que eran los labios de Alexander los que succionaban su cuello. Cada bocado que llevaba a su boca lo hacía con una lentitud deliberada, recreando en su mente cómo su padre le había enseñado a saborear no solo la comida, sino cada sensación. 

Encendió el televisor sin prestarle mucha atención, solo para llenar el silencio de la casa, pero entonces las palabras “Alexander Ordoñez” y “nuevas acusaciones” la sacaron de su ensoñación. La pantalla mostraba a dos mujeres jóvenes, quizás de su misma edad, llorando mientras un reportero explicaba que se habían sumado a la denuncia original. 

— ¡Mentiras! — Rebeca gritó a la pantalla, sus manos apretando el vaso de jugo hasta que los nudillos se pusieron blancos. 

No se detuvo a pensar si las acusaciones podrían ser ciertas. No consideró por un segundo que su padre, el hombre que la había amado con una devoción que traspasaba todos los límites, pudiera ser capaz de hacerle eso a otra mujer. Todo lo que sentía era un odio puro y ardiente hacia esas extrañas que se atrevían a amenazar su felicidad recién encontrada. 

— No se lo llevarán… no lo harán… — susurró para sí misma, pasando una mano por su vientre plano, como si ya llevara dentro la prueba irrefutable de que Alexander era suyo y solo suyo. 

Las lágrimas cayeron sin permiso, pero no eran de tristeza, sino de rabia. Rabia contra el mundo que quería separarlos, contra esas mujeres que no entendían que Alexander solo podía amar de una manera: con posesión absoluta, con pasión que dejaba marcas, con una entrega que borraba todas las líneas. 

Rebeca apagó el televisor con un golpe seco. No necesitaba escuchar más. Sabía lo que tenía que hacer. Si el mundo quería quitárselo, ella lucharía con uñas y dientes. Después de todo, ¿qué no haría una hija por el amor de su padre?

El crepúsculo teñía la mansión de tonos dorados cuando Rebeca terminó de prepararse, cada movimiento calculado como en un ritual sagrado. El espejo del vestidor le devolvió la imagen de una diosa de encaje negro: el corpiño, tejido como una segunda piel, levantaba sus pechos hasta crear un escote que invitaba al pecado, mientras las medias con ligueros dibujaban líneas obscenas en sus muslos de porcelana. No llevaba nada más, solo el perfume de Alexander que se había robado de su botella y aplicado entre los senos, donde el aroma se mezclaba con el calor de su piel.  

El tictac del reloj marcaba el paso de los minutos hasta su llegada. Rebeca se mordió el labio inferior al escuchar por fin el ruido del auto en la entrada, sus piernas temblaron levemente cuando la puerta principal se abrió con un crujido familiar. Alexander entró como una tormenta, su traje impecable ocultando la bestia que ella conocía tan bien, pero sus ojos oscuros delataban el cansancio de otro día luchando contra acusaciones que parecían multiplicarse.  

Rebeca emergió de las sombras del pasillo como un sueño erótico hecho realidad, sus tacones altos resonando sobre el mármol con cada paso calculado.  

— Papi… tu princesa te esperaba — susurró, deteniéndose justo fuera de su alcance, dejando que su aroma y su silueta hicieran el resto del trabajo.  

Alexander dejó caer el maletín al instante. El cuero golpeó el suelo con un sonido sordo, igual que su respiración al entrecortarse.  

— Dios mío… — fue todo lo que atinó a decir, sus manos ya temblorosas extendiéndose hacia ella.  

Pero Rebeca no se dejó tocar. En lugar de eso, se hundió lentamente de rodillas frente a él, sus manos hábiles desabrochando el cinturón y el pantalón con la destreza de quien ha soñado este momento cientos de veces. Cuando liberó su erección, ya palpitante y húmeda en la punta, contuvo un gemido al verla de cerca: gruesa, venosa, coronada por ese glande rojizo que conocía tan bien.  

