La vecina veinteañera tetona

La vecina veinteañera tetona

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Marco observaba el cielo teñirse de rojo desde el balcón del tercer piso. El verano empezaba a derretirse en tardes largas y calurosas, pero en su interior hacía tiempo que todo estaba frío. Su mujer, Marta, se había convertido en una sombra a su lado: apagada, predecible, con el mismo cuerpo sin curvas y la misma pereza en la cama desde hacía años. Hacía tiempo que el deseo se había mudado de su cama.

Y entonces llegaron los nuevos vecinos.

La primera vez que vio a Sara, ella estaba descargando cajas con un top ajustado que dejaba poco a la imaginación. Tendría unos veinte años, curvas de escándalo y una seguridad que desarmaba. Pelo negro recogido en una coleta alta, ojos verdes que brillaban incluso a distancia y un cuerpo que parecía esculpido para el pecado: pechos grandes, firmes, y un trasero redondo que desafiaba las leyes de la gravedad.

Marco intentó no mirar. Pero ella sí lo miró. Fijamente. Con una media sonrisa en los labios mientras se agachaba a recoger algo del suelo y su short dejaba ver parte de su ropa interior.

Desde entonces, los juegos comenzaron.

Sara salía al balcón a regar las plantas cada mañana… sin sujetador, con camisetas blancas que se volvían semitransparentes al contacto del agua. Marco fingía leer el periódico, pero no se perdía detalle. Ella lo sabía. Le lanzaba miradas, se mordía el labio, arqueaba la espalda al inclinarse. Era una provocación constante. Una danza muda entre dos cuerpos que se deseaban sin tocarse.

Una tarde, ella le habló por fin.

—Hola, Marco —dijo desde su balcón, con una sonrisa traviesa—. ¿Siempre estás tan serio?

—Solo cuando me distraen demasiado —respondió él, bajando el periódico.

Sara se rió. Se giró de espaldas, levantó un poco el borde de su vestido, y le mostró medio trasero. Luego se metió en casa sin mirar atrás.

Esa noche, Marco se tocó pensando en ella. No fue la primera vez… ni sería la última.

Parte 2

Los días siguientes fueron un desfile silencioso de provocaciones. Sara parecía disfrutar del juego tanto como él.

Un miércoles por la mañana, Marco bajó al garaje a buscar una herramienta, y allí la encontró: apoyada en su coche, con un vestido corto sin sujetador, jugando con las llaves como si no tuviera prisa. Al verlo, sonrió con descaro.

—¿Tú también odias los ascensores? —le dijo, mientras se agachaba a atarse el zapato, sin molestarse en cerrar las piernas. No llevaba ropa interior. Marco tragó saliva.

—Depende… —respondió él, intentando no mirarla directamente.

Sara se acercó un poco más, el olor de su piel lo envolvió—. A mí me encantan las escaleras. Suben… pero también bajan.

Y se marchó sin más.

Otro día, en el portal, ella entró justo detrás de él. Marco notó cómo sus pechos rozaban sutilmente su espalda mientras esperaban al ascensor. La joven respiraba cerca de su cuello.

—Hueles a hombre —susurró ella, casi sin que él pudiera distinguir si lo había imaginado.

Pero lo había dicho. Y el corazón de Marco latía como el de un adolescente.

Los encuentros casuales siguieron: junto a los buzones, en la piscina comunitaria —donde ella se quitó el pareo justo delante de él, revelando un bikini mínimo que no cubría ni la mitad de su cuerpo—, y hasta una tarde en la lavandería del edificio, donde se inclinó descaradamente frente a él para sacar la ropa de la secadora. Marco sintió su miembro endurecerse como hacía tiempo que no pasaba.

Pero el deseo contenido explotó de la forma más amarga.

Aquella noche, Marta —su mujer— decidió “hacerle un favor”. Se metió en la cama sin apenas decir nada, se quitó el pijama de forma automática y le tomó la mano para ponerla en su pecho plano. Marco ni se inmutó.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella sin entusiasmo.

—Nada —respondió él. Pero su cuerpo decía otra cosa.

Marta bajó por su vientre con torpeza, intentando estimularlo. Cuando su boca rozó su miembro, apenas pudo introducirlo. Siempre había sido así: no sabía manejarlo, se quejaba del tamaño, lo apretaba con miedo, sin ritmo, sin entrega. Marco permanecía quieto, ausente. Miraba el techo.

Hasta que, en su mente, apareció ella.

Sara. Desnuda en la piscina. Agachada en la lavandería. Mordiéndose el labio en el balcón. Esa mirada felina. Esa piel joven, tersa. Ese cuerpo diseñado para hacer pecar a los hombres.

