Cuidados intensivos

Cuidados intensivos

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El apartamento de Clara y Ernesto respiraba soledad. Las paredes, pintadas en un gris neutro que alguna vez prometió elegancia, ahora parecían absorber la luz en lugar de reflejarla. Los muebles, acumulaban una fina capa de polvo en sus esquinas, como si el tiempo se deslizara sobre ellos sin dejar huella. Era un espacio impecable, frío, casi como una fotografía de revista: perfecta, pero sin vida.

Clara, de treinta y cinco años, solía recorrer esos pasillos en silencio, sus pies descalzos hundiéndose levemente en la alfombra de lana que Ernesto había comprado en uno de sus viajes. “Es suave, como tú”, le había dicho entonces, con una sonrisa que ya no recordaba. Ahora, el comercial pasaba más tiempo entre aeropuertos que entre sus brazos, y las llamadas se habían convertido en breves intercambios de excusas. “Estoy cansado, Clara.” “Otro día, mi amor.” “No puedo, tengo reunión.” Las palabras se repetían como un mantra vacío, hasta que dejaron de doler y se convirtieron en algo peor: costumbre.

Las noches eran lo más difícil. La cama ancha y vacía parecía expandirse en la oscuridad, dejando un abismo entre sus cuerpos. Ernesto dormía de espaldas, respirando con la regularidad de un hombre que ya no luchaba contra el insomnio, mientras Clara se arrebujaba en su lado, fingiendo que el calor de su propia piel era el de él. A veces, se preguntaba cuándo había dejado de importarle. O peor: si alguna vez le había importado.

Hasta que la vida, irónica y cruel, decidió intervenir.

La llamada llegó un martes por la tarde, mientras Clara remojaba una bolsita de té en una taza que ya había perdido su calor. Era el hospital. Idelfonso, el padre de Ernesto, un exmilitar viudo de setenta y dos años, había sufrido un colapso. “Necesita cuidados constantes”, le explicó la enfermera al otro lado de la línea. “No puede quedarse solo.”

Ernesto, atrapado en un viaje de negocios en Frankfurt, solo atinó a balbucear una disculpa antes de delegar la responsabilidad en ella. “Será temporal, mi amor. Solo hasta que se recupere.” Pero Clara, que había aprendido a leer entre las líneas de sus promesas, supo de inmediato que aquello no sería cuestión de semanas.

Y así, una tarde lluviosa, Idelfonso cruzó el umbral de su casa.

El hombre que entró no era el anciano decrépito que Clara había imaginado. Alto, con la espalda aún recta pese a los años, llevaba su edad como un uniforme: con orgullo. Sus manos, callosas y marcadas por décadas de servicio, agarraban con firmeza el bastón que apenas necesitaba. Su pelo, entrecano y corto al rape, olía a colonia barata y a algo más profundo, terrenal: sudor antiguo, mezclado con el aroma del tabaco negro que aún fumaba a escondidas.

—Gracias por esto, hija —murmuró, con una voz ronca.

Ella asintió, pero no pudo evitar notar cómo sus ojos, de un verde casi metálico, la recorrieron de arriba abajo. No con lujuria, no aún. Pero con algo más peligroso: curiosidad.

***

Las mañanas en la casa adquirieron un ritmo nuevo, íntimo y cargado de una tensión que Clara no se atrevía a nombrar. El ritual comenzaba siempre igual: el sonido del agua caliente llenando la bañera, el vapor empañando los azulejos del cuarto de baño y el leve quejido de Idelfonso al despojarse de su bata, moviéndose con la torpeza de un cuerpo que ya no era joven, pero que aún conservaba la sombra de una fuerza pasada.

Clara se acercaba con una toalla enrollada en las manos, fingiendo una compostura que no sentía. El aire entre ellos era denso, como si cada respiración arrastrara consigo palabras no dichas.

—No hace falta que me laves, hija —murmuraba él sin quitarse los calzoncillos, evitando su mirada mientras se hundía en el agua, las rodillas emergiendo como islas huesudas bajo la superficie.

Pero ella insistía, mojando una esponja y dejando que el jabón escurriera entre sus dedos antes de pasarla por su espalda. La piel de Idelfonso estaba marcada por cicatrices antiguas, surcos irregulares que contaban historias de batallas que Clara solo podía imaginar.

—Tiene que estar limpio —respondía ella, bajando la voz hasta convertirla en un susurro—Para evitar infecciones.

