Él estaba ahí desde hacía más de una hora, recostado contra una columna metálica en la sala de llegadas, con ese aire de hombre que jamás parece incómodo en ningún sitio. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, un pecho ancho, sólido, de torso grande que parecía desbordar incluso bajo la camisa clara que se había puesto con todo el cuidado del mundo y ganas de dar una buena impresión. La barba —espesa, morena salpicada de canas, algo desordenada pero más o menos cuidada — le daba ese aspecto de lobo de visita en ciudad ajena. Sus ojos oscuros, atentos detrás de sus gafas de montura negra, iban y venían del tablero electrónico a las puertas automáticas. Esperaba, y en esa espera había un hambre contenida de meses, de años.
Alejandra apareció entre la multitud como una herida luminosa, mágica, con ese andar inseguro y liviano de quien todavía no se acostumbra a poner el cuerpo en un suelo desconocido. Era alta, delgada, con una fragilidad que parecía inventada, de caderas estrechas, casi adolescentes, pechos breves apenas insinuados en su blusa multicolor, la piel bronceada y el cabello muy negro y rizado cayéndole en un desorden tímido sobre los hombros. Llevaba un pantalón sencillo, cómodo para un vuelo transoceánico, azul oscuro, que no escondía nada pero tampoco exhibía; más bien parecía abrazarla, seguir la línea quebradiza de sus largas piernas. Su rostro —ojos enormes, brillantes, casi incrédulos, boca carnosa, dientes muy blancos con brackets, linda y atlántica— buscaba entre la multitud con una urgencia contenida, como si temiera tanto encontrarlo como no hallarlo.
Y entonces le vio.
Se detuvo en seco, apenas un segundo, como si el mundo se hubiera encogido hasta quedar reducido a esa figura barbuda plantada frente a ella. Él no se movió de inmediato; la observó venir hacia él como un animal en acecho, dejando que la tensión se estirara hasta casi volverse insoportable. Luego, con un gesto lento, casi burlón, abrió los brazos, sonriendo.
Ella no pudo evitar correr. No era una carrera veloz, ni torpe, sino un fluir de zancadas emocionadas y llenas de sobresaltos, hasta que sus pasos la lanzaron contra él como si toda la espera, toda la distancia, toda la carne que se habían negado durante meses de palabras escritas, de llamadas furtivas, de fotografías y videos incontables se resolviera en ese preciso choque.
Él la atrapó, envolviéndola con sus brazos, alzándola apenas, como si pesara lo mismo que un pajarito, que una bufanda, que un suspiro. Su rostro se hundió en el cuello de ella, respirándola con una brusquedad que no era solo ternura, sino necesidad. Ella temblaba, y en ese temblor había tanto resquemor como deseo.
—Eres aún mas preciosa en persona —murmuró él, la voz grave, rasposa, rozándole la piel con sus labios, con su aliento.
Alejandra intentó responder, pero no salió nada. Sólo un jadeo, casi un sollozo apenas audible, manojo de nervios mientras sus dedos se aferraban a la tela de su camisa.
Él se echó a reír, bajo, casi con crueldad.
—Dios… eres más flaquita de lo que imaginaba.
Ella levantó la cabeza para mirarlo. Había un brillo húmedo en sus ojos, una mezcla de vergüenza y desafío, de afecto, de orgullo, de alegría.
—Y tú… —su voz era frágil pero firme, como una cuerda tensa— …eres más grandote, osito.
Él sonrió, enseñando un destello de dientes.
El abrazo se alargó más de lo que permite la urbanidad de un aeropuerto. La gente pasaba, esquivándolos, algunos miraban con fugaz incomodidad, otros con una sonrisa involuntaria. A ellos nada los tocaba.
Cuando al fin se separaron un poco, él la sostuvo por los hombros, como examinándola.
—Estás guapísima, más que en las fotos. —Su mano descendió apenas, sin pudor, siguiendo la línea de su brazo hasta la muñeca. La sostuvo ahí, firme—. Y caliente, eso lo noto ya.
Ella bajó la mirada, ardiendo. Sus mejillas eran un incendio, y rio nerviosamente.