Y entonces, algo se encendió.

Marco tomó a su mujer, la volteó, se colocó detrás. Empezó a embestir con fuerza, como hacía años que no lo hacía. Marta se quejó al principio, sorprendida. Pero él no estaba pensando en ella. No la tocaba a ella. Tocaba esa fantasía que llevaba días recorriendo su cuerpo por dentro. El jadeo de Sara en su imaginación, su risa provocadora, sus pechos rebotando.

Gemía sin querer, sudaba. Marta, asombrada, se dejó hacer. Pero él no la veía.

Y cuando el orgasmo estalló, fue violento. Profundo. Un rugido ahogado tras años de frustración.

Marco se tumbó boca arriba, con la respiración entrecortada.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Marta, agotada.

Él no respondió. Solo sonrió, con los ojos cerrados, y en su mente, Sara le guiñaba un ojo desde el otro lado del balcón.

Parte 3: El helado de leche merengada

El sol de media tarde caía con fuerza sobre la piscina comunitaria del edificio. Niños chapoteaban, madres charlaban distraídas, y algún que otro vecino soltero se acomodaba en sus tumbonas, con gafas de sol demasiado oscuras para el disimulo. Marco estaba allí, como cada domingo, tumbado a la sombra con un libro que no había pasado de la segunda página. A su lado, su mujer revisaba el móvil con desgana.

Y entonces la atmósfera cambió.

Sara entró por la verja con la misma naturalidad con la que una actriz pisa la alfombra roja. Pero no había nada de inocente en su paso lento, seguro, calculado. Llevaba un bikini blanco que desafiaba las leyes del decoro y la física. La parte superior apenas contenía sus enormes pechos, que se movían con una cadencia hipnótica al ritmo de sus pasos. La parte inferior, un triángulo mínimo que dejaba muy poco a la imaginación, se perdía entre el contorno redondo y altivo de su culo perfecto, firme como una escultura de mármol pulido.

Los murmullos no tardaron en extenderse. Un adolescente que jugaba con el móvil alzó la vista… y se quedó congelado. Un hombre maduro que tomaba el sol cerca del borde de la piscina se incorporó disimuladamente, aunque no lo suficiente: el bulto en su bañador empezaba a crecer con una rigidez evidente. Otro joven, en el extremo más alejado, fingía estar mirando su toalla mientras acomodaba su entrepierna con incomodidad.

Sara lo notó. A todos. A cada uno. Lo disfrutaba.

Pero a quien buscaba era a Marco.

Lo localizó enseguida, bajo su sombrilla, con el libro en las manos y las gafas de sol bajas, como si quisiera ocultar su mirada fija. Sara esbozó una sonrisa apenas perceptible. Se acercó a una zona libre cerca de él, extendió su toalla al borde del césped, y se agachó con deliberada lentitud para colocarla bien. Su trasero quedó levantado, redondeado, apuntando sin pudor a Marco. El bikini se estiró, marcando la curvatura con una perfección obscena. Se estiró un poco más, fingiendo que se le escapaba algo del bolso, dejando su entrepierna hacia atrás y su espalda arqueada.

Marco tragó saliva. Sus dedos apretaron el libro con fuerza.

Entonces Sara se levantó, caminó hasta la piscina y entró despacio, como si estuviera grabando un anuncio de perfume erótico. Bajó un pie tras otro por la escalerilla, deteniéndose con cada peldaño, dejando que el agua acariciara sus muslos, su abdomen, su pecho. Cuando el agua tocó la base de sus pechos, se inclinó hacia atrás, mojando por completo su cuerpo.

Durante minutos nadó a ritmo lento, dejando que el sol jugara con el brillo de su piel. Su bikini mojado se pegó aún más a su cuerpo, marcando los pezones que sobresalían duros, provocadores. Las miradas no se disimulaban ya. Uno de los vecinos que bebía cerveza con sus amigos apenas podía ocultar la erección evidente en su bañador. Se acomodaba una y otra vez, sin éxito. Todos los hombres fingían no mirar, pero todos estaban fijos en ella.

Sara salió de la piscina y caminó hasta la ducha al aire libre.

Se colocó debajo del chorro de agua fría, echó la cabeza hacia atrás y dejó que el líquido recorriera su cuerpo. Sus pechos se alzaban firmes, mojados, cruzados por finas gotas que se unían hasta perderse entre sus curvas. Pasó las manos por su abdomen, por sus muslos, se frotó lentamente el cuello, como si estuviera en su cuarto, sola.

Marco no podía apartar los ojos. Su respiración se había acelerado.