— Deja que tu princesa te cuide — murmuró antes de inclinarse y besar la punta con una ternura que contrastaba con el fuego en sus ojos.  

El primer contacto fue una caricia de lengua apenas perceptible, un roce ligero desde la base hasta la corona, saboreando el líquido salado que ya asomaba. Alexander maldijo entre dientes, sus manos enterrándose en su cabello castaño para guiarla, pero Rebeca se resistió, manteniendo el control.  

— Shhh… déjame hacerlo a mi manera — susurró alzando la mirada, sus labios brillantes por la humedad de su miembro.  

Y entonces comenzó el verdadero ritual.  

Su boca se cerró alrededor de la cabeza, succionando con precisión mientras una mano se enroscaba en la base, bombeando al ritmo que su lengua establecía. Cada bajada era una promesa, cada subida una tortura deliberada. Rebeca alternaba entre movimientos lentos, casi perezosos, donde apenas la punta entraba en ese calor húmedo, y embestidas profundas que hacían que su nariz se enterrara en el vello púbico de su padre.  

— Mierda… esa boquita… — Alexander gruñó, sus caderas empujando hacia adelante sin poder evitarlo.  

Rebeca lo dejó, incluso lo alentó, relajando la garganta para tomar más de él cada vez, hasta que las lágrimas asomaban en sus pestañas por el esfuerzo. Sus manos no se quedaban atrás: una seguía trabajando la base, mientras la otra se deslizaba entre sus propias piernas, encontrando su clítoris hinchado a través del encaje.  

El sonido de sus gemidos vibrando alrededor de su miembro fue lo que rompió a Alexander. Con un rugido, sus manos se apretaron en su pelo y comenzó a empujar hacia adentro con fuerza, usando su boca como necesitaba, como siempre había soñado. Rebeca dejó que lo hiciera, entregándose al dominio que tanto la excitaba, hasta que sintió el primer chorro caliente en su garganta.  

No retrocedió. No desperdició una gota.  

Cuando finalmente Alexander se separó, jadeando, Rebeca se limpió los labios con el dorso de la mano antes de alzar la mirada, sus ojos brillando con una pregunta que ya conocía la respuesta.  

— Papi… ¿es verdad que violaste a esas tres mujeres?  

Alexander, todavía recuperando el aliento, se inclinó para acariciar su mejilla con un pulgar.  

— No, princesa — admitió sin vergüenza, su voz tan serena como si hablara del clima —. En realidad fueron nueve. Todas parecidas a vos. Era la única forma de reprimir lo que realmente quería.  

Rebeca no sintió asco. No sintió pena por esas desconocidas. Solo una ola de felicidad tan intensa que casi la mareó: cada una de esas mujeres había sido un sustituto, un fantasma de lo que él realmente deseaba. Había sido como hacerlo con ella, pero sin ser ella.  

Una sonrisa lenta se dibujó en sus labios todavía húmedos antes de pronunciar las únicas palabras que importaban:  

— Te amo, papi.  

Y en ese momento, mientras Alexander la levantaba en sus brazos para llevarla al dormitorio, los fantasmas del pasado se disolvieron, dejando solo la verdad cruda y hermosa de su amor prohibido. 

Capítulo 4

Los días previos al juicio habían sido un carrusel de pasión desenfrenada, como si tanto Alexander como Rebeca supieran que el tiempo se les escapaba entre los dedos. Las mañanas comenzaban con Alexander despertando a su hija con la lengua entre sus piernas, las tardes los encontraba fornicando contra los cristales empañados de la ducha, y las noches terminaban con Rebeca montando a su padre hasta que el alba asomaba por las cortinas. No había rincones de la mansión que no hubieran sido testigos de su amor prohibido, ni superficies que no llevaran las marcas de sus cuerpos entrelazados.  