—No digas esas cosas aquí…
Él la obligó a mirarlo, levantándole suavemente la barbilla con dos dedos.
—¿Aquí? ¿Y dónde sí?
El silencio entre los dos fue una cuerda tensa. Alrededor, el aeropuerto era un zumbido de maletas, anuncios metálicos, pasos rápidos. Pero entre ellos no había más que el roce de la piel, el olor del viaje impregnado en la ropa de ella, el calor de los cuerpos pegados demasiado pronto, demasiado cerca.
Él le tomó la maleta sin preguntar, con un gesto natural de apropiación.
—Vamos.
Ella le siguió, aún temblando, como si cada paso la hundiera más en una promesa oscura que llevaba tanto tiempo deseando cumplir.
*
El coche les esperaba en el aparcamiento, un compacto azul que parecía un escondite más que un vehículo. Él abrió la puerta trasera para guardar la maleta como si fuera un trofeo conquistado y, sin darle tiempo a pensar, le indicó con un gesto desenvuelto que subiera al asiento del copiloto. Ella obedeció, torpe, todavía con el cuerpo electrificado del primer abrazo.
Cuando él se sentó a su lado y cerró la puerta, el espacio se volvió insoportablemente estrecho. La cabina se llenó del olor de él, y del aroma dulce, especiado, casi infantil, que traía ella en la piel, una fragancia ligera mezclada con el cansancio del vuelo. Dos mundos encerrados en la misma caja de metal.
Él arrancó sin decir palabra, una mano firme en el volante, la otra descansando sobre su propio muslo, demasiado cerca de la frontera de ella.
El silencio era denso, y sin embargo no era vacío. Era un silencio lleno de respiraciones, de miradas robadas. Ella clavaba los ojos en la carretera, rígida, pero cada tanto desviaba la vista hacia su perfil: la mandíbula fuerte bajo la barba, los labios rosados entreabiertos en una mueca de concentración, el cuello grueso y pálido que parecía invitar a una mordida.
Él sonrió, sin apartar la vista de la carretera.
—Me estás mirando.
Ella se sobresaltó, giró el rostro hacia la ventana.
—No…
—Claro que sí. —Su voz era grave, burlona, casi un zarpazo—. ¿Quieres que conduzca más despacio para que me estudies mejor?
Ella no respondió. Bajó los párpados, apretó las manos en su regazo. Él extendió su brazo y le apretó el muslo con una naturalidad brutal, como si ya le perteneciera. El contacto fue un incendio. Ella contuvo el aliento, su cuerpo entero se tensó, y a la vez noto que los huesos se le volvían espuma de mar.
—Relájate. Ya estás aquí…—Su voz era calmada, casi tierna, pero con un filo que no admitía réplica.
Ella tragó saliva, y sonrió.
—No me hago a la idea todavía…
Él apretó apenas, sus dedos hundiéndose en la tela de su pantalón.
—Pues ya por fin estamos los dos. Juntos.
El coche avanzaba entre luces anónimas, pero dentro todo era piel, calor y vértigo. Ella dejó escapar un suspiro, breve, roto, que le hizo sonreír de nuevo.
-Sí… por fin… tenía tantas ganas …
Su voz se suavizó, aunque seguía cargada de deseo.
—Eso quería escuchar.
Ella le miró entonces, por primera vez sin apartar los ojos. Había en su rostro un temblor, pero también una especie de desafío.
—Eres más grande que en las fotos… un muñecote.
Él rio, un sonido hondo que llenó el coche.
—Y tú, una pequeña gatita mentirosa.
—¿Por qué?
—Porque no estás asustada —Giró la cabeza apenas, lo suficiente para clavarle una mirada que la atravesó—. Estás ardiendo.
Alejandra no respondió, pero el rubor en su cara, el leve movimiento de sus muslos bajo su mano, lo confirmaban todo, junto con la quemazón deliciosa en su entrepierna. Él retiró la mano despacio, como quien suelta una cuerda tensa, y volvió a posar los dedos en el volante.
—No voy a tocarte más… —dijo con calma—. No hasta que me lo pidas.