Entonces, vino el golpe final.

Un vendedor ambulante se detuvo frente a la verja de la piscina. Sara se acercó, mojada aún, caminando descalza y dejando pequeñas huellas brillantes en el suelo. Pidió un helado de leche merengada, largo, grueso, con la punta redondeada. Blanco y brillante. Uno que parecía hecho a medida para la provocación.

Volvió a su toalla, se sentó de frente a Marco, cruzó las piernas lentamente… y comenzó el espectáculo.

Sostuvo el helado con una sola mano. Lo miró un momento, luego sacó su lengua y la deslizó desde la base hasta la punta, despacio, sin dejar de mirar a Marco por encima de las gafas. Luego lo chupó entero, con los labios formando un círculo perfecto. Lo sacó lentamente, dejando un hilo de saliva brillante. Respiraba por la nariz, con los labios apretados en torno a la punta. Hacía pausas, lo lamía en espiral, lo mordía con suavidad.

Un hilo de leche merengada empezó a derretirse. Goteó sobre su escote, resbalando entre sus pechos. Ella lo dejó caer. No se limpió. Se inclinó hacia adelante y dejó que otro chorro se deslizara, ahora por su pezón derecho, que asomaba ligeramente por el borde del bikini mojado. Lo miraba con la boca entreabierta, mientras el helado seguía disminuyendo bajo su lengua provocadora.

Marco sintió una presión abrasadora en su entrepierna. Su erección era tan evidente que tuvo que colocar una toalla sobre las piernas. No podía apartar la vista. Nadie podía. Algunos hombres ni siquiera lo intentaban.

Sara lamía, chupaba, succionaba como si se tratara del miembro de un amante secreto al que quisiera volver loco. Sus labios carnosos hacían cada gesto sensual, obsceno, completamente consciente de su efecto.

Al terminar, se chupó los dedos con exagerada lentitud. Luego se tumbó en su toalla, boca abajo, y se desabrochó el nudo del bikini para que no quedaran marcas. Su trasero quedó cubierto por una tela mínima, brillando con el sudor y el agua.

Y antes de cerrar los ojos para descansar, giró la cabeza hacia Marco y le regaló una sonrisa maliciosa, de esas que no se olvidan nunca.

Marco no sabía si iba a explotar de deseo, o volverse loco.

Pero sí supo algo con certeza: necesitaba tenerla. Pronto.

Parte 4: La chispa que faltaba

La habitación estaba en penumbra. Las sábanas revueltas. El aire olía a sudor, a frustración, a un intento fallido de conectar.

Marco estaba tumbado boca arriba, el pecho ligeramente agitado, los músculos en tensión. A su lado, su mujer jadeaba aún, con los ojos cerrados y una sonrisa satisfecha.

—Dios… estoy muerta —dijo ella, llevándose una mano al pecho—. ¿Estás bien?

Marco no contestó.

—¿Marco? —insistió.

—Sí… sí, todo bien —respondió, girando el rostro hacia el techo.

Pero no lo estaba. Su erección, que había aguantado toda la sesión, seguía dura, enfadada, sin encontrar el final que necesitaba. Habían estado más de veinte minutos en la cama, y ni una sola vez su cuerpo reaccionó con placer real. Movimientos mecánicos. Sonidos ensayados. Lo de siempre.

Y su mente, durante todo el acto, había estado en otro cuerpo.

Recordaba los labios de Sara en el helado. Sus pechos mojados. La forma en la que lo había mirado. En un momento incluso cerró los ojos e imaginó que eran los senos de la vecina los que rebotaban contra su abdomen, no los de su esposa… planos, suaves, casi imperceptibles.

Y ahí estaba él: duro como el mármol… e igual de frío.

—No has terminado, ¿verdad? —preguntó su mujer, notando la rigidez persistente entre sus muslos.

Marco no respondió. Respiró hondo.

—¿Otra vez? Marco… ¿qué te pasa últimamente?

—Nada.

—¿Nada? Hace semanas que no acabas. Que te tengo encima como una bestia, pero sin alma. ¿A qué viene esa necesidad repentina? ¿Tienes alguna fantasía nueva o qué?

La pregunta lo tensó.

—¿De verdad quieres hablar de fantasías ahora?

—Quiero saber si me estás usando para calmar las ganas que te provoca esa niñata de enfrente —escupió ella, en voz baja, cargada de veneno—. ¿Te crees que no lo veo? Te falta salivar cuando se pasea por la piscina.

Marco la miró de reojo.

—Cambia de tema.

