Vanesa estaba en la cocina, descalza, con un vestido ligero que apenas rozaba sus muslos. El calor del verano se filtraba por las ventanas abiertas, haciendo que su piel brillara levemente con una fina capa de sudor. Se movía lentamente, como si saboreara cada paso, cada roce de la tela floreada contra su piel joven y atractiva. A sus 50 años, el ejercicio, y las buenas dietas, la mantenían bella; dama sexy y sensual por su energía positiva y presencia jovial.
Como ya era costumbre, estaba sola en casa, ocupada con los quehaceres cotidianos del hogar.
Manuel había salido desde temprano por cosas del trabajo, y su amigo Esteban había pasado a dejar unas herramientas que le había prestado, pero en lugar de marcharse, se había quedado a saludar a Vanessa, y el saludo termino convirtiéndose en una charla de casi dos horas.
—¿Te molesta si me tomo un vaso de agua antes de irme? —preguntó Esteban, con la voz algo ronca y cortada…
—Claro que no —respondió ella, sonriendo apenas, pero notando la forma en que él le miraba, sus pies, sus manos… su cara, sus ojos; rápidamente, y repentinamente, y nuevamente hacia los pies que le gustaban tanto a Manuel.
Después de varios segundos; que parecían prolongarse, tal fuesen una incómoda eternidad, ella susurro, “¿quieres un poco más de agua?”
Sus ojos recorrían su cuerpo sin disimulo: la curva de sus caderas, la piel desnuda de sus piernas, la forma en que la tela del vestido se pegaba a su pecho por el calor.
Ella lo sintió, sintió su deseo tan claro como el suyo propio; el calor, la charla, la proximidad entre ambos-y “entre cuatro paredes, siempre puede llegar el diablo”
—¿Quieres algo más? —susurró, apoyándose contra el filo del lavatrastes, suavemente acariciando el frio de la piedra en su tela; la superficie dando un poco de alivio y un poco más de calor a su cuerpo inquieto con ganas de atención; su voz, apenas un murmullo, pero en ese instante la tensión entre ellos se volvió palpable, intensa, con chispas, con tintes de un fuego suave pero sensual.
Esteban, dejó el vaso en la mesa, y antes de que ella pudiera pensar, sintió su cuerpo pegado al suyo. Su aliento cálido contra su lindo cuello de cisne, hizo que un escalofrío le recorriera la espalda. La miró a los ojos, buscando algún indicio de duda, pero todo lo que encontró fue el mismo deseo que a él ya lo consumía.
La besó. Lento al principio, probando la suavidad de sus labios, saboreando el ligero sabor a mar, a hembra nerviosa… pero pronto la urgencia se apoderó de ambos, y el apoderándose de ella, del momento, con sus manos exploró su espalda, bajando hasta aferrarse a sus caderas.
Ella gimió suavemente contra su boca cuando él la levantó para sentarla completamente en la superficie fría del granito y metal.
Vanesa deslizó sus manos bajo la camiseta de Esteban, sintiendo la firmeza de su torso. Su piel caliente contra la de ella la encendió aún más. Él bajó los tirantes del vestido, dejando sus hombros desnudos, y con un movimiento pausado, la tela cayó a su cintura, revelando sus blancos senos cansados pero firmes y antojables.
—Eres tan hermosa… —susurró Esteba, antes de inclinarse para besar su cuello, su clavícula, y luego recorrer con la lengua la curva de uno de sus lindos pezones color champaña.
Ella se arqueó hacia él, perdida en las sensaciones, mientras sus piernas lo envolvían, invitándolo, acercándolo más al fuego de su hoguera en verano. Con manos torpes y desesperadas, desabrochó su pantalón, sintiendo la dureza que ya imaginaba y esperaba…
Esteban la bajó bruscamente, y la giró, presionando su cuerpo contra la mesa. La rodeó con un brazo, deslizándose con una lentitud tortuosa hasta que ambos se estremecieron al unísono. Ella jadeó su nombre, de puntillas aferrándose al borde de la mesa, sintiendo cada embestida más profunda que la anterior.
El sonido de la piel chocando contra la piel se mezclaba con sus gemidos. Él la tomaba con fuerza, con deseo contenido por demasiado tiempo, y ella lo recibía con la misma hambre que había tenido para Manuel quien era su hombre, su esposo, y su amigo; ¡hoy Esteban era su gran amante, su macho, su corneador!
Cuando ambos alcanzaron el clímax, sus cuerpos temblaron, aferrándose el uno al otro, respirando pesadamente.
Sin decir palabra, Esteban la giró para besarla con ternura. Sus labios aún ardían, pero esta vez el beso fue más suave, más íntimo, sensual pero con huellas de éxtasis prohibido de un licor fino y dulce pero sin culpabilidad.
—Esto… —murmuró él contra su boca.
—No lo pienses —susurró ella, acariciando su rostro—. Solo… quédate un poco más.
Y él, sin dudar, la besó de nuevo.
Vanesa aún jadeaba, su cuerpo pegado al de Esteban, sus pieles húmedas, cálidas —aun la situación tensa pero sensual; con tinte de erotismo por el calor y el éxtasis compartido, una esencia a pecado con perfume a fruta exótica y se puede saborear en el aire… piel, sudor; miel y néctar, un incienso al altar de Eros.