La frase quedó suspendida en el aire, como una amenaza y una promesa. Ella cerró los ojos un instante, respirando hondo, intentando no naufragar en ese vértigo, sintiendo su estómago burbujear y una tibieza de hormigas correr por sus muslos. Afuera, la ciudad pasaba como un espejismo, irrelevante. ¿Qué más daba su nombre, su paisaje?
Dentro, el coche era ya un territorio carnal, un campo de batalla contenido donde las palabras eran más punzantes que cualquier roce.
*
El restaurante era pequeño, casi secreto, con luces bajas que hacían que todo el mundo alrededor pareciera un decorado borroso. La mesa para dos estaba junto a la ventana, donde el reflejo de ellos se mezclaba con las luces de la calle. Él tiró de la silla para que ella se sentara primero, con un gesto que mezclaba cortesía y control.
—Vas a desmoronarte sobre esa silla si sigues temblando así —dijo, con la voz grave, afilada, divertida.
Ella sonrió débilmente, rozándole la mano mientras tomaba asiento, mirándolo todo con sus ojos enormes de color café brillando como dos estrellas gemelas.
—No es temblor, es… anticipación.
—Ah, claro. —Él arqueó una ceja y sonrió, consciente del doble filo de la palabra—. ¿Anticipación o temor?
Alejandra se encogió de hombros, mordiendo un labio, con expresión entre pícara y divertida.
—Puede que ambas cosas.
Él le hizo un gesto con los dedos como invitándola a explicarse, pero no había presión. Solo curiosidad y complicidad.
—Tú nunca dices las cosas directamente. Eso es lo que más me gusta de ti.
Ella rodó los ojos, fingiendo fastidio, pero había una chispa rebelde en ellos.
—Porque si dijera todo, no habría misterio… ni travesura.
—Ni resistencia —. La sonrisa de él se ensanchó. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo, lento, deliberado. Cada gesto era un mensaje que solo ella podía leer— Y me encanta ver hasta dónde puedes resistirte antes de ceder.
Ella tragó saliva, consciente del calor que le subía por el cuello, y de la dureza repentina de sus pezones arañando la tela de su sostén.
—Ya veremos cuánto puedo resistirme esta noche.
El camarero llegó con las bebidas. Él levantó la copa de vino tinto, y ella hizo lo mismo con su refresco de cola, el cristal rozando apenas el suyo, provocando un pequeño chispazo de electricidad.
—Por nosotros —dijo él, y el tono era una mezcla de broma y declaración solemne.
—Por nosotros —repitió ella, y en su voz había una emoción casi imperceptible.
Comieron despacio, entre bocados y silencios cargados. Él la miraba con atención, como si cada gesto, cada palabra, fuera un mapa secreto.
—¿Te acuerdas cuando nos conocimos por primera vez? —preguntó, con la cabeza inclinada hacia ella, voz baja.
Su risa fue un sonido corto y dulce.
—¿Quieres que sea honesta?
—Siempre. —Su sonrisa se volvió un filo.
—Quería conocer a aquel canalla encantador que contaba sus anécdotas, tan arrogante, insoportable… y atractivo.
Él soltó una carcajada breve, un sonido bajo y profundo que hizo que se estremeciera.
—Y no te equivocabas en ninguna de las tres cosas, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza, mordiendo el labio otra vez.
—Tal vez un poco menos en la primera. Pero descubrí algo… mejor.
Los postres llegaron, dulces y untuosos. Él tomó un pedazo de chocolate y lo acercó a sus labios con la punta del tenedor, rozándolos apenas.
—¿Sabes lo que esto me recuerda? —murmuró—. A tus labios, suaves, perfectos, imposibles de resistir…
Ella tragó saliva, sonrojada, apartando el tenedor con una risa nerviosa.
—Estás provocándome, lo sabes.
—Es parte del plan. —Su voz grave rozó su oído mientras se inclinaba un poco—. Si esto es solo la cena, no quiero ni imaginar lo que vendrá después.
Ella cerró los ojos un instante, un escalofrío recorriendo la espalda.
—Déjame soñar un poco, por favor…
—Soñar está bien —dijo él, con un gesto lento, como quien marca territorio—. Pero recuerda, los sueños a veces se cumplen.