Él gruñía, pero no la detenía cuando sus dedos se deslizaban más allá de los hombros, hacia el pecho, donde el vello blanco se enredaba en gotas de agua. Clara sentía el calor de su cuerpo a través de la esponja, el latido acelerado bajo su palma cuando, por un instante, rozaba un pezón.

Un día, al secarle las piernas, la toalla se enredó en su cadera, tirando involuntariamente del pantalón de pijama que llevaba. Clara lo vio entonces: la sombra gruesa entre sus muslos, la forma inconfundible de una virilidad que, contra toda lógica, aún se mantenía firme. El corazón le golpeó las costillas como un animal enjaulado.

—Disculpe, suegro —murmuró, mordiéndose el labio inferior hasta casi dibujar sangre.

Idelfonso intentó cubrirse, pero era demasiado tarde. El aire se espesó, y en el silencio solo se escuchaba el goteo del grifo y la respiración entrecortada de Clara.

—No pasa nada —dijo él, pero su voz sonaba ronca, cargada de algo que no era vergüenza, sino advertencia.

Ella no apartó la mirada. Tragó saliva, sintiendo un pulso bajo su vientre, húmedo y caliente. Sabía que estaba cruzando una línea, pero el deseo, ahogado durante demasiado tiempo, era más fuerte que la razón.

—Déjeme terminar —susurró, y esta vez, sus dedos temblaron al pasar la toalla por su muslo, acercándose peligrosamente a aquella zona prohibida.

Idelfonso no protestó.

***

Clara notaba el peso de cada mirada que Idelfonso le lanzaba cuando creía que ella no lo veía, desde ese incidente. Sus ojos, opacos por la edad, pero aún llenos de una chispa indomable, se posaban en la curva de su cintura, en el vaivén de sus caderas al moverse entre los fogones.

Ese día, el suegro se quejó más de lo habitual. Un dolor persistente le atenazaba la espalda baja, y cada movimiento lo hacía gruñir entre dientes.

—Debería acostarse— sugirió Clara, secándose las manos en el delantal, que resaltaba el volumen de sus pechos.

—No sirve de nada— refunfuñó él, ajustándose en la silla con evidente incomodidad.

Ella lo miró, sintiendo un latido acelerado en las venas. La idea se formó en su mente antes de que pudiera detenerla.

—Podría… darle un masaje. Aliviaría la tensión— dijo, casi en un susurro, como si las palabras pudieran quemarle la lengua.

Idelfonso alzó una ceja, sus ojos escarbando en los de ella, buscando una segunda intención. Clara aguantó la mirada, las mejillas encendidas, pero sin retroceder.

—Si no le molesta— añadió, mordiendo levemente el labio inferior.

Él no respondió, pero tampoco se negó. Era suficiente.

Clara se acercó, las manos temblorosas al tomar el frasco de aceite que guardaba en el armario. La botella resbaló entre sus dedos, y el líquido dorado se derramó un poco sobre su palma antes de que lograra controlarlo. El aroma a almendras dulces llenó el espacio entre ellos.

—Póngase cómodo— murmuró, indicando que se inclinara hacia adelante.

Idelfonso obedeció con un quejido, su camiseta holgada dejando al descubierto un parche de piel curtida en la base de su espalda. Clara inhaló hondo antes de posar las manos sobre él. El primer contacto fue eléctrico. Su piel era más áspera de lo que había imaginado, marcada por años de disciplina militar.

Sus dedos comenzaron a moverse en círculos firmes, hundiéndose en los músculos tensos. Idelfonso emitió un sonido gutural, una mezcla de alivio y algo más profundo, más oscuro.

—Aquí duele más— dijo él, guiando su mano unos centímetros más abajo, hacia la cintura de su pantalón.

Clara tragó saliva. El calor del aceite entre sus palmas se mezclaba con el sudor que empezaba a brotar en su propia nuca. Siguió sus instrucciones, descendiendo con movimientos cada vez más lentos, más deliberados.

—¿Aquí? — preguntó, rozando el borde superior del pantalón, donde la tela cedía ante la prominencia de sus caderas.

Idelfonso no respondió de inmediato. En lugar de eso, su respiración se volvió más pesada, más audible. Clara, impulsada por un arrebato de audacia, deslizó un dedo apenas por debajo de la tela, sintiendo el vello áspero y el calor que emanaba de su cuerpo.

