El zumbido monótono de la lavadora llenaba el cuarto de servicio, mezclándose con el leve crujido de la vieja casa cada vez que Clara se movía. Agachada frente a la máquina, introducía con cuidado las prendas sucias, separando las blancas de las de color como siempre le habían enseñado. El olor a suavizante de lavanda flotaba en el aire, pero nada podía enmascarar el aroma más profundo que emanaba de entre sus piernas desde esa mañana, cuando Ildefonso la había despertado hundiéndole la lengua en el coño.
De pronto, sintió el calor de un cuerpo pegado a su espalda, las manos callosas de su suegro rodeándole los pechos con fuerza, apretando esos globos carnosos que ya conocían demasiado bien su tacto.
—Ay, suegro… —susurró Clara, fingiendo una queja que no sentía, mientras sus pezones se endurecían al instante bajo el sostén.
—Cállate, puta. Sigue trabajando —le ordenó Ildefonso, mientras le bajaba el pantalón de algodón hasta los tobillos con un solo tirón. El aire frío del cuarto le recorrió las nalgas, pero el fuego entre sus piernas creció al sentir la punta del pene de su suegro rozando su entrada, ya empapada.
Clara no necesitaba mirar para saber cómo era: grueso, venoso, con ese olor a testículos sudados que tanto le volvía loca.
—¿Te gusta que te coja así? ¿Como una perra en celo? —le escupió al oído mientras le metía de una embestida seca, sin preámbulos.
—¡Sí, suegro! ¡Sí! —gimió, ahogando su voz contra la lavadora, sintiendo cómo sus tetas rebotaban libres bajo la blusa, los pezones rozando el metal frío de la máquina con cada embestida.
Ildefonso no era hombre de ritmos pausados. Agarrándola de las caderas, la empujaba contra sí con fuerza, sus bolas aplastándose contra el culo de Clara con un chasquido húmedo cada vez que se hundía hasta el fondo.
—Mírate, zorra. Ni siquiera paras de lavar la ropa mientras te la meto —gruñó, tirándole del pelo.
Clara sentía el orgasmo acercarse, ese coño que ya no era suyo, que pertenecía al viejo desde hacía meses, palpitando alrededor de su verga.
—Voy a… voy a… —balbuceó, pero Ildefonso le tapó la boca con una mano.
—No. Tú aguantas hasta que yo termine.
Y así fue. Con un gruñido animal, el hombre le llenó la espalda de semen caliente, chorreando por su columna hasta empapar la tela de su blusa. Clara temblaba, las piernas débiles, el coño dolorido pero satisfecho.
—Ahora termina la colada. Y luego me traes el almuerzo. Y que esté caliente, ¿entendido? —dijo Ildefonso, dándole una palmada en el culo antes de salir, dejándola allí, deshecha, con su propio jugo goteando por los muslos.
El aroma del almuerzo recién preparado flotaba en el aire de la casa, mezclándose con el olor a tabaco y virilidad que siempre rodeaba a Ildefonso. Clara, con sus curvas envueltas en un delantal ajustado y una blusa que apenas contenía el temblor de sus pechos, caminaba hacia el sillón donde su suegro descansaba, la televisión encendida con algún programa de fondo.
—Aquí tiene su comida, suegro —dijo con voz dulce, casi sumisa, mientras colocaba el plato humeante frente a él en la mesita baja.
Ildefonso apenas le lanzó una mirada, más interesado en el partido de fútbol que en la comida. Pero Clara sabía que su verdadero apetito no era por la comida caliente, sino por ella.
Al terminar, Ildefonso se recostó en el sillón, estirando las piernas con un gruñido. Clara, como la buena nuera que era, se arrodilló frente a él y comenzó a desatarle los zapatos de casa. Los dedos de sus pies, peludos y sudados por el calor del mediodía, se liberaron con un suspiro de alivio.
—Ay, suegro, tiene los pies cansados —murmuró, apretando las plantas con sus manos hábiles, masajeando cada arruga, cada callo.
Pero no eran solo sus pies los que necesitaban atención. Mientras ella trabajaba, los ojos de Ildefonso se posaron en el escote de Clara, en cómo sus tetas se balanceaban con cada movimiento, en cómo su culo se marcaba bajo la tela del delantal. No necesitaba viagras, no como esos viejos decrépitos de los que se burlaba. Su sangre aún hervía como la de un macho en celo, y Clara lo sabía.
Con un gesto brusco, Ildefonso abrió el cierre de su pantalón sin siquiera bajárselo. Su miembro, grueso y ya medio erecto, emergió entre el tejido, los huevos arrugados pero pesados, llenos de semen que ansiaba ser liberado.