Terminada la cena, caminaron de regreso al coche. Cada roce de manos, cada risa compartida, estaba cargada de electricidad. La complicidad era un juego que sólo ellos entendían: coquetería ligera, confesiones veladas, y la certeza de que la noche estaba a punto de transformarse en algo irrepetible.
*
La puerta del hotel se cerró con un golpe seco detrás de ellos. Fue él quien la empujó dentro, sin soltar la maleta, sin dejarle tiempo a mirar nada. La habitación era un decorado anodino —paredes claras, cama inmensa, cortinas pesadas—, pero ninguno de los dos lo vio. Sólo existía el otro.
Él la arrinconó contra la pared, sus manos grandes enmarcando su rostro frágil. La besó sin preámbulos, una embestida de labios y lengua que la desarmó en un segundo. Ella respondió con torpeza y sed, como si todo su cuerpo se hubiese estado preparando para ese momento. El beso fue brutal y tierno a la vez: mordidas leves, respiraciones entrecortadas, saliva compartida.
—Ale… —murmuró él contra su boca, sin pedir permiso.
Ella temblaba, pero no retrocedía, y la levantó del suelo sin esfuerzo, sujetándola por debajo de los muslos. Ella se aferró a su cuello, con las piernas enredadas en su cintura. Sintió su erección, dura, implacable, presionando contra el centro de su vestido, y gimió bajito, con vergüenza y necesidad. Esa verga que había visto en fotografía, que había soñado y ambicionado en sueños, la sentía gruesa, caliente, enorme.
Él la llevó así hasta la cama y la arrojó sobre el colchón, con una mezcla de violencia y adoración, una pasión primitiva y febril. Ella quedó tendida, delgada, vulnerable, preciosa, y le miraba con un brillo que mezclaba miedo y devoción.
Él se quitó la camisa de un tirón, mientras ella se quitaba los pantalones, retorciéndose. Su torso desnudo, ancho, cubierto de vello oscuro, se arqueaba como una promesa de fuerza. Ella le observó con la respiración entrecortada, como si por fin viera al hombre real detrás de todas las palabras e imágenes que habían compartido a distancia.
Se inclinó sobre ella, la despojó de la ropa interior con ademanes bruscos, y la dejó desnuda bajo su mirada. Sus dedos recorrieron su piel frágil: piel morena, vientre plano, caderas estrechas, los pechos pequeños, duros, perfectos, con dos pezones como dos bombones de cacao amargo. La besó allí, primero con delicadeza, luego con hambre, mordisqueando el contorno de un pezón hasta arrancarle un gemido roto, lamiendo y chupando con deleite juguetón.
—Te soñé así tantas veces —susurró, con la voz rasgada—. Y ahora estás aquí, ardiendo en mis manos.
Ella arqueó la espalda, los dedos hundidos en las sábanas, jadeando y gimiendo.
—Ay papi… hazme tuya.
Él bajó entonces, besando el camino de su vientre, hasta que abrió sus piernas con sus manos grandes, como si partiera en dos una fruta en sazón, admirando su coño cubierto de vello, cerrado, recogido, empapado. Sin dudarlo se hundió en ella con la boca, sin contemplaciones, lamiendo y devorando como un hombre sediento, pasando su lengua una y otra vez por sus labios, por su coñito, por su clítoris inflamado y sensible. Ella gritó, se retorció, incapaz de contener el temblor de su cuerpo. Cada movimiento de su lengua y sus labios era un golpe eléctrico que la dejaba sin aire.
Él se detuvo apenas para mirarla, el rostro húmedo, los ojos brillando de deseo y ternura oscura.
—Me vuelves loco.
Alejandra quiso responder, pero otro gemido ahogado la cortó cuando su lengua volvió a jugar con su centro, provocando oleadas de calor y un cosquilleo incontenible que amenazaba con deshacerla, mientras el bebía de ella. El orgasmo la sacudió como una descarga, breve, feroz, aullante, dejándola exhausta y más viva que nunca.
