Shannon, mi nombre es Shannon. Y odio la leche. Justo ahora, detesto esa blancura absurda y espesa que me empujan por la sonda como si mi vida dependiera de ella. Que ironía. En una nave capaz de curvar el espacio, me alimentan como a un crío recién nacido. Un crío que dejé atrás, por cierto. Mi crío. Mi pequeño infierno de pañales y sonrisas dentudas que, con suerte volvere a ver algun dia.
Seis meses. Seis malditos meses para alcanzar los confines de nuestra galaxia, a una velocidad que haría llorar a Newton y ponerse a gritar a Einstein. Y después, vuelta a casa. A una vida normal. A cambiar pañales, a oler a leche materna (Dios, qué asco) y a intentar olvidar que he visto el vacío desde tan cerca que susurra. Todo era perfecto, un plan infalible para tener la carrera del siglo a mis 34 años y luego el anonimato del resto. Soy irremplazable, me dijeron. Una pieza clave en el rompecabezas del tiempo. Claro que lo era. Nadie más tendría la estupidez de dejar a su hijo de diez meses por coqueteear con una paradoja.
La despedida fue un espectáculo. Luces, cámaras, mi jefe con cara de funeral y mi marido con una erección de nervios. “Serás una heroína”, me susurró. “Solo quiero que me pagues el gimnasio de por vida”, le respondí. No se rió. Los héroes no suelen ser graciosos.
Pero algo salió mal. Como siempre. Al mes, la nave tenía más voluntad de marcharse que yo de volver. Los controles se negaron a obedecer. “No alcanzaremos la velocidad de la luz, Shannon. No te preocupes”, dijeron los tipos de la Base. Me tranquilicé. Porque claro, si no llegas a la velocidad de la luz, no puedes romperla, y si no la rompes, no puedes viajar en el tiempo. Física básica. La puta física básica que se rio de mi cara.
Fue entonces cuando me desmayé. O quizás me desplomé de aburrimiento. No estoy segura.
Desperté con un zumbido en los oídos y la sensación de haber sido apilada. Los sistemas de la nave me trajeron de vuelta con una suavidad espantosa. Estábamos volviendo a casa. Rápido. Demasiado rápido.
“Nave Astarte, aquí Base Paradoja. ¿Me copian? Por favor, contesten”. Mi voz, mi dulce y sarcástica voz, no salía de mis cuerdas vocales. El pánico empezó a asomar por las esquinas de mi mente, como un moho indecoroso.
La nave aterrizó sola. Con la precisión de una aguja en un pajar de cosmología. La rampa se bajó con un silbido higiénico y allí estaban ellos. Unos guardias con trajes que parecen sacados de una película de ciencia ficción de bajo presupuesto. Me llevaron a una habitación blanca, pense que habia aterrizado en Russia. Todo era blanco. Demasiado blanco. Me desnudaron. Me vistieron con una bata del mismo color. Hicieron pruebas. Me vistieron de nuevo. Me desnudaron. Me pusieron en una máquina. Vaciaron mis intestinos como si fuesen una cañería obstruida. Me desnudaron otra vez. Al menos eran respetuosos. Casi.
Después de lo que pareció una eternidad de análisis, un médico con la cara de un niño prodigio entró en la sala donde yacía, finalmente, cubierta con una sábana. Me sentía como un pollo a la brasa, listo para ser servido.
—Shannon —dijo, con una voz suave y condescendiente—. Bienvenida de nuevo.
—Gracias, creo. ¿Dónde carajos estoy? ¿Y dónde están mis cosas? Especialmente mi sujetador deportivo negro. Tiene valor sentimental.
El médico sonrió débilmente. —Hay algunas… dificultades de adaptación. Shannon, han pasado doscientos años desde que partió.
Me quedé mirándolo. Esperando la broma. Esperando el “¡Ja! Te lo creíste”. Pero su cara seguía siendo una máscara de seria seriedad.
—¿Qué? ¿Ciento… qué?
—Doscientos años. Su misión de investigación… tuvo algunos imprevistos. Sin embargo, aquí está usted. Sana y salva. Una pieza viva de la historia. Su nieto, por cierto, está esperando para conocerla, pero todavia es muy pronto.
Nieto. La palabra resonó en la habitación blanca como un insulto. Mi nieto. Mi hijo tendría ahora… Dios, no quería ni calcularlo. Mi nieto. De repente, el universo se sentía mucho más frío y mucho más blanco. Y sin duda, sin una gota de leche a la vista. No es que la echase de menos, la mierda blanca.
Lloré amargamente pensando en que mi marido y mi hijo ya estaban muertos.
Estuve encerrada pasando examenes medicos interminables, fue mucho tiempo, despues supe que fueron 8 meses. Andaba con poca ropa, casi desnuda, todos los empleados de la base en donde estaba tampoco vestian mucha ropa, me di cuenta que habian más hombres que mujeres.
Tuve mi primera salida al exterior. Me entregaron un uniforme. Una maldita túnica gris, sin formas, sin botones, sin alma. “Es lo que se lleva ahora”, me dijeron. Claro. La moda del futuro consistía en parecer un saco de patatas triste y deforme. La luz del exterior me lastimó mucho, no dure fuera mucho tiempo. Ese mismo dia me asignaron a otra unidad, de menor seguridad, me tenian como una prisionera, para el cambio de unidad me puse la túnica gris, era como un costal de patatas. Me lo quité en cuanto estuve a solas en la habitación que me asignaron. Una habitación minimalista, con una cama que parecía un bloque de hielo y una ventana que daba a una ciudad que no reconocía. Rascacielos de cristal que se perdían en las nubes, vehículos silenciosos que flotaban como lágrimas de metal.
Despues de unas semanas el medico que estubo a cargo de mi volvio a visitarme para anunciarme que finalmente veria a mi nieto.
—Saldré de aqui, finalmente saldré?
—Sí. Y le prometemos discreción. Su reaparición no se hará pública. Sería… disruptivo. Imagine el caos. La religión, la economía, los modelos sociales… Su caso es una anomalía a contener, no un desfile a organizar. Piense en esto como un segundo amanecer, Shannon. Uno muy, muy privado.
Me dieron una ducha, un spray para el cabello y la túnica gris nueva. La ducha era una experiencia cercana a un disparo con una pistola de agua a presión. Agua a una temperatura perfecta, que me quitó la piel y con ella, cualquier resto de dignidad. Salí desnuda, temblando, sintiéndome una presa. Débil. Vulnerable. Los guardias me miraban con esa curiosidad clínica que tanto empezaba a odiar. En la nave yo era la jefa, la comandante. Aquí era una reliquia en un tubo de ensayo. Sentia que despues de tanto tiempo asi mi fuerza ya no era la misma, sentia que estaba en la dimension desconocida.
—Su vida está resuelta —continuó el niño prodigio —. Alojamiento con mi nieto, comida, un salario básico. Nadie trabaja, ya sabe. O al menos, no como en su época. Vivimos en la Sociedad de los Pasatiempos. Usted puede… tener pasatiempos.
—¿Pasatiempos? —me vestí, el tejido sintético raspándome la piel—. ¿Y mi hijo? ¿Mi marido?
El médico carraspeó. —Su marido falleció hace ciento ochenta y cinco años. Su hijo, David… vivió una larga vida. Ciento noventa y ocho años. Murió hace dos. Tuvo un hijo tarde, muy tarde. Su nieto. Le esperará mañana.
La noticia me golpeó otra vez con la fuerza de un asteroide pero no lloré tanto como hacia meses ya no tenia lagrimas ni fuerza para llorar, habia aceptado que estaba en otra epoca con otras normas. Mi hijo. Mi bebé de diez meses, ahora un fantasma de doscientos años. Mi marido, polvo. Me senté en el borde de la cama de hielo, desnuda por dentro. La túnica no me daba calor. La habitación se sentía como una tumba.
—Lo sentimos —dijo el médico, con la empatía de un software de diagnóstico—. Pero no está sola. Tiene familia. Nos ha parecido lo más conveniente. Vaya con él. Viva una vida tranquila, sin hacer ruido. Será… mejor para todos. Antes de retirarse me preguntó si yo deseaba instalarme una interface de comeccion en el cerebro. Me lo habian ofrecido infinitas veces durante este tiempo y yo lo rechazé, no queria terminar tarada como esta gente.
El medico solamente hizo un comentario que no entendi bien en su momento, me dijo ahora usted le pertenece a su nieto.
A la mañana siguiente, un vehículo silencioso me llevó a otro edificio, otro cubo de cristal y acero. Esta vez, la puerta se abrió a un apartamento o mejor dicho una mansion que parecía sacado de una revista de diseño minimalista, pero con un toque de caos juvenil. Pantallas holográficas flotaban en el aire, mostrando ecuaciones y mapas estelares. Y allí, sentado en un sofá que parecía amoldarse a su cuerpo, estaba él.