Clara levantó la vista y ahí lo vio: la imagen que hacía que su coño se empapara al instante. La polla de su suegro, dura como el mármol, palpitando frente a su cara. No hizo falta que él dijera nada. Como una niña obediente, abrió la boca y se la tragó.
Ildefonso encendió un cigarrillo con una mano mientras con la otra agarraba la cabeza de Clara, guiándola hacia adelante y hacia atrás. Los sonidos húmedos de su boca trabajando llenaban la habitación, mezclándose con los gritos del partido en la tele.
—Sí, así, puta —gruñó él, exhalando humo—. Chúpala como la zorra que eres.
Clara no se detuvo. Tragó cada centímetro, sintiendo cómo la cabeza rozaba su campanilla, cómo los huevos le golpeaban la barbilla. Sus manos arañaron suavemente el escroto, provocando un gemido gutural en Ildefonso.
—Fóllame la boca, suegro —suplicó entre lengüetazos—. Quiero tu leche… quiero sentirla en mi garganta.
Ildefonso no necesitó más invitación. Agarró sus mechones y comenzó a embestir, alternando entre meterle la polla hasta el fondo y restregarle los huevos en la cara. Clara, lejos de retroceder, mantenía los ojos fijos en los de él, retándolo, desafiándolo a correrse.
Y así fue. Con un rugido, Ildefonso explotó, disparando chorros de semen caliente directamente en su garganta. Clara tragó una y otra vez, casi ahogándose, pero sin dejar de lamer, sin dejar de limpiar cada gota que quedaba en su polla palpitante.
Cuando terminó, se apartó con una sonrisa triunfante, los labios brillantes de saliva y semen.
—Gracias, suegro —susurró, limpiando la punta con el dedo antes de chupárselo—. ¿Necesita algo más?
Ildefonso, relajado y satisfecho, se recostó en el sillón y volvió a la televisión.
—El postre —gruñó—. Pero más tarde.
Clara sonrió. Sabía exactamente qué postre quería. Y ella estaba más que dispuesta a servírselo.
***
Los días pasaban en un torbellino de sumisión y placer. Clara ya no reconocía a aquella mujer tímida que alguna vez había sido. Ahora, cada mañana al despertar, su cuerpo ardía con un deseo que solo Ildefonso podía saciar. Ya no eran solo encuentros furtivos, sino una necesidad que la consumía por dentro, una adicción que la hacía sentirse viva.
Mientras doblaba la ropa recién lavada, sus dedos rozaban la tela suave de las camisas de su suegro, y un escalofrío recorría su espina dorsal. “Soy una zorra”, pensaba, mordiendo su labio inferior. “Una puta que solo vive para esto.” No había vergüenza en su mente, solo una excitación perversa que la inundaba cada vez que recordaba cómo él la usaba, cómo la poseía sin pedir permiso.
El espejo del baño reflejaba su imagen: los labios ligeramente hinchados de tanto chupar, los pezones sensibles bajo la tela de su sostén, las marcas rojizas que a veces dejaban las manos de Ildefonso en sus caderas. “Mírate, Clara…” se decía, deslizando una mano entre sus piernas. “Eres una perra caliente, una guarra que solo piensa en su verga.”
Y lo peor—o lo mejor—era que le encantaba.
Le encantaba cuando él la agarraba por el pelo y la obligaba a arrodillarse frente a él, cuando le llenaba la boca hasta que las lágrimas asomaban en sus ojos. Le encantaba sentir sus nalgas marcadas por sus palmadas, su coño empapado después de que él la follaba contra la mesa de la cocina, como si fuera un objeto, un juguete.
Ernesto seguía viajando, ignorante de todo, y Clara ya ni siquiera pensaba en él. Su mente estaba ocupada en otras cosas: en la próxima vez que Ildefonso la llamaría con un gesto, en cómo se correría sobre su cara o dentro de ella, en la manera en que la haría gemir como una auténtica ramera.
“Sí, soy tu puta”, musitaba en voz baja, imaginando su voz ronca en su oído. “Solo sirvo para esto.”
Y al admitirlo, al abrazar esa humillación que la excitaba hasta el dolor, Clara sonreía. Porque nunca, en toda su vida, se había sentido tan libre.
***
El aroma del guiso de carne y las especias flotaba en la cocina, pero Clara apenas podía concentrarse en la comida. Sus pechos pesados y desnudos se balanceaban con cada movimiento, los pezones oscuros erectos por el frío de la noche y la excitación que la consumía. Ildefonso se había empeñado en que cocinara así, con las tetas al aire, solo para su disfrute.
“Mueve ese culo, puta”, le había ordenado él, sentado a la mesa con una cerveza en la mano, los ojos clavados en el vaivén de sus senos. “Quiero ver cómo te rebotan mientras trabajas.”