Entonces él se incorporó, desabrochó el cinturón y liberó su erección, imponente. Ella miró su miembro con un asombro tembloroso, mordiendo su labio inferior. Él se inclinó sobre ella, la besó otra vez, y sin demorarse colocó su verga entre sus labios y con un movimiento fluido de cadera entró despacio, desgarrando la espera de años en un solo instante.
-Papiiiii…. -El primer empuje la hizo gritar, no de dolor sino de plenitud.
Él la tomó con fuerza, hundiéndose en su estrechez como si quisiera marcarla desde adentro, sin misericordia. Sus cuerpos chocaban, se reconocían, sudor contra sudor, carne contra carne, piel con piel. El ritmo fue brutal y dulce al mismo tiempo, golpes profundos intercalados con besos largos, con susurros de amor entre jadeos.
-Ay… ay…más… más… – Alejandra sentía su vientre lleno, su coño rebosando, todo su centro palpitando de placer.
En un momento, él la giró, poniéndola boca abajo, sus caderas breves alzadas, tras azotar sus nalgas carnosas, firmes, apretándolas con pasión salvaje, la penetró desde atrás otra vez, más bestial mas feroz, más hondo, mientras le sujetaba el cabello con una mano. Ella gimió, sometida y feliz, entregada en cada fibra de su ser.
-Ay dios mío… ay dios mío papiii…
Se sintió temblar de nuevo, se sintió escuchó suplicar sin palabras, y él empujó y embistió con sus caderas, golpeando sus muslos, sus nalgas, su pelvis desde atrás, explorando sin pausa, poseyéndola entera, hasta que ella explotó otra vez, perdida en un torbellino de placer y rendición, sometida, agotada, consumida de lujuria y deseo.
Al final, exhaustos, quedaron abrazados en la cama, los cuerpos enredados, sudorosos, latiendo aún al mismo compás. Él la cubrió con sus brazos enormes, la besó en la nuca, y susurró contra su piel:
—Dime que no te irás.
Ella sonrió, apenas audible, con los ojos cerrados.
—Nunca, mi amor. Nunca.
Y se quedaron ahí, dos animales enamorados, oscuros, saciados y hambrientos al mismo tiempo, respirando el uno dentro del otro como si el mundo fuera únicamente ese cuarto, antes de que él la tomara una vez más, lento, firme, dominante, dueño de su placer y de su cuerpo.
*
La habitación estaba en penumbra. Apenas el resplandor de la ciudad se colaba entre las cortinas, dibujando sombras largas sobre las paredes. Ella yacía boca abajo, todavía agotada, con el cuerpo húmedo de sudor y cansancio. Él, a su lado, no dormía. La miraba en silencio, como si estudiara cada curva, cada temblor, como si el cuerpo frágil de ella fuera un territorio que aún le faltaba por conquistar.
Le acarició la espalda con la palma entera, lentamente, desde los hombros hasta el nacimiento de las nalgas. Ella se estremeció, encogiéndose un poco.
—¿Otra vez…?—susurró, con un hilo de voz, y una sonrisa trémula.
Él sonrió en la oscuridad.
—Aún no has visto nada —susurró él, apenas audible, con la voz rota por la fatiga y el deseo intacto.
Ella cerró los ojos. Una corriente helada le recorrió la espalda: miedo y expectación enredados. Sabía que lo decía en serio, porque lo habían hablado tantas veces…. Sabía que todavía quedaba territorio por explorar, y que ese territorio estaba en la frontera de lo que siempre había temido.
Ella giró la cabeza, lo miró con los ojos muy abiertos. Había en su mirada tanto miedo como curiosidad.
—Me duele todo.
Él la besó en la sien, despacio, como quien calma a un animal asustado.
—Lo sé. Pero todavía tienes algo para mí.
Ella tragó saliva. Su corazón golpeaba fuerte, tan fuerte que creía que él podía sentirlo con sólo apoyarle la mano en el pecho.
—¿Qué más quieres?
Sus dedos grandes recorrieron la línea de su espalda hasta el hueco de sus caderas, deteniéndose allí como quien reconoce una frontera. Ella se tensó, un escalofrío inmediato, un instinto de resistencia que la atravesó por completo.
—Quiero tu culo, Alejandra.