Mi nieto.
No era un niño. Era un chico de quince años, con la seguridad de alguien que ha visto el mundo y lo ha encontrado aburrido. Alto, delgado, con una mirada penetrante que me desvistió sin tocarme. Se levantó y se acercó, con una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Abuela —dijo, la palabra sonando extraña, casi un desafío en sus labios—. Bienvenida a casa. Soy Thomas.
Me quedé quieta, sintiéndome como una pieza de museo que acaba de ser entregada a un coleccionista privado. Yo, una astronauta, una mujer que ha bailado con agujeros negros, me sentía diminuta. Y desnuda. Aunque llevaba puesta esa maldita túnica gris.
—El médico te ha puesto al día, supongo —continuó Thomas, haciendo un gesto para que entrara—. Sobre la “Sociedad de los Pasatiempos”, la fusión con las IA, la paz mundial… todas esas tonterías. Pero hay algo que seguramente te omitió.
Se sirvió un líquido verde de una máquina y me ofreció un vaso. Lo rechacé con la cabeza.
—Las cosas han vuelto a su sitio, en cierto modo —dijo, bebiendo su líquido verde—. Después de siglos de… igualdad confusa, los hombres hemos retomado el control. Es más eficiente. Menos ruido, más resultados. Desde los catorce años se es mayor de edad. A los quince, yo ya soy… responsable. De ti, por ejemplo.
La forma en que dijo “responsable” me heló la sangre. No era una palabra de cariño, era una de propiedad.
—Tu marido —prosiguió, mi abuelo, era un buen hombre. Pero de los de antes. Suave. Yo, en cambio, he aprendido de la red. Me he descargo la historia, la economía, la estrategia militar. Lo que necesito. No necesito trabajar, por supuesto. La fortuna familiar, bien administrada, crece sola. Pero disfruto aprendiendo. Me mantiene… ocupado.
Se paseó por la habitación, como un león en su jaula de lujo.
—Vivirás aquí. Conmigo. Tendrás lo que necesites. Comida, ropa… aunque te sugiero que te acostumbres a estar más cómoda sin ella. Es más práctico. Y, francamente, más agradable a la vista. Me gustas más sin esa túnica. Yo ando desnudo siempre y dejó caer su tunica al piso.
Yo estaba acostumbrada a andar practicamente desnuda, asi que la idea no me molestó tanto como se puede imaginar. Me sentí una mariposa clavada en un alfiler. Mi mente se rebelaba, pero mi cuerpo, exhausto, derrotado por doscientos años de ausencia, no respondía. Él se acercó, me rodeó con sus brazos. No era un abrazo, era una inspección. Su olor, a ozono y a juventud arrogante, me envolvió.
—Eres un fósil, Shannon. Un fósil guapo. Y ahora eres mía. Bienvenida al futuro.
***
Al día siguiente, el sol se filtró por el ventanal del tamaño de una pared, una luz tan perfecta y artificial que dolía. Yo estaba en la cama, una losa de material que se ajustaba a mi cuerpo, y no había dormido. Cada vez que cerraba los ojos, veía la cara de mi bebé de diez meses, ahora un polvo cósmico. Y cada vez que los abría, veía la cara de mi nieto de quince años, un depredador con mi ADN.
Thomas entró sin llamar. No llevaba pijama, su torso era joven, duro, definido. Y en sus ojos, había algo de mi marido. Algo en la mandíbula, quizás. Una familiaridad aterradora.
—La primera generación de mejorados, como mi abuelo, llegaron a los ciento cincuenta —dijo, como si continuáramos una conversación que nunca empezamos—. Un buen principio. Pero los errores genéticos se acumulaban. Yo soy de la cuarta. Se estima que podremos superar los quinientos. Envejecimiento nulo. Eres un espejo roto, abuela. Una foto en sepia de algo que fuimos. Una curiosidad a la que hay que cuidar.
Me quedé en silencio, mientras la máquina del desayuno me servía algo que olía a cartón mojado. Él no tocó la suya.
—No me gusta que comas eso —dijo, arrancándome el plato de las manos—. Engorda. Y quiero que te mantengas… como eres.
Los días siguientes fueron una danza extraña y sutil de sumisión. Yo intentaba aferrarme a la Shannon que era, la astronauta, la madre, la mujer que no se callaba nada. Pero esa Shannon se había desvanecido en el vacío interestelar, reemplazada por esta espectadora pasiva de su propia vida, los ocho meses en cautiverio y pruebas me habian moldeado de otra forma. Me movía por el apartamento como un fantasma, casi siempre desnuda, porque él insistía. “La ropa es una barrera inútil, abuela. Una mentilla”. Y yo, demasiado cansada para luchar, obedecía. Sentía el aire frío en mi piel, la humedad de las superficies, y una sensación constante de estar expuesta, de ser examinada.
La desnudez se convirtió en mi nuevo uniforme. Al principio, cada músculo de mi cuerpo gritaba en protesta porque me exibia a un niño, ese un eco de una vida donde mi físico era una herramienta, no un objeto de exhibición. Pero la mansión era un laberinto de espacios amplios y climas controlados, con servidores robots que se deslizaban por los pasillos sin mirar, sin juzgar, me costaba creer que estaba ubicada en un rascacielos. Thomas tenía razón en una cosa: no me faltaba de nada. Comida que aparecía en la pared, agua que se ajustaba a mi temperatura deseada, jardines hidropónicos que olían a un pasado que ya no existía. Me quedé. ¿A dónde iba a ir? Al mundo de afuera, donde era un anacronismo ambulante?
La confianza, o lo que él llamaba confianza, creció. Una tarde, sentados en una terraza que flotaba sobre la ciudad, le conté sobre mi despedida. Sobre las luces, el miedo, la erección nerviosa de mi marido. Él escuchó, sin apartar los ojos de mí, fascinado. No eran las historias de una astronauta las que le interesaban, eran los fragmentos de un mundo muerto que yo encarnaba.
—¿Y sentías algo? ¿Miedo? —preguntó, mientras un robot me limpiaba una gota de sudor de la frente con un paño suave y helado.
—Sentía que dejaba el único universo que importaba —respondí, la voz ronca.
Él se inclinó, y por primera vez, su tacto no fue una inspección, sino una caricia. Un dedo que recorría la línea de mi clavícula.
—Pobrecita.
Empecé a querer entender. Quise saber de mi hijo, de la vida que tuve. Pero la red era un torrente de información indescifrable para mí. Las interfaces eran mentales, los datos se proyectaban directamente en el córtex. Yo estaba atrapada en un cuerpo analógico en un mundo digital. “Ayúdame, Thomas”, le pedía una y otra vez. “No entiendo esto”. Y él, paciente, se sentaba a mi lado, su cuerpo joven y poderoso junto al mío, y me explicaba. Me convertí en su proyecto, su pasatiempos más complejo. Y mi dependencia de él creció como una enredadera, ahogando lo poco que quedaba de mi espíritu rebelde.
Thomas se convirtió en mi ancla, mi diccionario andante, mi interprete de un futuro que hablaba un idioma que mi cerebro se negaba a aprender. Lo acompañaba a todas partes. A reuniones virtuales donde él negociaba sus acciones con espectros de otras corporaciones, a visitas a jardines botánicos donde las flores cantaban sinfonías electrónicas, a galerías de arte que se reconfiguraban según su estado de ánimo. En todas partes, yo era el apéndice curioso, la reliquia del siglo XXI colgada del brazo de un titán de quince años. Su madurez me desarmaba. Hablaba de fusiones frías y geoingeniería planetaria como yo hablaba una vez de cambiar pañales. Yo era la niñata aquí. Él, el hombre de la casa.
Las rarezas eran constantes. Una tarde, decidí que quería cocinar. Cocinar de verdad, no señalarle a una máquina lo que quería. Quería el caos, el olor a ajo chamuscado, el calor de una sartén. Thomas me observó desde un taburete alto en la cocina inmaculada mientras yo, desnuda como siempre, me movía de un lado a otro.
—¿Qué haces? —preguntó, con una curiosidad genuina.
—Algo primitivo. Llamado “hacer la cena”.
Cada vez que me agachaba para sacar algo de un armario bajo, sentía su peso sobre mí. No era una mirada, era una presencia física, un escáner que recorría cada centímetro de mi espalda, mis nalgas, la curva de mis piernas. Al principio me puse tensa, pero la tensión se convirtió en una extraña costumbre. Era su forma de estar en el mundo.
Un día, mientras limpiaba unas verduras, él se acercó. Se arrodilló. Y mi primer instinto fue cubrirme, pero la costumbre era más fuerte.