Clara obedeció, como siempre. No había resistencia en ella, solo un deseo ardiente de complacerlo, de sentir su mirada devorándola. Cada vez que se inclinaba para revolver la olla, sabía que él observaba cómo sus pechos colgaban, cómo sus pezones se frotaban contra el delantal que llevaba atado a la cintura, el único pedazo de tela que cubría su cuerpo.
Cuando terminó de cocinar, se acercó a la mesa con pasos lentos, sintiendo el peso de sus tetas moviéndose con cada paso. Ildefonso no apartaba la vista de ellos, una sonrisa de satisfacción en los labios.
“Así me gusta, zorra”, murmuró, mientras ella colocaba el plato frente a él con sumo cuidado, como si fuera un rey. “Una puta obediente, que sabe cuál es su lugar.”
Clara no respondió, pero su entrepierna ardía. Sabía que, después de la cena, él la usaría otra vez. Quizá sobre la mesa, quizá en el suelo, como un animal. No importaba. Ella solo quería servir, ser su juguete, su esclava.
Mientras Ildefonso comía, ella se quedó de pie a su lado, esperando instrucciones, sus pechos al aire y su cuerpo listo para lo que él decidiera.
“Cuando termine, me chupas la verga”, ordenó él, sin siquiera mirarla, como si fuera lo más natural del mundo.
Y Clara solo asintió, humedeciendo los labios. Porque esa era su verdadera cena. Su verdadero propósito.
***
El sonido de la puerta abriéndose de golpe cortó el aire cargado de la habitación. Clara apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando la voz de Ernesto retumbó en el umbral:
—¿Pero qué es esto?
Sus labios seguían alrededor del miembro grueso y palpitante de Ildefonso, la lengua enrollada en la base, los ojos llorosos por el esfuerzo. Al escuchar a su marido, se apartó lentamente, dejando escapar un hilo de saliva que conectaba su boca con el pene aún erecto de su suegro.
Ildefonso, lejos de avergonzarse, se reclinó en el sofá con una sonrisa de satisfacción. Sus manos descansaban sobre los muslos, como un rey en su trono.
—Hijo, tu mujer es una auténtica zorrita —dijo, la voz ronca por el placer—. Una ama de casa como las de antes. Me ha estado cuidando… muy bien.
Clara, todavía de rodillas, giró la cabeza hacia Ernesto. Sus mejillas estaban sonrojadas, los labios brillantes, pero en sus ojos había una inocencia calculada, casi burlona.
—Amor —murmuró, limpiándose la boca con el dorso de la mano—, yo puedo satisfacer a mis dos machos. No te preocupes.
Ernesto no podía creer lo que veía. Su esposa, siempre tan recatada, ahora era una puta descarada que se tragaba la polla de su padre sin remordimientos. Y lo más sorprendente: él no sentía ira. No, lo que ardía en su vientre era algo mucho más primitivo.
El bulto en sus pantalones crecía con cada segundo, la sangre corriendo hacia su entrepierna como si respondiera a un llamado ancestral.
—¿Esto… esto lleva pasando mucho tiempo? —preguntó, incapaz de apartar la mirada del cuerpo desnudo de Clara, de sus pechos marcados por los dedos de su padre.
Ildefonso se rió, un sonido profundo y dominante.
—El tiempo suficiente para saber que tu mujer nació para esto —respondió, pasando una mano por el pelo de Clara, como si fuera una mascota—. Pero no te preocupes, hijo. Hay suficiente de ella para los dos.
Clara asintió, arrastrándose hacia Ernesto con movimientos felinos. Sus dedos se engancharon en el cinturón de su marido, deslizándolo con destreza.
—Déjame demostrarte lo buena que soy —susurró, mirándolo desde abajo con ojos llenos de promesas sucias—. Después de todo, una esposa debe atender a su familia… en todo.
El sonido húmedo de los labios de Clara trabajando sobre la polla de Ernesto llenaba la habitación, interrumpido solo por los gruñidos bajos de su marido y los comentarios aprobatorios de Ildefonso. El suegro observaba la escena desde el sillón, las piernas abiertas de par en par, una mano enguantada en su propio miembro, que ya volvía a estar erecto y palpitante.
—Ves lo que te dije, hijo— murmuró Ildefonso, la voz cargada de lujuria y autoridad. —Tu mujer es una buena putita. Y como buena putita, hay que follarla y llenarla a diario. Debe saber que su macho la tendrá satisfecha. ¿Entiendes?
Ernesto apenas podía articular palabra. Las sensaciones eran demasiado intensas: el calor de la boca de Clara, la forma en que su lengua se enrollaba alrededor de su glande, los ojos llorosos y maquillaje corrido de su esposa mirándolo desde abajo con una mezcla de sumisión y provocación.