Él la abrazaba por la espalda, sus labios aún acariciaban su cuello, dejando pequeños besos suaves, y atrevidos… no había más razones o excusas para disimular lo que estaban sintiendo.
De pronto, un sonido hizo que ambos —congelándose, mirándose sin decir palabras, pero entendiendo lo que estaba pasando:
La puerta principal se abrió.
Sus ojos se encontraron en la misma pausa; y dilatados por la sorpresa… lo único que hicieron fue mover su cabeza hacia la puerta, y ahí Manuel parado —también congelado— evaluaba la escena; había regresado más pronto de lo esperado, y encontraba a su esposa en las manos de su gran amigo —ella desnuda, despeinada, sudada, tan bella como siempre… su mujer, siempre tan pudorosa, ¡hoy por fin la hembra de otro!
—¿Vanesa? —llamó la voz de su esposo desde la entrada.
El pánico se encendió en la mirada de Esteban. Aún estaba dentro de ella, su cuerpo pegado al suyo, y ambos sabían que no había tiempo para explicaciones, era innecesario.
Pero antes de que pudieran moverse, Manuel apareció en el umbral de la cocina.
Sus ojos clavados en la escena: la piel desnuda de Vanesa, las marcas de las manos de Esteban en sus caderas, el brillo del sudor en sus cuerpos. Todo era evidente. Innegable.
Por un segundo, un silencio sepulcral los envolvió. Nadie respiraba. Nadie se movía.
Pero para sorpresa de ambos, Manuel no se enfureció; sus labios se entreabrieron apenas, sin pronunciar una sola palabra, su respiración se volvió pesada.
Lo que vieron en su rostro no fue rabia… sino algo más oscuro, algo inesperado: deseo.
Vanesa sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—No te detengas —murmuró Manuel, con la voz baja, casi un gruñido.
Esteban la miró, atónito. Vanesa apenas podía respirar. La excitación la atravesó como un relámpago. Su esposo los había descubierto… y no solo no estaba enfadado, sino que quería ver más.
El morbo y la adrenalina la encendieron de nuevo. Con la mirada fija en Manuel, empezó a moverse lentamente como cuando a Manuel le bailaba, y así chocando intensamente contra su amante quien todavía la poseía, sin haber salido de su interior: empezaron nuevamente la danza erótica del delicioso éxtasis.
—¿Así? —susurró ella, con la voz ronca, sin dejar de mirar a su esposo.
Manuel se acercó lentamente, sus ojos oscuros de deseo recorriendo cada centímetro de la escena. Se desabrochó la camisa sin prisa, dejando que cayera al suelo, mientras Esteban ya también había empezado a moverse de nuevo, más despacio, suave pero más intenso, embistiéndola con la misma pasión que antes.
La respiración de Manuel se aceleró… y se llevó la mano al pantalón, liberando su erección ante los ojos atónitos de ambos. Sus dedos se envolvieron alrededor de sí mismo, sin vergüenza alguna, mientras los observaba, acariciaba su propia fuerza luchando por ser también dominada.
—Ay Dios… —gimió Vanesa, sintiendo cómo la situación la incendiaba por completo.
Manuel se acercó a ellos. La besó con fiereza, atrapando sus labios con los suyos, su lengua invadiéndola con hambre, mientras Esteban seguía dentro de ella, aumentando el ritmo, más rápido, más profundo, más intenso.
La combinación de las dos bocas, de las manos de Manuel recorriéndola mientras Esteban la llenaba de su grosor la hizo perder la poca vergüenza que le quedaba.
Con la mirada oscurecida por el deseo, Manuel se arrodilló frente a ella, entre sus piernas abiertas. Bajó la cabeza y hundió la lengua en su centro, lamiendo sus pliegues con un hambre casi animal, mientras su amigo seguía embistiendo a su querida esposa quien se miraba más bella, más sensual —sexy, ¡siempre diosa seductora!
El placer la hizo gritar. Su cuerpo se sacudió violentamente entre ellos, atrapada en un clímax desbordante. El roce de la lengua de su esposo y el empuje firme del cuerpo de su amante la llevaban al límite, hasta que sintió que se deshacía, estremeciéndose con un orgasmo tan intenso que su visión se nubló por varios segundos.
Los tres quedaron jadeando, temblorosos… sin decir nada, Manuel la besó con pasión, atrapando su labio inferior entre los dientes, mientras Esteban la acariciaba lentamente la espalda, los hombros, y sus bellas nalgas sin salir aún de ella eyaculaba lo poco que faltaba.
—¿Desde cuándo…? —preguntó Esteban con la voz ronca.
Manuel sonrió de forma oscura.
—Desde siempre. Siempre he tenido esta fantasía de verlos así, en mi casa follando.
Vanesa le devolvió la sonrisa. Su cuerpo aún ardía, sus piernas temblaban, pero lo miró con una chispa de travesura.
—Entonces, quédate un poco más… —susurró, con un brillo de lujuria en los ojos.
Manuel y su amigo intercambiaron una mirada cargada de deseo… y sin dudarlo, se lanzaron sobre ella de nuevo.
Vanesa apenas podía recuperar el aliento. Su cuerpo aún temblaba con los resquicios del orgasmo que la había sacudido entre las manos de su esposo y su amante. El sudor perlaba su piel, mezclándose con la humedad de los labios y las lenguas que la habían devorado segundos atrás. Sus piernas estaban abiertas…
Continara
Por Lobo Amarok