Fue entonces cuando él la agarró. Su mano callosa cerró el puño alrededor de su muñeca con una fuerza que la hizo contener el aliento. No era un gesto de rechazo, sino de advertencia. De confirmación.

—Sabes lo que estás haciendo, ¿verdad, niña? — su voz era un rugido bajo, cargado de años de autoridad y una lujuria que ya no podía disimular.

Clara sintió el pulso acelerarse hasta el punto de casi oírlo. Su boca estaba seca, pero entre sus piernas, la humedad era imposible de ignorar.

—Sí— admitió, sin bajar la mirada. —Y quiero más.

El silencio que siguió fue denso, cargado de promesas impías. Idelfonso la estudió, sus ojos recorriendo cada centímetro de su rostro, como si buscara rastros de arrepentimiento. No los encontró.

Con un movimiento brusco, tiró de ella, acercándola hasta que sus cuerpos casi chocaron. Clara pudo sentir el calor de su aliento, el olor a tabaco y a hombre viejo, a experiencia y a deseo reprimido durante demasiado tiempo.

—Pues no digas después que no te lo advertí— gruñó, antes de cerrar la distancia entre ellos.

¿Esto es una locura?, pensó por un instante. No, no era una locura. Era hambre. Hambre de ser tocada, poseída, dominada.

Clara se arrodilló junto a la cama, fingiendo inocencia, pero sus ojos no mentían: ardían con deseo.

Idelfonso no era hombre de palabras innecesarias. Con un movimiento brusco, agarró el cuello de la bata y la apartó, dejando al descubierto sus pechos generosos, pesados, con los pezones oscuros y erectos, deseando ser tocados.

—¿Esto es lo que querías, niña? —gruñó, escupiendo sin ceremonia sobre su pezón izquierdo antes de hundir su boca sobre él.

Clara lanzó un gemido ahogado, arqueándose hacia él mientras sus dedos se enterraban en sus canas. La sensación era eléctrica: su boca caliente, áspera, succionando con fuerza, su lengua jugueteando con el pezón hasta hacerla retorcerse.

—Sí… —jadeó, perdida en el placer—. Así…

Con un gruñido, le apretó el otro pecho con fuerza, casi con crueldad, haciendo que Clara gritara entre dolor y éxtasis.

—Te gusta que te traten como a una puta, ¿eh? —masculló contra su piel, mordisqueando la curva de su seno.

Ella no pudo responder. Su mente estaba nublada, su cuerpo ardiendo. Antes de que pudiera reaccionar, Idelfonso la agarró de los brazos y la tiró sobre el colchón con una fuerza que la dejó sin aliento.

No hubo preámbulos, ni dulzura. Él se colocó encima, sus manos ásperas recorriendo su cuerpo como si fuera suyo —y en ese momento, lo era—. Le apartó las piernas con un empujón brusco, y Clara pudo ver, por primera vez sin obstáculos, la gruesa erección de su suegro, imponente, venosa, lista para tomarla.

—Mírame —ordenó, agarrándole la barbilla con fuerza—. Quiero que veas quién te va a follar como nadie lo ha hecho.

Clara tragó saliva, sintiendo cómo su interior se contraía de anticipación.

Lo que siguió fue una tormenta de carne y dominación. Idelfonso la penetró de un solo embate, sin preparación, llenándola de golpe con un gruñido animal. Clara gritó, las uñas clavándose en su espalda, pero el dolor se mezcló con un placer tan intenso que la dejó mareada.

—Así… así es como se trata a una mujer —rugió Idelfonso, agarrándole las muñecas y encadenándolas sobre su cabeza mientras sus caderas chocaban contra las de ella con fuerza brutal.

Cada embestida la empujaba contra el colchón, cada movimiento era calculado para sacarle gemidos más agudos, más desesperados. Él se inclinó, escupiéndole directamente en la boca.

—Ábrela, perra.

Clara obedeció, y su boca se llenó del sabor salado de su saliva antes de que él, sin piedad, le enterrara su miembro hasta la garganta, ahogándola en su esencia.

—Esto es lo que mi hijo no te da —gruñó, mientras sus caderas seguían moviéndose, follándole la boca con la misma intensidad con la que acababa de poseer su sexo.

Clara, en éxtasis, sólo pudo gemir alrededor de él, sabiendo que, en ese momento, pertenecía por completo a su suegro. Y no quería que terminara nunca.