—Sí, padre— logró gruñir, los dedos enredándose en el pelo de Clara, empujándola con más fuerza contra su entrepierna.
Clara, por su parte, estaba en éxtasis. Nunca había imaginado que podría disfrutar tanto siendo usada por dos hombres, mucho menos por su propia familia. La idea perversa de ser la puta de padre e hijo la excitaba hasta el punto de que su coño goteaba sin control, empapando sus bragas.
Cuando finalmente Ernesto no pudo aguantar más y descargó en su boca, Clara tragó con devoción, limpiando cada gota con la lengua antes de volverse hacia Ildefonso.
—¿Y ahora, suegro? — preguntó con voz inocente, aunque sus ojos brillaban con malicia. —¿Quiere usar mi otro agujero?
Ildefonso no necesitó más invitación. Con un movimiento rápido, la levantó y la arrojó boca abajo sobre el sofá, levantándole la falda para revelar sus nalgas desnudas y su coño empapado.
—Eso es, zorra— gruñó mientras se colocaba detrás de ella. —Hoy aprendes a servir a dos machos a la vez.
Su coño palpitaba, hinchado y empapado, mientras su culo, recién reclamado por la polla gruesa de Ildefonso, ardía con una mezcla de dolor y placer que la hacía gemir como una animala en celo.
Con un movimiento brusco, le había levantado las caderas y, escupiendo en su mano para lubricarse, había embestido su ano de un solo tirón, haciendo que Clara gritara y se arquease como un gato en celo. Al mismo tiempo, Ernesto, excitado hasta la locura por la escena, la había empujado hacia atrás, montándola como si fuera un caballo salvaje, su polla entrando y saliendo de su coño con una velocidad animal, como un conejo follando.
—¡Así, zorra, así!— rugió Ernesto, sus manos agarrando sus caderas con fuerza, marcándolas con sus dedos.
Clara no podía pensar. El vaivén rápido y sincronizado de los dos hombres la tenía al borde del abismo. Su cuerpo no era suyo; era un juguete, un receptáculo para su placer. Cada embestida de Ernesto en su coño empujaba su cuerpo contra la polla de Ildefonso, que se hundía más profundo en su culo, estirándola, poseyéndola de una manera que jamás había imaginado.
—¡No puedo… no puedo más! — gimió, pero los hombres no se detuvieron.
Y entonces, como si su cuerpo ya no le perteneciera, Clara sintió cómo el orgasmo la arrasaba. Un chorro de flujo femenino brotó de su coño, empapando las bolas de Ernesto, mientras su cuerpo se sacudía en espasmos violentos. Una, dos, tres veces seguidas, su vientre se contrajo, sus músculos apretando las pollas que la reventaban por ambos agujeros.
Pero Ildefonso no se detuvo.
—No pares, hijo— ordenó, su voz grave y dominante. —Esta puta aguanta más.
Y siguieron follándola, incluso cuando Clara, exhausta, colgaba entre ellos como un trapo, sus tetas balanceándose con cada movimiento, sus gemidos convertidos en quejidos de sumisión absoluta.
Cuando finalmente Ildefonso decidió sacar su polla del culo de Clara, lo hizo con lentitud, dejando que ella sintiera cada centímetro de su verga manchada con sus propios restos. Clara, lejos de asquearse, giró la cabeza y, con una mirada de adoración, abrió la boca.
—Límpiame, perra— gruñó Ildefonso.
Y ella lo hizo, con devoción, chupando cada rastro de su propia inmundicia, lamiendo el glande como si fuera el manjar más exquisito.
—Ahora junta esas umbres que te voy a llenar de leche zorra— ordenó Ildefonso, y Clara obedeció, arqueándose para ofrecer sus pechos hinchados y sensibles.
Los dos disparos de leche caliente cayeron sobre sus pezones, espesos y abundantes, mientras Ernesto, excitado hasta el límite, se corrió en su cara, pintándole los labios y las mejillas con su semen.
Clara respiró profundamente, saboreando el sabor de ambos hombres en su piel.
Acto seguido, como si nada hubiera pasado, los dos hombres se sentaron en el sofá, encendieron la televisión y Ernesto, con voz casual, dijo:
—Clara, tráeme la cena.
Ella, todavía desnuda, con el semen secándose en su piel y su coño dolorido, asintió.
—Sí, amor.
Mientras caminaba hacia la cocina, sintiendo cómo el semen de Ildefonso goteando en sus pechos y el de su marido en cara, Clara sonrió. Se sentía humillada, usada, reducida a un objeto…
Y jamás había estado tan feliz.
Porque, al fin y al cabo, esa era su verdadera naturaleza: la puta sumisa de su familia. Y no había nada que le gustara más.
Por ladyrebel