Ella cerró los ojos. La frase se le quedó grabada, como un sello. Sintió que no tenía escapatoria, y sin embargo no deseaba escapar.
—Tengo miedo, mi dueño… ya sabes lo que… —admitió, sin terminar la frase.
Él inclinó la cabeza, le mordió el hombro suavemente.
—Bien. Eso significa que estás despierta.
Ella gimió, un sonido corto, mezcla de protesta y rendición.
—Ay osito…
—Relájate —. La interrumpió con voz baja, firme. No había enojo en sus palabras, sólo certeza— Respira.
Su mano la acarició con calma, rozando la curva de sus nalgas, acariciando con lentitud casi insoportable. Cada segundo de espera era un tormento. Ella apretó los dientes, tensa como una cuerda.
—Confía en mí —dijo él otra vez, más cerca, su boca contra su oído—. Te voy a llevar despacio.
Ella hundió el rostro en la almohada, temblando.
—¿Me va a doler…?
Él se detuvo un instante, respirando hondo, como si también luchara contra su propia urgencia. La besó en la espalda, en la nuca, en el hueco de la oreja.
—Escúchame. Va a doler al principio. Pero luego vas a querer más.
Ella levantó la cara, con los ojos húmedos.
—¿Y si no?
Él la miró fijamente, sin apartar la vista de la suya.
—Entonces me detengo.
Ese juramento silencioso la desarmó. Con un gesto tembloroso, asintió.
—Está bien.
Lo siguiente fue un despliegue de paciencia feroz. Ella, boca abajo sobre la cama, los brazos abrazando la almohada, respirando con lentitud mientras él la observaba con atención. Sus nalgas eran perfectas, suaves y tensas al mismo tiempo, un territorio frágil y prohibido que lo atraía con urgencia contenida.
—No te muevas —dijo él con voz grave, firme, segura—. Respira y déjame guiarte.
—De verdad vas a… —su voz tembló, apenas audible—, ¿ahí?
—Sí —respondió él, sin titubear.
Con manos firmes y precisas, empezó a recorrer su piel, deslizando sus dedos y masajeando con cuidado sus cachetes, disfrutando de la suavidad firme de sus carne, abriéndolas y cerrándolas, midiendo cada reacción, cada estremecimiento. Con calma, su lengua seguía la línea de su espalda, bajando lentamente, encendiendo un fuego oscuro que se mezclaba con miedo y deseo.
—Aah… —jadeó ella, arqueando ligeramente la espalda cuando sintió de repente el húmedo tacto en su ano—. Es… diferente…
—Shh… tranquila… – susurró él, apoyando su labios contra su culito diminuto, cerrado, con algunos plieguecitos de piel quebrando su simetría de estrella de mar. El paladeó su sabor salado, único, mientras con la punta de su lengua trazaba espirales de saliva sobre su culo. Con paciencia, con cuidado, lo fue ensalivando, saboreando, relajando, y aplicó el lubricante transparente con concienzuda lentitud.
Finalmente se incorporó, y colocó su verga, grande y dura como nunca, bien embadurnada de crema, sobre su esfínter, que se contraía como queriendo ocultarse. Susurró en su oído palabras bajas y firmes, que la obligaban a respirar y a confiar, recordándole que todo sería lento, que él la llevaría a sus límites con cuidado. Cada roce, cada presión, cada gesto era un juego de dominio y entrega, un pacto silencioso que los unía en ese territorio prohibido, intenso y crudo.
—Es… —dijo ella, entre jadeos—, extraño y… no sé, excitante…
—Eso es lo que quiero escuchar —dijo él con voz baja, dominante pero mesurada—. Cada sensación es tuya y mía, y no vas a olvidarla.
Él la guiaba con calma, probando, jugando a dilatar el pequeño hoyito, retirándose, volviendo, sin forzarla del todo. Cada mínimo avance arrancaba de ella un gemido entrecortado, mitad resistencia, mitad rendición. Ella apretaba las sábanas con los dedos, arqueaba la espalda, se retorcía bajo él.
—Más despacio… —suplicaba.