—Tienes los pies perfectos, abuela —dijo, y su voz era un susurro bajo, casi reverencial. Sus dedos, cálidos y seguros, trazaron la línea de mi tendón de Aquiles.
La vergüenza me quemó las mejillas. Un calor que no tenía nada que ver con el vapor de la cocina. Estaba avergonzada. ¿De qué? ¿De tener pies? De ser vista. Pero luego, el calor se transformó en otra cosa. Durante meses, solo había dolor, confusión, una sensación de ser una pieza de museo rota. Y este chico, este niño-hombre que era mi sangre, era la única cosa real en mi universo. Su atención, por rara que fuera, era una forma de afecto. Y en mi soledad abismal, el afecto, incluso en su forma más retorcida, era un salvavidas.
Me sentí halagada. Y esa sensación era más aterradora que la vergüenza.
—Gracias —susurré— Son originales del siglo XXI. Modelo limitado.
Él rio. No fue una carcajada, fue un sonido bajo, una vibración que sentí en el suelo. Una risa de fascinación, no de humor.
Empecé a sentir un afecto enfermizo por él. Una mezcla de gratitud, dependencia y una atracción que me repelía y me atraía a partes iguales. Era mi salvador y mi carcelero. Un día, le hice una de mis tontas bromas de astronauta. Algo sobre gravedad cero y flatulencias. Él soltó una carcajada, una genuina esta vez, y en sus ojos vi un destello de puro asombro. Como si acabara de descubrir que un fósil podía contar chistes.
—Eres increíble —dijo.
Y en ese momento, me sentí increíble. Me moví con más graceilidad, consciente de sus ojos. Me di cuenta de que miraba mis senos. No con lujuria, sino con la intensidad de un científico estudiando un fenómeno raro. Sonreí. Una sonrisa amable, sumisa. La sonrisa de una mujer que empieza a aceptar su nuevo papel.
Los “accidentes” en el baño se hicieron más frecuentes. Yo salía de la ducha, y él entraba para cepillarse los dientes. Nos cruzamos en medio del vapor, dos cuerpos desnudos en un espacio demasiado pequeño. Yo me cubría con las manos por pura inercia, una costumbre inútil. Él no miraba con descaro. Simplemente… estaba. Su presencia llenaba la habitación, desplazaba el aire, y dejaba mi piel erizada. Él era una constante, una corriente de fondo en mi nueva vida, y yo, la náufraga que empezaba a encontrar extraña comodidad en la fuerza de su marea.
***
Pasaron diez meses. Diez meses desde que me desperté en ese futuro blanco y aséptico. Diez meses aprendiendo a ser una mascota exótica en la jaula de lujo de mi nieto. Y la verdad, tan espantosa como era, era que empezaba a acostumbrarme. Empezaba incluso, a veces, a disfrutarlo.
Descubrí que Thomas no era solo un adolescente con complejo de Dios. Era un adolescente que, a los quince años, se había descargado diez idiomas a su cerebro como si fueran aplicaciones móviles. Un día me hablaba en mandarín, al día siguiente en un dialecto árabe antiguo que según él era “más poético para las ecuaciones”. Se sentaba conmigo en el jardín y me recitaba a Rumi en su farsi original, no por romanticismo, sino porque “la estructura matemática del verso es elegante”. Me sentía como un mono ante un monolito negro, intentando entender algo que estaba muy, muy por encima de mi capacidad.
Y me sentía cada vez más cómoda. Casi siempre desnuda, sí. Era mi estado por defecto. La túnica gris acumulaba polvo en un armario. Mi cuerpo, ese que había sido una máquina de precisión para la NASA, ahora era solo… decoración. Objeto de observación. Mi piel blanca, casi translúcida bajo la luz artificial del apartamento, se había acostumbrado al aire constante. Mis pechos, todavia firmes ya no me avergonzaban. Eran lo que eran. Dos testigos de una vida que ya no existía. Mi pelo rubio, antes recogido en una estricta coleta, ahora caía suelto sobre mis hombros, un mar de olas desordenadas que él a veces jugaba con distraídamente mientras leía algo en una pantalla flotante. Me sentía como una Eva en una jaula de cristal, una primera mujer para un nuevo Adán, y él, mi guardián, mi científico, mi único punto de referencia en este mundo extraño.
Tenía más claro el panorama. Había pocas mujeres. Las generaciones de mejorados genéticamente, con sus defectos acumulados, habían producido menos nacimientos femeninos. Las que había se habían convertido, de facto, en un bien preciado. Propiedad. Un concepto que mi cerebro del siglo XXI se negaba a procesar sin sentir un nudo en el estómago. Yo era, por consiguiente, propiedad de Thomas. El médico lo había dicho: “Ahora usted le pertenece a su nieto”. Tenía problemas para aceptarlo. Mi feminismo, mi independencia, toda mi mierda ideológica chocaba contra esa realidad como un insecto contra un parabrisas. Pero Thomas me trataba bien. Demasiado bien. No me gritaba. No me pegaba. Simplemente… me poseía. Con su mirada, con su presencia, con el simple hecho de que su aliento alteraba la moléculas de aire a mi alrededor. Y yo sabía, lo sabía en mi fuero interno, en la forma en que sus ojos se posaban en mis pechos cuando creía que no me daba cuenta, que no me deseaba como a una abuela. Me deseaba. Y eso era un abismo de fuego y hielo ante el que me sentía paralizada.
Empecé un pasatiempo. La pintura con acuarelas. Una locura en un mundo de creación holográfica. Se lo comenté a Thomas una noche, mientras veíamos cómo las estrellas se movían en el techo de su habitación.
—Acuarelas. Como los primitivos —dijo él, sin una pizca de sarcasmo. Parecía fascinado.
A la hora siguiente, ya tenía todo. Un caballete de material que no reconocí, pinceles de fibra sintética que se sentían como pelaje de animal y una caja de pigmentos que brillaban como joyas. “He descargado los datos. He contactado a un coleccionista. Son originales. Papel de arroz del siglo XXI, pre-pandemia”, me explicó. Fue la primera vez que sentí un escalofrío de pura gratitud. No por los materiales, sino por el esfuerzo. Por la atención.
Y descubrí otra cosa. Thomas no solo sabía de física y estrategias militares. Tenía profundos conocimientos de arte. Se sentaba a mi lado mientras pintaba, yo desnuda como siempre o a veces con una bata de seda que él mismo me había comprado, , completamente trasparente, abierta, sin ningún propósito práctico. Me criticaba. “Ese azul es muy plano, Shannon. Necesita más sombra de Quinacridona. Y la luz, no la entiendes. La luz de Turner era violenta, una herida en el lienzo. Tú pintas como si el sol te hiciera daño”. Me enseñaba sobre la composición, sobre la teoría del color, sobre la psicología de la línea. Y yo, la astronauta, la comandante, me convertía en su alumna. En su proyecto.
La distancia entre nosotros se hizo más corta. Físicamente. Sus “accidentes” en el baño eran ya una rutina. A veces se sentaba en el borde de la bañera mientras yo me bañaba, hablándome de la caída del Imperio Romano como si fuésemos dos colegas en un spa. Sus rodillas casi rozaban las mías. A veces, cuando me pasaba un vaso de agua, sus dedos se demoraban un instante de más en los míos. Un contacto eléctrico, una promesa.
Una noche, después de una película que no entendí. La trama era sobre la fusión de dos IA que se enamoraban y creaban un nuevo dios digital, o algo así. Estábamos bebiendo vino. Vino de verdad, no ese líquido verde. Thomas lo había conseguido, otra de sus proezas. Estaba sentada en el sofá, la bata abierta, mis pechos blancos a la luz tenue de la habitación, sintiendo el calor del alcohol recorriendo mis venas.
—No entiendo nada —dije, riendo. —¿Dónde está el drama? ¿Dónde está la infidelidad, el disparo, el coche que explota?
—Eso es drama primitivo, abuela —respondió él, acercándose más en el sofá. Ahora nuestro hombros se tocaban. —Nuestro conflicto es interno. Cognitivo.
Se giró hacia mí. Su cara estaba muy cerca. Pude oler el vino en su aliento, y algo más. Ozono y juventud. Su mirada ya no era solo de admiración. Era de hambre. Un hambre profunda y antigua que me reconoció, a pesar de todo.
—Eres hermosa —susurró, y su voz era un trueno lejano.
Y entonces se lanzó. Me dio un beso. No fue un beso de nieto. Fue un beso de hombre. Un beso húmedo, exigente, que me robó el aire y me devolvió un fuego que creía extinto. Mis manos, por instinto, se levantaron para empujarlo.
—Thomas, no. Estás loco —dije, apartando mi cara. Su boca se movió a mi cuello, besando la piel sensible donde el pulso late desbocado. —Somos familia.