Las semanas se deslizaron en un torbellino de obscenidad, cada día más audaz que el anterior. La casa, antes silenciosa y fría, ahora vibraba con el calor de sus secretos. Clara ya no era la esposa sumisa; se había convertido en la esclava de su propio deseo, y Idelfonso, aunque viejo, era un maestro en el arte de dominarla.

Las mañanas: El alba apenas despuntaba cuando Clara entraba sigilosa en la habitación de Idelfonso, cerrando la puerta con un clic suave. Él ya estaba despierto, sus ojos grises brillando con malicia bajo las cejas pobladas.

—Buenos días, suegro,— susurraba ella, arrodillándose junto a la cama. Sus dedos temblorosos desabrochaban el pantalón de pijama, liberando aquella gruesa realidad que aún la hacía dudar de sus sentidos.

—No me llames así cuando tienes la boca a punto de llenarse,— gruñía él, enredando sus manos en su pelo y tirando con fuerza.

Clara obedecía, abriendo los labios para recibirlo. La textura de su piel, caliente y vetusta, contrastaba con el sabor salado que ya conocía demasiado bien. Movía la lengua en círculos lentos alrededor del glande, saboreando las gotas de precum que emergían, antes de hundirse más, ahogándose voluntariamente. Las manos de Idelfonso la guiaban, empujándola con rudeza cada vez que intentaba aflojar el ritmo.

—Así, puta… traga todo,— murmuraba, mientras sus caderas se elevaban para embestir su garganta.

Cuando acababa, Clara no dejaba que nada se perdiera. Con devoción de feligresa, lamía cada rastro de semen de su vientre arrugado, incluso de entre los pliegues de su piel curtida, donde el olor a virilidad y edad se mezclaban en una intoxicante contradicción.

Los mediodías: La cocina se había vuelto un escenario de peligro. Mientras servía el puré de papas —que Idelfonso prefería espeso, casi sólido—, él deslizaba una mano bajo el delantal de Clara, encontrando el calor húmedo entre sus piernas.

—Ya estás mojada otra vez,— refunfuñaba, hundiendo dos dedos dentro de ella sin previo aviso.

Clara contenía un gemido, apretando los dientes mientras intentaba mantener el equilibrio. La cuchara temblaba en su mano, derramando comida.

—P-pero… tenemos que almorzar…,— balbuceaba, aunque sus caderas ya empujaban contra su mano, buscando más.

—Cállate zorra,— ordenaba él, acelerando el movimiento de sus dedos, frotando ese punto que la hacía ver estrellas.

Ella intentaba llevar la cuchara a su boca, pero cada embestida de sus dedos la hacía temblar. Hasta que, inevitablemente, el plato se caía, y ella se derrumbaba sobre la mesa, con Idelfonso riéndose entre dientes mientras la hacía venir con brutales sacudidas.

Las noches: El baño era su altar. Clara se inclinaba sobre el lavabo, sus nalgas rojas y marcadas por las manos artríticas de su suegro, que la sujetaban con una fuerza imposible para un hombre de su edad.

—Mírate,— le escupía, obligándola a alzar la vista al espejo empañado. —¿Esto es lo que querías? ¿Que un viejo te use como trapo—

Clara no respondía con palabras. Su cuerpo lo hacía por ella, contrayéndose alrededor de él cada vez que se enterraba hasta el fondo. El dolor y el placer se mezclaban en un cóctel que la embriagaba. Las arrugas de sus manos, ásperas como lija, se clavaban en sus caderas, asegurándose de que no hubiera escape.

—Dime, Clara… ¿Le contarías a mi hijo cómo te gusta que te rompa? —

Ella sollozaba, sintiendo otra vez esa vergüenza deliciosa que la excitaba más que cualquier elogio.

—N-no… pero… él nunca… nunca me ha hecho sentir así…,— gemía, sintiendo cómo su cuerpo cedía otra vez al orgasmo, mientras Idelfonso la llenaba con un gruñido animal.

Y así, día tras día, la rutina se volvía más depravada, más necesaria. Cada rincón de la casa guardaba el eco de sus jadeos, cada superficie llevaba las huellas de su lujuria. Y Clara, en vez de horrorizarse, solo ansiaba una cosa: que Ernesto nunca regresara para interrumpir su pecado perfecto.

Por ladyrebel

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