—Así está bien. Respira conmigo. —Él mantenía el control, marcando el ritmo como si cada movimiento fuese parte de una ceremonia oscura.
El dolor estaba ahí, punzante, innegable. Pero poco a poco, como él había prometido, empezó a mezclarse con otra cosa: un calor subterráneo, un placer extraño, distinto, que la hacía estremecerse de un modo nuevo, a medida que su verga entraba muy lentamente muy gradualmente, abriéndola, partiéndola como nunca pensó que podría.
Ella le miró por encima del hombro, con el rostro enrojecido, los labios entreabiertos.
—Me estás rompiendo la cola papi…
Él sonrió, jadeando, el rostro encendido de sudor.
—No. Te estoy rehaciendo, gatita.
Ella gimió, un sonido largo, involuntario, que la sorprendió tanto como a él. Sus ojos se abrieron de golpe cuando finalmente toda su verga resbaló dentro, áspera, dura, implacable.
—Dios mío papii…
—Eso es. Déjame entrar, y déjame salir…
Una vez dentro, palpitando, latiendo, él sacó su verga muy muy despacio, mientras su ano se cerraba sobre ella como un cepo. Sin sacarla del todo él volvió a entrar hasta el fondo, provocando sus gemidos entrecortados y sus protestas, y poco a poco el ritmo fue aumentando muy gradualmente, con violencia contenida. Y en ese vaivén ella se quebró. Primero unas pocas lágrimas, después gemidos más hondos, y finalmente cuando alcanzó el clímax, fue distinto a todo lo que ella había experimentado jamás: un orgasmo oscuro, crudo, que la arrastró como una corriente subterránea, dejándola sin aire ni palabras. Gritó, literalmente gritó, con dos lágrimas calientes que le rodaron por las mejillas y un torrente de fuego recorriendo su espina dorsal
Él la besó en la espalda, con una ternura inesperada.
—Ya eres mía, Ale… —le dijo.
Quedó temblando bajo él, exhausta, llorando y riendo al mismo tiempo.
—Siempre lo he sido… —susurró, con la voz rota.
Él la abrazó desde atrás, aplastándola contra su pecho húmedo, y ella, cerrando los ojos, se dejó hundir en el calor de su abrazo y en la voraz dureza de su verga que entraba y salía de su culo con fuerza, hasta terminar con un gemido mitad rugido y mitad gruñido, sintiendo cada gota de su semen que invadió su recto a chispazos, mientras él empujaba más fuerte, hasta vaciarse en ella.
Alejandra sabía que había cruzado un umbral del que ya no podría volver atrás.
*
El amanecer se colaba a través de las cortinas mal cerradas, tiñendo la habitación de un gris azulado. Ella se revolvió bajo las sábanas con un gemido, enterrando el rostro en la almohada. Todo su cuerpo era un solo ovillo de placer acumulado. Cada músculo le recordaba la batalla de la noche.
Él estaba despierto, sentado en la orilla de la cama, con el torso desnudo, mirándola. La barba desordenada, los ojos hinchados por la falta de sueño, pero con esa calma soberbia de los hombres que han conquistado algo irrevocable. La miró moverse, frágil y entumecida, y sonrió con malicia.
—¿Vas a poder sentarte hoy? —preguntó, con su sonrisa pícara.
Ella levantó apenas la cabeza, con el pelo hecho un desastre y las mejillas todavía enrojecidas. Lo fulminó con una mirada que quería ser reproche, pero se quebró en una sonrisa temblorosa y entregada.
—Eres un animal…
Él soltó una risa ronca.
—Lo dijiste anoche, unas cuantas veces. Entre gritos.
Ella lo golpeó débilmente con una almohada, que apenas le rozó el hombro.
—No me recuerdes eso…
—¿Por qué no? —Él se inclinó hacia ella—. Nunca escuché a nadie gemir así. Estabas perdida.
Ella se tapó la cara con las manos, muerta de vergüenza y de risa.
—Ay… me da pena…
Él le apartó las manos con suavidad, besándola en la frente.
—Sí. Pero también te gustó.
Ella no contestó de inmediato. Lo miró con seriedad, con ese brillo vulnerable en los ojos que siempre aparecía después de las tormentas.