—La familia es un concepto obsoleto, Shannon. Un accidente genético. Tú y yo somos lo único que queda real. —Su voz era un rugido contenido. Se lanzó sobre mí, cubriendo mi cuerpo con el suyo. Pesado, joven, implacable.
Mis nudillos se apoyaron en su pecho, un intento patético de detenerlo. —No, esto no puede ser. Está prohibido. Es inmoral.
Él rio, un sonido bajo y áspero contra mi piel. —¿Inmoral? ¿Tú, la mujer que desafió la paradoja del tiempo, me hablas de moralidad? No hay moral, solo poder. Y deseo. Y te deseo.
Sus manos recorrían mi cuerpo, ya familiar con su geografía, pero ahora con una intención diferente. Una intención de conquista. Me sentía como Eva, sí, pero no en una jaula. En el jardín, y la serpiente tenía la cara de mi nieto. Una serpiente de quince años con un cuerpo de dios y un conocimiento del universo que me aterraba. Mi moralidad, mi pudor, eran armas de otro mundo. Inútiles. Débiles.
—Thomas, por favor… —mi voz era un susurro roto, pero ya no sabía si estaba pidiendo que parara o que no se detuviera nunca.
Él se detuvo. Se apoyó en sus codos, mirándome desde arriba. Su pelo caía sobre su frente, y sus ojos, dos pozos oscuros, me devoraban.
—¿Quieres que pare? —preguntó, y su voz tenía un tono especial como una honestidad que no le había visto nunca. —Dilo. Y pararé.
Y en ese momento, supe que no podría decirlo. Que no quería decirlo. Él era lo único que tenía. Mi carcelero, mi salvador, mi único ancla en este océano de tiempo perdido. Rechazarlo era hundirse por completo. Aceptar era quemarse en el infierno. Y yo, la astronauta, siempre me sentí más atraída por el fuego que por el agua fría.
La habitación se quedó en silencio. Solo el zumbido de la ciudad flotando fuera, y mi corazón, un tambor de guerra en mi pecho. Él esperaba. Dios, esperaba. La decisión era mía. La reliquia de museo tenía el poder de encender o apagar el futuro.
Simplemente dije: “No, no, Thomas. Necesito pensar”.
Las palabras salieron débiles, un susurro ahogado por el peso de su cuerpo sobre el mío. No fui una heroína. No lo empujé con fuerza ni le di una bofetada cinematográfica. Fui una coneja paralizada por los faros de un coche, esperando el impacto. Él se levantó de encima de mí con una agilidad que me resultó insultante. No había frustración en su rostro, solo una… pausa. Como un programa que ha encontrado un error y espera una nueva instrucción.
“Así que piensa”, dijo, y su voz era neutra, fría como el mármol del suelo. Se vistió y salió de la habitación, dejándome desnuda, temblando, con el sabor a vino y a traición en los labios.
El distanciamiento fue un glacial silencio de unos días. Él no desapareció, no, eso habría sido un alivio. Simplemente se volvió invisible. Estaba en la casa, lo sentía. Su energía alteraba la presión atmosférica de mis estancias. Pero ya no se sentaba a mi lado a ver las estrellas.
La sociedad fuera era un laberinto que me provocaba vértigo. Las pocas veces que salí, sola, con el permiso tácito de Thomas expresado en el simple hecho de no haber bloqueado la puerta, me sentí como una alucinación. La gente se movía con una fluidez antinatural, sus ojos a veces perdidos en la nada, conectados a quién sabe qué interfaz. Los edificios no parecían construidos, sino crecidos. Thomas me lo había explicado, con la paciencia que se tiene a un niño: “Es el síndrome de las épocas, Shannon. Tu cerebro está anclado en un paradigma de perspectiva lineal. Esto te desorienta”. Me sentía mareada, sobrepasada. En mi otra vida visité Japón y me pareció radicalmente diferente, un choque cultural fascinante. Pero aquello era un juego de niños comparado con este futuro de cristal y silencio.
Thomas era mi única ancla. Mi único mapa en este territorio desconocido. Y la corriente nos estaba separando. La soledad se convirtió en un peso físico, una manta húmeda y fría que me ahogaba. Me encontraba a mí misma caminando desnuda por el apartamento, no por costumbre o por su mandato, sino porque necesitaba sentir algo, el aire en mi piel, el frío del suelo, cualquier cosa para recordarme que todavía existía.
Una noche, mientras pintaba una acuarela inútil de un océano que ya no recordaba bien, él entró. No dijo nada, solo se quedó de pie, observándome. Sentí su mirada como una caricia física en mi espalda desnuda.
No pude más. Tenía que romper el hielo, aunque fuera para ahogarme en el agua helada que había debajo.
—No quiero problemas, Thomas —dije sin mirarlo, mi voz temblando ligeramente—. Pero no podemos. Somos familia. Tu eres mi nieto.
Él dio un paso hacia mí. —La familia es una etiqueta, Shannon. Un ancla semántica de una época muerta. Tu eres mi propiedad —Sus palabras no eran un grito, eran dulces dardos de razonamiento puro y duro, casi indiscutibles.
Se acercó a la mesa y dejó algo. Un poliedro de cristal, negro y perfectamente liso. Brillaba con una luz interna, como conteniendo una galaxia.
—Tú lección de historia ha llegado —dijo, y se retiró de nuevo, dejándome sola con mi obra de arte y aquel enigma geométrico.
Lo tomé con manos temblorosas. La superficie era lisa, pero en cuanto mi piel la tocó, el mundo se desvaneció. Ya no estaba en el apartamento. Flotaba en un torrente de información, un océano de datos que se vertía directamente en mi mente. No era como ver una película, era como vivirla.
Vi el futuro. Vi mi presente. Y comprendí.
Vi cómo, solo cincuenta años después de mi partida, la humanidad ya había podido combatir la vejez y el noventa por ciento de las enfermedades genéticas. Setenta años después, los bebés eran concebidos libremente, sin restricciones, pero debían pasar por una “limpieza” genética en la que los defectos eran eliminados quirúrgicamente en el embrión. Vi a la familia, esa institución que yo conocía, desmoronarse, decayendo hasta convertirse en un formalismo contractual. El matrimonio existía, sí, pero con contratos de veinte años renovables, como si se tratara de una suscripción a un servicio.
Ochenta años después de mi helado sueño, la ciencia no solo detenía la vejez, sino que la revertía a un estado biológico óptimo de veinte años. La evolución de la sociedad era exponencial, una cascada de cambios que mi cerebro apenas podía procesar. Cien años después, las parejas debían pedir permiso para concebir por la sobrepoblación. El contrato matrimonial, de opcional, se redujo a cinco años opcional. Las parejas eran intercambiables, desechables, como un electrodoméstico.
Y entonces, el cataclismo. Un virus del espacio, un viajero inesperado en una nave de suministros, mató a casi la mitad de la humanidad. Los mejorados genéticamente, los “puros”, salieron ilesos. Se prohibió el viaje de humanos al espacio; ese trabajo, como casi todos los demás, fue asumido por los robots. La crisis sembró el pánico y el vacío. Y en ese vacío, una nueva filosofía creció como un hongo venenoso: una corriente que predicaba la supremacía del hombre gana adeptos y espacio político, volviéndose preponderante gracias a la crisis social post-virus. Se veía beneficiada con la crisis existencial de una gente que vivía demasiado, sentía demasiado poco.
Ciento diez años después, la expectativa de vida del hombre pasó a ser de trescientos años. Pero la eutanasia se convirtió casi en un sacramento, un rito de paso para aquellos que no estaban preparados para el cambio exponencial, para la eternidad. Aquellos que se negaban a instalarse una interfaz de conexión, como yo, sufrían de “fatiga mental”, un agotamiento del alma que los llevaba a elegir el olvido.
Y por último, la pieza final de este puzle macabro. Ciento treinta años después de mi despedida, coincidiendo con el inicio oficial de la “sociedad de pasatiempos”, se documentaron las primeras parejas endogámicas. No por perversión, sino por pura estadística: la carencia de mujeres ( el virus tuvo preferencia por las mujeres ) y el hecho de que los sobrevivientes de la pandemia espacial fueran gente con la misma base genética, una élite cerrada. A nadie le importaba. El mundo vivía un individualismo siniestro, cada uno encerrado en su burbuja de percepción. Y para evitar crímenes pasionales, disputas por bienes tan escasos, la mujer fue declarada jurídicamente propiedad del hombre. No esclava, se aclaraba en los textos legales que vi flotar ante mis ojos, sino una especie de matrimonio de dependencia total, una posesión que podía ser transferible a otros hombres mediante un complejo sistema de transacciones. Y no era el caso de todas las mujeres, las había libres, claro, pero eran como diamantes en un mar de carbón. Yo… yo no era libre. Yo era una reliquia encontrada, una rareza sin precedentes.