El día del juicio amaneció con un sol frío que se filtraba entre las persianas. Rebeca eligió su vestuario con el cuidado de una novia el día de su boda: un vestido blanco de cuello alto que simulaba inocencia, pero tan ajustado que cada curva de su cuerpo se dibujaba con obscena claridad. Las medias transparentes terminaban en ligueros que solo Alexander sabría que existían, y la tanga que llevaba debajo -negra como el pecado- estaba empapada antes siquiera de salir de casa.  

— Lista, princesa? — Alexander apareció en el marco de la puerta, su traje azul marino cortado a la medida escondiendo el cuerpo que Rebeca conocía centímetro a centímetro.  

Ella se acercó y tomó su mano con una naturalidad que habría alarmado a cualquiera que no estuviera ciego de conveniencia social.  

— Siempre lista para ti, papi — respondió, pasando la lengua por sus labios recién pintados de rojo pasión.  

El viaje hasta el tribunal transcurrió en silencio, pero sus miradas hablaban el lenguaje crudo del deseo. Alexander condujo con una mano en el volante y la otra acariciando el muslo de Rebeca, subiendo cada vez más alto hasta que sus dedos encontraron el borde de sus medias.  

— Papi, vas a arruinar mi… — el resto de la frase se perdió en un gemido cuando sus dedos encontraron la humedad a través de la tela.  

— Calladita — ordenó con una sonrisa lobuna —. Guarda esa humedad para cuando salgamos.

El tribunal era un lugar de luces duras y murmullos contenidos. Rebeca y Alexander entraron cogidos de la mano como cualquier padre e hija afectuosos, pero la forma en que sus pulgares se acariciaban habría delatado la verdad a cualquier observador perspicaz. Se sentaron en primera fila, sus muslos pegados incluso cuando había espacio de sobra.  

La primera denunciante subió al estrado con pasos temblorosos. Era una rubia de ojos claros, tal vez un par de años mayor que Rebeca, con un vestido holgado que intentaba sin éxito ocultar una figura voluptuosa.  

— Era… era de noche — comenzó, las lágrimas resbalando por sus mejillas —. Salía del club y él me ofreció llevarme a casa. Cuando entré al auto…  

Rebeca contuvo un estremecimiento. Bajo la mesa, la mano de Alexander encontró su muslo y apretó con fuerza.  

— …me dijo que tenía un arma. Me llevó a un callejón y… y…  

La voz de la mujer se quebró, pero para Rebeca cada palabra era como una caricia perversa. Cerró los ojos e imaginó la escena: su padre empujando a esa rubia contra el asiento del auto, sus manos grandes desgarrando esa ropa barata, su miembro penetrándola con la misma furia con que la tomaba a ella.  

— Me obligó a… a hacer cosas… — la denunciante sollozó —. Dijo que si gritaba me mataba.  

Rebeca tuvo que cruzar las piernas para aliviar la presión entre sus muslos. El relato era vulgar, sórdido… y excitante como nada en su vida.  

La segunda mujer era más joven, de cabello castaño como el de Rebeca pero sin su elegancia innata. Contó cómo Alexander la había seguido desde la universidad, cómo la había arrastrado a un departamento vacío.  

— Me amordazó con mi propia ropa interior — lloró, y Rebeca sintió cómo su propio cuerpo respondía, imaginando la sensación de la tela apretando su boca, las manos de su padre inmovilizándola…  

La tercera historia fue la más gráfica. Una pelirroja con labios carnosos describió cómo Alexander la había violado en el baño de un restaurante elegante, cómo le había mordido los pezones hasta sangrar mientras la penetraba por detrás.  

— Se corría dentro de mí y luego me obligaba a limpiarlo todo con la lengua — gritó, rompiendo en llanto.  

Rebeca tuvo que morderse el labio para no gemir en voz alta. Su tanga estaba empapada, pegada a su piel como una segunda piel. Cada detalle sórdido, cada humillación descrita, solo alimentaban el fuego que ardía en su vientre.  

Cuando el juez anunció un receso, Alexander se inclinó como para besar la mejilla de su hija, pero sus labios rozaron su oreja:  

— Te gustó, putita? Querés que te cuente cuáles partes son verdad?  