—Me gustó. Como si me hubieras abierto en dos.
Él acarició su cabello, lento, con una ternura inesperada.
—Eso era lo que quería: abrirte. Que no quede un rincón donde no seas mía.
Ella suspiró, cerrando los ojos.
—Ya no queda ninguno.
Hubo un silencio lleno de complicidad. Luego ella se rio, bajito, como una niña traviesa.
—Pero te advierto que no voy a poder caminar bien hoy.
Él rio también, una carcajada profunda que llenó la habitación.
—Perfecto. Que todos sepan lo que pasó anoche.
Ella lo golpeó otra vez, ahora más fuerte, entre risas.
—¡Noooo! ¡Eso sí que me da penitaaa…!
Él la atrapó, rodando sobre la cama, sujetándola debajo de su cuerpo enorme. La besó con hambre renovada, aunque esta vez no había urgencia brutal, sino ternura cómplice. El sexo ya no era guerra, era un idioma privado, un juego secreto en el que sólo ellos dos podían hablar.
—Eres mi adicción —murmuró él, con una seriedad repentina.
Ella lo miró fijamente, el gesto suavizado por la sonrisa.
—Entonces estamos perdidos, porque tú eres la mía.
Y se abrazaron otra vez, riendo, sabiendo que lo de la noche anterior había sido más que sexo: había sido un pacto oscuro y luminoso a la vez, un contrato firmado con sudor, lágrimas y gemidos, del que ya no había escapatoria.
*
La mañana avanzaba lenta, como si el mundo entero hubiera quedado resacoso de la noche que ellos habían vivido. Bajaron juntos al comedor del hotel. Ella caminaba con paso torpe, disimulando mal la incomodidad, y él, a su lado, no hacía el menor esfuerzo por ocultar su sonrisa satisfecha.
Pidieron café, pan, fruta, mermelada, bollos. Pero cada gesto —el cuchillo cortando la mantequilla, la taza llevada a los labios— estaba cargado de insinuaciones invisibles. Ella le miraba con reproche fingido, bajando la voz:
—Si sonríes así, la gente va a notar algo.
Él le sostuvo la mirada, con esa calma felina que la desarmaba.
—Que lo noten. Me da igual.
Ella bajó la vista, ruborizada, y mordió un trozo de pan con fuerza. El simple hecho de masticar le provocó una punzadita de dolor que le arrancó una risa involuntaria. Él la observó, apoyando la barbilla en su mano, como si estuviera contemplando un milagro.
Después caminaron por la ciudad, entre calles anónimas, escaparates y ruido de coches. A ojos de los demás eran una pareja más: un hombre grande y barbudo al lado de una mujer frágil y preciosa. Pero dentro de ese andar cotidiano vibraba la memoria de la noche, un idioma secreto. Sus miradas eran cuchillos, sus roces en las manos eran incendios.
En un semáforo, ella se apoyó en su brazo, todavía temblando de todo lo vivido.
—No sé cómo voy a sobrevivir a esto —confesó, medio en broma, medio en serio.
Él inclinó la cabeza hacia ella, casi rozando su oído.
—No vas a sobrevivir. Vamos a arder juntos.
Ella cerró los ojos un instante, como si esas palabras fueran una sentencia y una bendición.
Siguieron caminando. El mundo giraba a su alrededor: gente con prisa, niños corriendo, turistas tomando fotos. Pero para ellos, todo era otra cosa. Cada paso estaba cargado de lo que habían sido capaces de hacer en la oscuridad de una habitación anónima.
No había futuro claro, ni promesas dichas. Sólo un presente absoluto, brutal, que los devoraba a cada instante.
Él la tomó de la mano, por primera vez en público, sin reservas. Ella apretó los dedos con fuerza, sonriendo apenas. Y en ese gesto quedó todo dicho: la fragilidad y la fuerza, el miedo y la entrega, el amor como un pacto oscuro que apenas comenzaba.
La ciudad les tragó en su ruido, pero ellos caminaban como dos sobrevivientes de un incendio que sólo ellos podían ver, con la certeza de que lo mejor todavía estaba por venir.
FIN
Por Schizoid