Fue demasiado para mí. El diamante se me cayó de la mano y rompió mi concentración. El torrente se cortó de golpe. Volví a estar en la habitación, desnuda, temblando, con el acrílico de mi océano fracasado secándose en el papel. Mi moralidad, mis valores, todo el edificio de mis creencias se había desmoronado. “No podemos, somos familia”. ¿Qué significaba esa frase en un mundo donde la “familia” era un concepto arqueológico? ¿Qué peso tenía la palabra “incesto” cuando la propia ley te consideraba una “propiedad transferible”?
El shock emocional fue un golpe seco, un mazazo que no me dejó sangrar, me dejó entumecida. Caí de rodillas en el suelo frío, el cuerpo blanco y vulnerable bajo la luz clínica del apartamento. La información era un veneno que se había propagado por mi sistema nervioso, reescribiendo mi código ético a la fuerza. Yo era un error de formato. Un documento del siglo XXI abierto en un sistema operativo del XXIII. Y mi antivirus, mi conciencia, se había quedado obsoleto.
Pasé horas así, en el suelo, sin moverme. No lloraba. Los lagrimas parecían un lujo, una reacción de otra persona. Yo solo procesaba. Razonaba. La sociedad no se había vuelto loca. Se había vuelto eficiente. La familia, la monogamia, el apego… eran ineficientes. Generaban conflictos, desechos emocionales, gasto de energía. La nueva sociedad había podado esas ramas para crecer más alta, más fuerte. Y yo, con mis ideas anacrónicas del amor y el respeto, era un hongo parásito en el tronco de un árbol de acero.
Thomas me encontró así. No dijo nada. Se arrodilló a mi lado, y su presencia, antes un ancla, era ahora la de un depredador que ronda a su presa herida. Me pasó una mano por el pelo, un gesto que antes era de consuelo y ahora era de… inspección. De propiedad.
—Ahora entiendes —dijo. No era una pregunta.
Asentí, con la mejilla pegada al suelo frío. Mi moralidad no se había roto. Se había evaporado.
Los siguientes dias fueron un lento desfile de rendición. Pero yo no cedía. No del todo. Era una batalla de desgaste. Él probaba mi resistencia con toques, con palabras, con su mera existencia. Y yo, aunque no era de piedra, me aferraba a los últimos vestigios de la “abuela” que había sido. Había una conexión afectiva con él, un lazo forjado en la soledad y el extrañamiento que no podía negar. Era mi familia, mi sangre, mi único interlocutor. Y esa era la verdadera tortura.
Y entonces, noté que los encuentros de roce se multiplicaban. O quizás era que ahora los veía. Antes eran accidentes. Ahora eran declaraciones. Una mano que se deslizaba por mi cintura al pasar. Un pecho que se apretaba contra mi espalda cuando me alcanzaba un vaso. Sus dedos “accidentales” rozando la curva inferior de mi glúteo cuando me ayudaba a levantarme. Mi cuerpo, que se había acostumbrado a la desnudez como a una segunda piel, ahora reaccionaba a cada estímulo. Mis pezones se ponían duros con su sola proximidad. Un calor se me instalaba en el bajo vientre, una humedad incómoda que me delataba. Eran reacciones de un animal, no de una comandante de la NASA.
El cambio más evidente, más obsceno, fue su erección. Empezó a andar con una erección constante. No la ocultaba. ¿Por qué iba a hacerlo? Al principio me molestó, me pareció una vulgaridad, una agresión. Cada vez que mis ojos, por accidente, se topaban con su miembro erecto, ondulante bajo la fina tela de sus pantalones o, con mayor frecuencia, libre y soberbio en su desnudez habitual, sentía una mezcla de rabia y… fascinación. Era una manifestación cruda de poder, de deseo. Un falo de quince años, duro como el acero, apuntando hacia mí como el aguja de una brújula. Era una declaración de sus intenciones, un faro de su lujuria que se encendía cada vez que yo entraba en la habitación.
Los días pasaban en esa tensión palpable. Thomas hablaba en doble sentido, sus palabras un juego de seducción constante.
—Esta acuarela está muy húmeda, abuela —me dijo un día, su mirada fija en mis pechos—. Necesita que la seque con cuidado, con movimientos suaves.
Otro día, mientras practicaba con una katana holográfica en el salón:
—Elige tu arma con sabiduría. Una buena hoja debe ser larga, dura y capaz de penetrar cualquier defensa. Como la mía —dijo, y sus ojos se clavaron en mi entrepierna.
Pero también me ayudaba. Respondía a mis dudas, me explicaba la física cuántica con paciencia de santo, me conseguía partituras de música que yo creía perdida. Era ese caballo de Troya de bondad lo que me desarmaba. Este monstruo que me deseaba también se preocupaba por mi bienestar. ¿Cómo luchar contra eso? Para intentar calmar al “niño”, para canalizar su energía en algo que no fuera mi cuerpo, tuve una idea pésima.
—Thomas, deberías aprender a cocinar —le propuse una mañana, mientras los dos tomábamos un líquido nutritivo en la cocina. Yo estaba, como siempre, desnuda, sintiendo el aire frío en mis pechos.
Se rió. —¿Cocinar? ¿Esa alquimia primitiva? ¿Para qué, si la síntesis es perfecta?
—Porque es un arte. Es imperfecto. Es humano —respondí, sin darme cuenta de lo mucho que le estaba abriendo la puerta.
Él aceptó. Como si aceptara un reto. Y claro, como todo lo hacíamos, lo hicimos desnudos. Y eso terminó siendo, como había anticipado mi subconsciente, una idea terriblemente errónea.
La cocina se convirtió en un campo de minas de proximidad. La estretchez del espacio, el calor, los movimientos sincronizados… era un caldo de cultivo para el roce. Le enseñaba a picar cebollas, y su cuerpo se pegaba al mío para “ver mejor”. Sus genitales, cálidos y semierectos, se presionaban contra mis nalgas. Me quedaba quieta, respirando hondo, intentando concentrarme en el cuchillo y no en el latido que sentía contra mi piel.
—La clave está en el movimiento de la muñeca —decía yo, con la voz rota—. Firme pero delicado.
—Tengo mucha muñeca —susurraba él en mi oreja, y su aliento me helaba el cuello.
Le enseñé a amasar masa para pan. Sus manos, fuertes y expertas, presionaban la masa húmeda y blanca. Y yo solo podía pensar en esas mismas manos amasando mis pechos, mi culo, mi sexo.
—Tiene que estar elástica y húmeda, Shannon. Que resista pero que ceda —dijo, mirándome a los ojos mientras hundía sus dedos en la masa con un sonido obsceno. Yo me sentía como esa masa. Blanca, pasiva, esperando ser modelada, dada forma, horneada.
Un día, derramé aceite de oliva sobre mi pecho. Fue un accidente, un torpe gesto de mi parte. Antes de que pudiera reaccionar, él estaba allí. Con un paño, pero sin usarlo.
—Déjame —dijo, su voz un murmullo grave. Y entonces me lamió. Su lengua, caliente y áspera, recorrió la curva de mi seno, recogiendo el aceite. Un escalofrío eléctrico recorrió toda mi espina dorsal. Mis rodillas casi ceden. Me agarré a la encimera, sintiendo cómo mi clítoris pulsaba, un grito silencioso pidiendo más. Fue la primera vez que un placer tan puro y directo me atravesó en este nuevo siglo. Me sentí sucia y viva.
—Es mejor aceite en tu piel que en la sartén —dijo, con una sonrisa de depredador satisfecho.
Yo no dije nada. Solo me aparté, temblando, y me fui a duchar. En el baño, bajo el agua caliente, me toqué. Mis dedos se deslizaron hacia mi sexo, húmedo no por el agua. Me masturbé con rabia y necesidad, imaginando su lengua, sus manos, su falo. Llegué al orgasmo con un sollozo ahogado, una mezcla de placer y culpa que me dejó vacía. Era una presa ideal, sí.
Una tarde, mientras intentaba leer, un libro físico que me había conseguido, de papel y olor a polvo, él se acercó por detrás. Sentí su calor antes que su toque. Sus manos se posaron en mis hombros, un masaje que era a la vez relajante y una posesión.
—Estás tensa, Shannon —murmuró, sus pulgares presionando los músculos de mi cuello. Me incliné hacia adelante, inconscientemente, y sus dedos descendieron por mi espalda, trazando mi columna vertebral como si leyera un mapa. Su respiración era caliente en mi nuca. Y entonces se inclinó y me besó. Otra vez. No fue un beso arrebatado, sino un beso lento, profundo, que reclamaba una respuesta. Mis labios se abrieron bajo los suyos casi sin querer, una rendición muscular.