Rebeca solo pudo asentir, sus pupilas dilatadas de lujuria. Mientras la multitud salía de la sala, ella se quedó sentada un momento más, necesitando tiempo para que el temblor de sus piernas cesara.  

El verdadero juicio, sabía, apenas comenzaba.

El pasillo del tribunal estaba casi desierto cuando Alexander arrastró a Rebeca hacia el baño de discapacitados, un cubículo amplio con paredes de mármol que amortiguaban los sonidos del exterior. La puerta se cerró con un clic sordo, y de pronto estaban solos en ese espacio claustrofóbico que olía a desinfectante y lujuria reprimida.  

— Papi, aquí no… — la protesta de Rebeca murió en sus labios cuando Alexander la empujó contra la pared fría, sus manos grandes rodeando su cuello con una presión que no asfixiaba pero dominaba.  

— Calladita — susurró contra su piel, los labios recorriendo la línea de su mandíbula mientras su otra mano subía por su muslo, encontrando el borde de las medias —. Voy a darte exactamente lo que esa boquita sucia está pidiendo.  

Rebeca sintió cómo el vestido blanco —tan casto, tan inocente— era levantado hasta su cintura, revelando que ya no llevaba las bragas negras que había vestido esa mañana. Las había dejado en el asiento del auto, un detalle que solo Alexander había notado.  

— Mira lo que haces, putita — gruñó Alexander al deslizar dos dedos por su sexo desnudo, encontrándolo empapado —. Te excita escuchar cómo usé a esas zorras?  

Rebeca asintió, incapaz de hablar cuando esos dedos comenzaron un ritmo cruel, entrando y saliendo de ella con la misma cadencia con que las denunciantes habían descrito su violación.  

— La rubia lloraba cuando le mordí estos pechos — Alexander arrancó el escote del vestido con un tirón, sus dientes cerrando sobre un pezón —. Pero a vos te encanta, ¿no?  

El dolor dulce hizo que Rebeca arquease la espalda, sus manos aferrándose a los hombros de su padre para no caer. Podía oír voces en el pasillo, pasos que se acercaban y alejaban, el riesgo de ser descubiertos añadiendo un vértigo delicioso a cada caricia.  

— La pelirroja gritó cuando la tomé por atrás — Alexander giró a Rebeca bruscamente, su frente golpeando contra el espejo mientras le bajaba la cremallera del vestido —. Vos vas a quedarte calladita como una buena niña.  

Rebeca mordió su propio brazo para ahogar los gemidos cuando Alexander entró en ella de un empujón, llenándola con esa crudeza que solo él poseía. El espejo frente a ellos empañó al instante, borrando sus reflejos pero no los sonidos: el chasquido húmedo de sus cuerpos uniéndose, los jadeos entrecortados de Rebeca, los gruñidos animales de Alexander.  

— Esto es lo que querías, ¿no? — Alexander le tiró del pelo, forzándola a mirar cómo su miembro desaparecía en ese cuerpo que conocía tan bien —. Sentir lo que ellas sintieron.  

Rebeca nunca había estado tan cerca del éxtasis. Cada palabra sucia, cada comparación con esas mujeres, cada empellón brutal la llevaba más alto, hasta que —  

Un golpe en la puerta los hizo congelarse.  

— Señor, el juicio está por reanudar — la voz del ujier sonó como un balde de agua fría.  

Alexander se separó de ella con una calma obscena, arreglando su traje como si nada hubiera pasado mientras Rebeca jadeaba contra el espejo, sus piernas temblando demasiado para sostenerse.  

— Nos vemos adentro, princesa — le susurró al oído antes de salir, dejándola a solas con su vestido arruinado, su cuerpo marcado y ese vacío entre las piernas que solo él podía llenar.  