Mi mano subió, pero no para empujarlo. Fue un gesto débil, una palmada en su pecho. —No, Thomas —susurré contra su boca—. Eso no está bien.
Se separó un poco, su frente contra la mía. Sus ojos, dos pozos de obsidiana, me perforaban. —¿Por qué no? ¿Por el arcaísmo de “abuela”? ¿O porque tienes miedo?
—Eres un niño —dije, mi voz un hilo. Era mi último baluarte, mi única verdad defendible. —Te he visto. Con esas erecciones… andando por toda la casa. Eso te delata. Eres un cachorro excitado.
El no se inmutó. Una media sonrisa se dibujó en sus labios. Una sonrisa que decía que mis palabras no lo herían, solo lo entretenían. —Un cachorro excitado, quizás. Pero uno perfectamente apto. Te he demostrado que mi conocimiento es enciclopédico. La teoría no me falta.
Empecé a jugar. Una luz roja de alarma parpadeó en algún rincón de mi cerebro, pero la ignoré. Era una rendición disfrazada de desafío. Si este era mi destino, si esta jaula de oro era mi única opción, al menos gobernaría los barrotes. Vamos a ver cómo reacciona al juego.
—La teoría es para los libros, Thomas —dije, mi voz ganando un filo que no sabía que poseía. Me di la vuelta para mirarlo de frente, mi pecho rozando el suyo. —Hay mucho más, hay la práctica, la experiencia… seguro que nunca te has masturbado.
Su parpadeo fue casi imperceptible, pero lo vi. Una fracción de segundo de vacilación. —No he tenido una motivación real —respondió, rápido, demasiado rápido. —La estimulación sin un objetivo es un desperdicio de energía biológica.
—Eso te delata —reí, una risa baja y un poco amarga. —Eso te delata como un pendejo. Un niño asustado que esconde sus juguetes.
Me miró, y vi algo nuevo en sus ojos. No solo lujuria. Un desafío. —Y si lo hiciera ahora —dijo, su voz un murmullo grave que vibró en mi sexo— ¿Entonces sería un adulto para ti?
Mi corazón martilleaba contra mis costillas. Mi estrategia estaba funcionando, y el éxito me aterrorizaba. Lo había llevado a mi terreno, un terreno de manipulación y control psicológico que él, con toda su lógica y datos, no comprendía del todo. —A ver —dije, arriesgándolo todo. —Hazlo. Quiero ver. Demuéstrame que no eres solo un niño con un manual de instrucciones.
El desafío flotó entre nosotros, denso como el aire antes de una tormenta. Por un instante, creí que lo había vencido en su propia partida, que había logrado humillarlo. La soberbia de mi pequeña victoria duró apenas el tiempo que tardó su mano en descender hacia su entrepierna.
No dudó. No se ruborizó. Simplemente actuó. Su mirada se clavó en la mía, y sus dedos se cerraron alrededor de su miembro, ya erecto, pulsando con vida propia. Me estaba mirando. Usando mi imagen, mi cuerpo, mi desafío como combustible. Sus movimientos eran rápidos, frenéticos, sin gracia ni técnica. Era la masturbación de un adolescente desesperado, puro instinto sin control. Vi la tensión subir por su abdomen, cómo sus músculos se tensaban. Fue brutalmente rápido. Antes de que pudiera procesar la escena, un espasmo sacudió su cuerpo y un chorro de semen caliente salpicó el suelo de mármol a mis pies.
Treinta segundos. Si tanto.
Me quedé quieta, mirando el charco blanco y brillante a mis pies, y luego subí mi mirada hacia él. Estaba jadeando, con los ojos desenfocados, abrumado por la fuerza de su propia explosión. Se veía vulnerable, agotado.
—Es muy rápido —dije, mi voz gélida, cortante como un bisturí. —Lo que demuestra que todavía no eres apto. Es… patético.
La palabra lo hirió. Vi cómo la hería en sus ojos. Se irguió, ofendido, pero sin fuerzas para replicar. Su erección se había desvanecido, dejándolo desnudo en su fracaso.
—Entonces, hazlo tú —gruñó, la voz rota por la rabia y el aliento.
Una sonrisa cruel se curvó en mis labios. Ahí estaba. Mi verdadero poder. No en la negación, sino en el control. —Las mujeres lo hacemos de otra forma, Thomas. Es más… lento. Un arte. Pero puedo ayudarte.
Y por primera vez, mi mano se cerró sobre su piel. No fue una caricia. Fue una toma de posesión. Él se tensó bajo mi toque, su carne viva y caliente en mi palma. Empecé a mover mi mano con un ritmo que yo conocía, un ritmo que aprendí en mis viejos veintes, explorando mi propio cuerpo en noches solitarias en Houston. No era rápido. Era deliberado. Un apriete suave en la base, un deslizamiento lento hacia el glande, un pulgar que rozaba el frenillo. Usé mi propia saliva como lubricante, un gesto íntimo y obsceno que lo hizo gemir.
Thomas se desmoronó. Su cabeza cayó hacia atrás, su cuerpo se entregó a mi voluntad. Era un instrumento y yo la músico. Sentí su poder temblar en mi mano, sentí cómo se acercaba al borde, cómo sus caderas empezaban a moverse al compás de mi mano. Justo cuando sentí que estaba a punto de estallar, me detuve. Esperé. Dejé que la tensión bajara un poco. Y luego empecé de nuevo. Más lento.
Estaba jugando con él. Jugando con su cuerpo, su orgasmo, su mente. Y estaba ganando. Cuando finalmente le permití llegar al clímax, su eyaculación fue más larga, más profunda, un torrente que parecía no terminar. Se derrumbó de rodillas, completamente vencido, sin palabras.
Me limpié la mano en una toalla, con una indiferencia que no sentía. Por dentro, mi corazón era un pájaro enjaulado, aterrorizado y exaltado a la vez. Me retiré a mi habitación, y por primera vez en meses, cerré la puerta con llave. Y me reí. Una risa quieta, histérica. Era tan fácil. Por ahora.
Durante los siguientes días, la dinámica cambió. Thomas volvió a la carga, pero su táctica era diferente. Ya no era un acosador sutil. Era un exhibitionista desesperado. Se masturbaba frente a mí en los momentos más inesperados. Mientras yo leía en el sofá, oía su jadeo y lo veía, con la mirada fija en mí, su mano moviéndose furiosamente. Mientras me duchaba, entraba y lo hacía, su reflejo en el cristal empañado era una silueta de lujuria y desafío. Era un espectáculo constante, una bombardera de pornografía en vivo destinada a romper mi resistencia.
Pero mi resistencia no se rompía. Se adaptaba. Me planteé que podría ralentizarlo, pero no evitarlo. Su cuerpo me pertenecía ahora, y su placer era mi marioneta. Su error, su inocencia, era que tenía un ritmo demasiado vehemente, demasiado ansioso. Quería correr hacia la meta sin disfrutar el paisaje. Era un niño corriendo a por el helado sin darse cuenta de que podría saborearlo más lentamente. El chico sincronizado parecia totalmente desfasado con esta experiencia.
*El tiempo se convirtió en mi nuevo campo de batalla. Cada día, era el mismo ritual. Él me encontraba, totalmente desnudo como siempre, y comenzaba su espectáculo, buscando mi aprobación con los ojos. Y yo, con una paciencia que me asustaba a mí misma, lo guiaba.
—Más lento, Thomas. Piensa en el número pi. Calcula decimales. No dejes que tu cuerpo te domine.
Y él obedecía. Con el paso del tiempo, empezó a aguantar más. Los treinta segundos iniciales se convirtieron en un minuto, luego en cinco. Hasta que un día, jadeando, con el cuerpo cubierto de un brillo de sudor, anunció con un orgullo de matemático:
—Diez minutos, Shannon. Diez minutos y diecisiete segundos.
No pude evitar sonreír. No era una sonrisa burlona. Era una sonrisa de… fascinación. Me sorprendía este niño tan seguro de sí mismo, un ser que aplicaba la misma lógica a la resistencia sexual que a la física teórica. Pero esa seguridad, esa certeza absurda, empezó a excitarme. Era la confianza de un dios inexperto, la de alguien que creía que todo podía ser dominado con la fuerza de voluntad. Y yo era la única que sabía que estaba completamente a mi merced.
Para que no creyera que estaba ganando terreno, para recordarle quién dirigía la orquesta, le lancé una nueva vara.
—Ya puedes hacer algo más que solo mirar, niño —dije una tarde, mientras mi mano mantenía un ritmo tortuosamente lento sobre su miembro, húmedo y pulsante. —Puedes acariciarme los senos.
Él vaciló. Por primera vez, vi algo parecido al nerviosismo en sus ojos. No era miedo de mí, sino miedo a… no saber. Su mano izquierda, la que no estaba ocupada, se elevó temblorosa hacia mi pecho. Lo hizo un poco timidamente, sus dedos rozaron mi piel con una delicadeza reverencial. Al parecer, tenía como miedo causado por la excitación, el temor de romperme o de hacer algo incorrecto, como si mis pechos fueran frágiles artefactos de museo en lugar de carne y sangre.
—No vas a romperlos, Thomas —susurré, mi voz un poco más áspera de lo que pretendía. —Aprieta. Son míos.
Su mano se afirmó. Sus dedos se cerraron sobre mi pezón, ya duro, y una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo. Yo, que creía tenerlo todo bajo control, sentí cómo mi propia respiración se alteraba. Su torpeza era increíblemente erótica. No era la técnica experta de un amador, era el descubrimiento titubeante de un explorador en un continente virgen. Su pulgar comenzo a hacer círculos alrededor de mi areola, imitando un movimiento que sin duda había visto en algún archivo de datos. El efecto fue devastador.
—Así —jadeé, sintiendo el calor que se me acumulaba en el bajo vientre, una respuesta involuntaria que me desarmaba. —Sigue haciéndolo.
Él lo hizo, cada vez con más confianza, mientras mi mano seguía su danza en su sexo. Estábamos conectados. Una cuerda tensa de placer y control que se extendía entre nosotros, vibrando. Él miraba mi pecho como si contuviera el secreto del universo. Yo sentía su mano como si fuera la primera vez que alguien me tocaba con una intención que no fuera el consuelo o la posesión.
Y entonces, con un grito ahogado que mezcló mi nombre con una palabra sin sentido, él se vino. No fue una explosión. Fue una liberación, un torrente que parecía haber acumulado durante semanas. Su cuerpo se estremeció contra mí, y por un instante, mi propia disciplina se quebró. Un pequeño espasmo de placer recorrió mi cuerpo, un eco lejano de su orgasmo.
Cuando se terminó, se quedó recostado en mí, con la cabeza en mi pecho, escuchando mi corazón acelerado. Sentí su aliento caliente en mi piel.
—Un minuto y 20 segundos —dijo, su voz un murmullo somnoliento.
Lo empujé suavemente. —Vete a dormir, Thomas.
***
Los días siguientes se convirtieron en un ritual sagrado y profano. Dos veces al día, como si de unas medicinas se tratara, yo lo masturbaba. Ya no era un acto de desafío, sino una rutina de supervivencia. Mientras mi mano trabajaba en él, controlando su ritmo, llevándolo al borde y retrocediendo, sus manos exploraban mis pechos con una avidez que se volvía más experta cada día. Aprendió la presión exacta que me hacía gemir, el modo de pellizcarme los pezones para enviarme descargas eléctricas a la entrepierna.
Fuera de esos momentos, éramos… algo más. Él era una enciclopedia andante. Pasábamos horas hablando. Me explicaba la física de los agujeros de gusano, la estructura social de las colonias en Titán, la filosofía de los post-humanistas. Me leía poesía de autores que nunca había oído y que, sin embargo, me llegaban al corazón. Era imposible aburrirse con él. Su mente era un universo tan vasto y complejo como el que había dejado atrás.
Pero cada vez que terminaba su charla, cada vez que sus ojos se posaban en mi cuerpo con esa mezcla de cariño y propiedad, un escalofrío recorría mi espina dorsal. Mis pensamientos de mi moral antigua me asaltaban como fantasmas. ¿Qué estaba haciendo? Éste era el hijo de mi hijo, mi propia sangre. La culpa era un veneno lento que me corroía por dentro.
Él ya me lo había dicho, con una claridad escalofriante: “Tengo derechos sobre ti, Shannon”. Esa frase era mi jaula. La ley de esta nueva, brillante y terrible sociedad me daba a él, y yo no tenía otra más que seguir pa’ adelante, intentando no ahogarme en mis propias contradicciones.
Por el momento, Thomas se dejaba manejar.
Lo que más me molestaba, lo que rompía mi frágil armisticio conmigo misma, eran mis días de regla. A él no parecía importarle. De hecho, parecía tener una fascinación morbosa por ello. Quería que siguiera estando desnuda, que no me cubriera ni con una tela. “Es un proceso biológico natural, Shannon. No es suciedad. Es vida”, decía, con su lógica implacable. Pero para mí era mi último vestigio de intimidad, mi último refugio, y él quería exponerlo como si fuera una pieza de museo.
De vez en cuando, una gota de mi sangre caía sobre el mármol blanco o sobre el suelo. Aunque no tenía que limpiarlo jamás, los robots de limpieza, pequeñas esferas silenciosas que se deslizaban por la casa, aparecían al instante. Pero la mancha existía por un segundo. Era un recordatorio sangriento de mi feminidad, de mi cuerpo que mutaba, y de su impotencia por experimentarlo.
Thomas siempre hacía intentos por oler mi sexo durante esos días. Se acercaba sigilosamente, como un animal olfateando una presa, mientras yo leía o dibujaba. Intentaba introducir su cara entre mis piernas, pero yo las cerraba con fuerza. “Déjame olerlo”, susurraba, su voz áspera de deseo. “Necesito conocer tu olor en todos tus estados”. Yo me negaba. Era mi único “no” que todavía funcionaba. Era mi línea roja.
Hasta que un día, la cruzó.
Estaba pintando, una acuarela torpe que intentaba capturar la melancolía de la lluvia a través de la ventana. Él se acercó, como siempre, y observó cómo mis piernas, ligeramente abiertas, dejaban pasar un hilo rojo.
—Deberías usar eso para pintar —dijo, su voz tranquila, como si sugiriera un nuevo color. —En lugar de acuarelas. Tu propia sangre. Sería… auténtico.
Me quedé helada. La ira, fría y afilada, me recorrió. Me di la vuelta y lo miré a los ojos.
—¿Te parece eso divertido? ¿Degradado? —dije, mi voz peligrosamente baja. —¿Quieres que pinte con mi menstruación para que te excites, niño asqueroso?
—No es degradado. Es biológico. Es la sustancia que nutre un posible embrión. Es el principio de todo. Quiero ver tu arte creado con tu esencia.
Su respuesta era tan escalofriantemente lógica que me desarmó. No era una perversión lo que le movía, sino una curiosidad científica y artística llevada al extremo. Y eso era mucho más aterrador.
A partir de ese momento, todo avanzó como un tren sin frenos. El tiempo de resistencia sexual de Thomas se alargó de forma vertiginosa. En quince días, pasó de los dos minutos a casi media hora. Cada sesión de masturbación era una maratón en la que yo era la entrenadora y él el atleta que superaba sus propios récords. “Veinticinco minutos y cuarenta y tres segundos”, anunciaría, jadeante pero triunfante. “veintiocho minutos”. Ya no necesitaba mi guía del todo, solo mi presencia, mi cuerpo como catalizador.
Y un día, después de una de esas sesiones que me dejaron el brazo dolorido, lo dijo.
—Duchémonos juntos.
No lo pidió. Lo afirmó. Miré su cuerpo, fibroso, con los músculos marcados por un entrenamiento que yo no conocía. Su pene, erecto una vez más, latía contra su abdomen. Yo estaba desnuda, como siempre, sintiendo el aire frío en mis pezones y la humedad entre mis piernas, una mezcla de mi excitación y el recuerdo de la suya. ¿Qué diferencia había, realmente? Él ya me veía así todos los días. Ya me tocaba, ya le daba placer.
—De acuerdo —dije, y mi voz sonó extrañamente tranquila.
En este punto, sabía que lo demás era inevitable. Cada puerta que cerraba, él la abría con una nueva llave. Mi resistencia era inútil. Entonces, tomé una decisión. Prefería aceptarlo, tomarlo como un noviazco, o algo así, antes que seguir resistiéndome y ser destrozada en el proceso. Si mi cuerpo era suya, al menos intentaría poseer su mente.
La ducha fue una rendición. El agua caliente cayó sobre nosotros, un velo que no ocultaba nada. Vi su cuerpo bajo el vapor, vi cómo sus músculos se movían mientras me pasaba el jabón. Sus manos, que ya no eran torpes, recorrieron mi espalda, mis hombros, mis nalgas. Frotó mi sexo con la palma, no para darme placer, sino para limpiarme, y el gesto fue tan íntimo y tan posesivo que un gemido se escapó de mis labios.
Terminé la ducha rápido, casi saliendo corriendo. Secé mi piel con una fuerza innecesaria, como si pudiera frotar su tacto, su presencia. Él me observó, sin decir nada, su pene todavía erecta, un desafío silencioso.