El regreso a la sala fue una procesión perversa. Rebeca caminó con pasos inestables, sintiendo cómo su propia humedad le corría por los muslos bajo el vestido blanco ahora manchado de culpa. Las denunciantes lanzaron miradas de odio hacia Alexander, sin sospechar que la verdadera víctima —la única que importaba— era la que se sentaba sonriendo en primera fila, recordando cada segundo de ese receso que había convertido el tribunal en su playground privado.  

El juez golpeó el martillo. 

El veredicto final resonó en la sala del tribunal como un trueno distante, las palabras “culpable de abuso sexual” colgando en el aire cargado de tensión. Diez años. No era la cadena perpetua que el fiscal había exigido, ni la absolución que su costoso equipo legal había prometido. Diez años que sonaron a victoria cuando Rebeca apretó la mano de su padre con un gesto de complicidad que solo ellos entendieron.  

Las cámaras capturaron la imagen perfecta: la hija devota apoyando a su padre injustamente acusado, sus ojos brillando con lágrimas que los reporteros interpretaron como dolor, pero que en realidad eran de triunfo. Porque Rebeca había sido su mejor defensa, su coartada perfecta. Había declarado bajo juramento que las noches de los supuestos crímenes, Alexander había estado en casa con ella. Viendo películas. Jugando juegos de mesa. Mentiras tan bien construidas que hasta los fiscales habían dudado.  

Solo el juez más observador notó cómo los dedos de Rebeca temblaban cuando describía esas noches imaginarias, cómo su respiración se aceleraba al mencionar los “juegos de mesa”. Pero incluso él atribuyó esos detalles a la tensión del testimonio, nunca a la excitación que le producía mentir para proteger su secreto. 

La prisión de mínima seguridad donde Alexander cumplió su condena tenía un área de visitas conyugales que se convirtió en su santuario semanal. Rebeca llegaba cada viernes vestida con faldas que se subía fácilmente, blusas que se desabrochaban en un suspiro. Los guardias, habituados a las visitas íntimas, nunca sospecharon que la joven que entraba con biblias y salía con el pelo revuelto no era una esposa, sino una hija que había redefinido los límites del amor filial.  

— Te extrañé, papi — susurraba Rebeca contra su cuello mientras Alexander la empujaba contra la pared del cubículo, sus manos buscando bajo su ropa con la urgencia de una semana de abstinencia.  

El riesgo de ser descubiertos solo añadía condimento a esos encuentros. Los gemidos ahogados tras puertas de metal, el miedo dulce de que alguien escuchara cómo Rebeca llamaba “papi” a Alexander en el clímax, las marcas de dientes que debían esconder bajo la ropa. Diez años de juegos peligrosos, de cartas de amor escritas en código, de fotos inocentes que escondían poses obscenas entre líneas. 

El día de la liberación llegó con un sol primaveral que bañaba los muros de la prisión. Rebeca esperó en el auto, su corazón latiendo al ritmo del reloj que contaba los minutos finales. Cuando Alexander apareció en la puerta, diez años mayor pero con la misma sonrisa de lobo que la había conquistado décadas atrás, supo que la espera había valido la pena.  

La mansión estaba silenciosa cuando llegaron, como si el tiempo se hubiera detenido esperando su regreso. Rebeca lo guió al dormitorio principal, donde las velas parpadeaban y las sábanas estaban frescas. Y entonces, con un gesto que había ensayado mentalmente miles de veces, se arrodilló ante él, desnuda como el día en que nació, y comenzó a desabrochar su pantalón con dientes temblorosos.  

— Bienvenido a casa, mi amor — murmuró antes de tomar entre sus labios esa parte de él que había extrañado más que ninguna otra.  

Alexander enterró sus manos en su cabello, dejando escapar un gruñido que venía almacenando diez largos años. Rebeca lo recibió todo, cada gemido, cada sacudida, cada gota de esa esencia que la marcaba como suya. Cuando terminó, se limpió la boca con el dorso de la mano y alzó la mirada, encontrando en los ojos de Alexander la misma promesa que había iniciado todo:  

Esto no era un final. Era un nuevo comienzo. 

FIN. 

Por PamelaHot

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