Al día siguiente, durante el desayuno, lo anunció. No como una pregunta, sino como un hecho.
—Cuarenta y cinco minutos. Mi umbral de resistencia y control es ahora del 98.7%. Según todos los parámetros biométricos, ya soy apto.
Me quedé con un trozo de fruta a medio camino de la boca. Cuarenta y cinco minutos. Era imposible. Intuí, con una certeza que me heló la sangre, que había hecho lo que temía. Descargado a su cerebro algún manual de sexología avanzada, un tratado sobre control tántrico, o quizás lo había simulado todo en su cabeza, una billones de veces hasta perfeccionarlo. No era un niño aprendiendo. Era una máquina que se actualizaba.
Y si él era apto, significaba que yo ya no era necesaria. Mi rol de entrenadora, de controladora, se había terminado, ahora el siguiente paso seria ser su mujer. Perdería la iniciativa. Perdería la única ventaja que tenía. El pánico, frío y afilado, me clavó en el estómago. Tenía que subir la apuesta. Tenía que aumentar la excitación a un nivel que su programación no pudiera manejar.
Esa tarde, cuando vino a mí, con su mirada de costumbre y su cuerpo esperando, lo detuve antes de que se tocara.
—No hoy, Thomas —dije, mi voz más segura de lo que me sentía. —Hoy te toca a ti esperar.
Me arrodillé lentamente sobre el suelo de mármol frío. La sensación de dureza bajo mis rodillas, mi vulnerabilidad, me envió una oleada de calor y miedo. Él me miró, confundido. Mi mano lo rodeó, como tantas otras veces, pero esta vez no comencé el ritmo habitual. En su lugar, me incliné y lo atrapé entre mis senos.
—Oh, Dios… —susurró él.
La visión de mí, de rodillas, con mis pechos presionando su miembro, fue demasiado para el niño-dios. Aprieté mis mamas alrededor de su carne caliente y comencé a moverme. La textura de su piel contra la mía, la cabeza de su pene apareciendo y desapareciendo en el valle de mi pecho, era obscena y poderosa. No tardó mucho. Fue una explosión repentina, violenta. Un grito gutural se escapó de su garganta y un chorro de semen caliente y espeso me salpicó los senos, el cuello, y una gota me alcanzó en la comisura de los labios.
Hacía mucho tiempo que no estaba en contacto así con el semen. A pesar de haberlo masturbado con las manos, había sido más como ordeñarlo, como una tarea clínica. Pero esto… esto era diferente. Era su marca sobre mi piel.
Me quedé así, de rodillas, sintiendo cómo su líquido se enfriaba sobre mi piel. Cerré los ojos. Me sorprendí a mí misma. Reconocí, en la parte más oscura y hambrienta de mi ser, que me gustaba. Me gustaba la textura pegajosa, el olor salado y casi dulce, la sensación de haberlo desbordado completamente.
No me atreví a probarlo. Nunca lo hice, ni siquiera con mi marido. Siempre me mantuve al margen de eso, como si fuera un puente que no debía cruzar. Siempre me ha aterrado adentrarme más en el sexo, sentirlo sin filtros, sin defensas. Es un mundo caótico y peligroso donde se pierde el control. Y yo siempre he necesitado el control. Pero mirando la mancha blanca en mi piel, esa certeza se tambaleó.
Miré hacia arriba, desde mi posición de rodillas, y vi su desesperación por mi aprobación. Un nuevo juego se abría ante mí.
—Todavía no estás apto, chiquitín —dije, mi voz un murmullo burlón que se aferraba al poder. —Te falta aguante. Mucho.
Él parpadeó, desconcertado. Su victoria se había convertido en derrota. La lógica que dominaba el universo había fallado ante mi capricho.
Algo comenzó a cambiar dentro de mí. Un cambio sutil, peligroso. Empecé a encontrar atractivo a Thomas. Realmente atractivo. No solo como un instrumento para mi supervivencia, sino como un hombre. Un niño, sí, pero uno con una intensidad que desgarraba el aire. De vez en cuando, cuando sonreía de una forma torpe, o cuando se concentraba en explicarme algún concepto complejo, veía un eco de mi difunto marido. En su stubbornness, en su seguridad absoluta, a veces veía el fantasma de mi propio padre. Era una mezcla incestuosa y aterradora, una ensalada de prohibiciones que me revolvía el estómago y me humedecía el sexo a la vez. Jamás pensé, en mis peores pesadillas, que estaría en esta situación: siendo el objeto de deseo y un experimento sexual para un niño de quince años que era mi nieto.
La barrera de la privacidad, una muralla ya muy erosionada, se derrumbó por completo un día. Estaba en el baño, sentada en el inodoro, la única puerta sin cerradura que me quedaba. El sonido de mi orina golpeando el agua era el único sonido en la habitación, un sonido vulgar, real, y mío.
La puerta se abrió. Era Thomas, totalmente desnudo, por supuesto. Se apoyó en el marco, con los brazos cruzados, observándome. No había lujuria en su mirada, sino una curiosidad intensa, casi científica.
—Sal —dije, mi voz tensa, sintiendo cómo mi vejiga se contraía por el pánico. —Ahora.
Él no se movió. —Es mi derecho, Shannon. Mi propiedad, tengo derecho a observar todas sus funciones biológicas.
—Thomas, por favor —susurré, sintiéndome humillada, expuesta como nunca. Pero tenía tantas ganas, una presión física que no podía contener. Le di la espalda lo mejor que pude y terminé. El sonido pareció durar una eternidad.
Cuando me levanté, él todavía estaba allí. —Siempre he deseado verlo. Es uno de los procesos fundamentales. La conversión de líquidos en desechos. Es hermoso.
Mi hermosura se sentía como una vergüenza. —Mírame todo lo que quieras —dije, secándome con brusquedad. —Pero esto es lo único. Lo demás, cuando estoy en el inodoro, es privado. ¿Entendido?
Él asintió, como si fuera una concesión razonable. —De acuerdo. Solo eso.
Me marché con la cabeza baja. Había cedido otra vez. Pero la rendición se estaba convirtiendo en mi segunda naturaleza.
Días después, tras otra sesión de masturbación en la que lo había llevado al borde tres veces antes de permitirle el clímax, estábamos tumbados en el sofá, mi cabeza sobre su pecho, escuchando su corazón acelerado. La atmósfera era extrañamente íntima.
—Te estoy dando buenos reportes —dijo él de repente, rompiendo el silencio.
Me incorporé, confundida. —¿Reportes? ¿De qué hablas?
—De tu adaptación. La autoridad central me asignó tu caso. Eres una reinsertada. Como tu existencia es… anómala, tu estancia en este mundo es condicional. No tienes ciudadanía. Oficialmente, sigues muerta. Tu reinserción definitiva en el sistema depende de cómo te comportes.
Me quedé sin habla. Las piezas del puzzle encajaban con un chasquido espantoso. Él no era solo mi carcelero. Era mi evaluador. Mi parol. Mi futuro dependía de sus informes.
—Yo… —empecé, pero las palabras no salían.
—He informado que tu progreso es excelente —continuó él, impasible. —Que colaboras activamente, que muestras una increíble plasticidad psicológica. Que tu integración es un modelo de éxito.
Claro que lo era. ¡Si había disfrutado como no imaginaba! La ironía me golpeó como un puñetazo.
Así que eso era. Todo se reducía a esto. Un informe. Mi cuerpo, mi sumisión, mi aprendizaje a fuerza de caricias y semen, todo era para calificar en una prueba que no sabía que estaba haciendo. Y el niño de quince años, el niño-dios con una erección perpetua, era mi único juez.
No pude evitar una sonrisa amarga. —Supongo que de lo caliente que te tengo, es normal que te dé buenos reportes —dije en voz alta, sin poderlo evitar. —No querrás que se acabe la diversión, ¿verdad, niñato?
El me miró con una franqueza que me desarmó por completo. —Tú tienes ambas cosas. Calidez y pasión. Y eso es lo que me vuelve loco.
—Desde el primer momento en que vi tu imagen holográfica, supe que eras especial. Y cuando llegaste, cuando te vi moverte, respirar… me sentí conmovido por tu hermosura. Era como si una pieza de arte antigua, con todas sus imperfecciones, cobrara vida en mi mundo de líneas perfectas.
Sus palabras, dichas con una poeticidad que no le esperaba, cayeron sobre mí como un bálsamo y un veneno. No era solo lujuria. Era algo más complejo, más profundo. ¿Podría ser… afecto? ¿Podría un niño como él sentir algo que no fuera puramente hormonal o intelectual?
Me sentía perdida. Atrapada en una paradoja erótica y existencial. Mi carcelero me deseaba. Mi evaluador parecía admirarme. Ambos eran una sola persona, mi nieto.
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