—No. ¡Hablemos de ella! —se incorporó, cubriéndose con la sábana—. Esa niña provocadora, que se pasea enseñando el culo como si fuera un trofeo. ¿Te crees que no he notado cómo la miras? ¿Cómo se te pone dura solo con verla pasar?

—Basta.

—¡Dímelo, Marco! ¿Es eso lo que necesitas? ¿Una zorra con veinte años, tetas operadas y hambre de atención?

Marco se sentó al borde de la cama, de espaldas.

—No vuelvas a hablar así de ella.

—¿De ella? ¿¡De ella!? ¿La vas a defender ahora?

—Estoy harto —gruñó él, con un tono tan contenido que temblaba—. Harto de fingir. Harto de que hagas como si el sexo fuese solo cumplir una obligación. Como si yo tuviera que excitarme con algo que ni te importa. Nunca te ha importado.

—¡Eso no es verdad!

—¿No? —Se giró lentamente hacia ella—. ¿Alguna vez has querido complacerme de verdad? ¿Hacerme arder? ¿Tocarme sin que te lo pida? ¿Manejar mi cuerpo, mi deseo? ¿Has usado alguna vez tus labios para algo más que hablar?

El silencio se hizo espeso.

—¡No es mi culpa que tengas un puto mástil entre las piernas! No todas sabemos… —murmuró, desviando la mirada—. No todas podemos.

Y ahí lo entendió Marco. Por primera vez en años, lo sintió con claridad. No era él. Nunca lo había sido. Era ella. Su desinterés, su incomodidad, su falta de entrega.

Y Sara… Sara no tenía miedo. Sara jugaba. Sara quería.

Se levantó sin decir una palabra. Caminó al baño, se mojó la cara. El espejo le devolvía el rostro de un hombre en llamas, atrapado demasiado tiempo en un matrimonio sin fuego.

Volvió al dormitorio, se puso unos pantalones deportivos y una camiseta. Su mujer lo observó desde la cama, desconcertada.

—¿A dónde vas?

Marco no respondió. Solo se giró, con la mandíbula tensa.

—Voy a dejar de perder el tiempo.

Cerró la puerta detrás de él. Y bajó por las escaleras, con un solo pensamiento en la cabeza:

Sara.

Ya no podía resistirse más.

Parte 5: El fuego que pedía arder

La noche había caído sobre el edificio como una manta espesa. Desde la ventana de Marco, la silueta del piso de enfrente se recortaba en penumbra. Solo una luz tenue en el salón delataba que alguien estaba despierto. Sara.

Marco bajó las escaleras con paso firme. El eco de sus zapatillas resonaba como un tambor de guerra en el hueco de la escalera. Su pecho latía con fuerza, pero no de nervios. De hambre. De decisión. Lo que había empezado como un juego visual se había convertido en una necesidad física. Y esta vez, no pensaba reprimirla.

Frente a la puerta blanca del 2B, dudó solo un instante antes de llamar. Dos golpes. Sólidos.

La puerta se abrió en apenas segundos. Sara apareció envuelta en un camisón fino de tirantes. Era blanco, ligeramente traslúcido, y dejaba entrever los pezones duros y erguidos bajo la tela. El cabello suelto, los labios brillantes, y una sonrisa ladeada, como si hubiese estado esperándolo.

—Hola, Marco… —susurró, con una voz suave que ya rozaba lo indecente.

Él no dijo hola. Dio un paso al frente, y sin rodeos, se bajó la cinturilla del pantalón lo suficiente para dejar ver su erección, prominente, dura, desafiante bajo la tela del calzoncillo. Sus ojos no se apartaron de los de ella.

—¿Ves esto? —gruñó con voz ronca—. Es culpa tuya. Vas a tener que solucionarlo.

Sara no retrocedió. Sonrió. Bajó la mirada. Y mordió el labio inferior como quien observa su premio tras meses de provocaciones.

—Pasa —dijo, abriendo la puerta de par en par—. Espera aquí.

Marco entró. Cerró la puerta tras él. El ambiente olía a vela de vainilla, a humedad de ducha reciente, a mujer deseada.

Sara desapareció al dormitorio. Minutos después, salió vestida con el bikini blanco. El mismo. El de la piscina. El de los pechos sobresaliendo por los laterales. El de la braguita mínima que abrazaba sus caderas como una promesa. Estaba húmeda. Quizás se lo había mojado a propósito.

Marco tragó saliva. Era la visión de sus fantasías, pero real.

—Dime, Marco —dijo ella, caminando hacia él con paso felino—, ¿cuánto tiempo llevas deseando esto?

Él no respondió. Solo la tomó por la cintura con fuerza y la atrajo contra sí. Sus bocas se encontraron con violencia. Labios, lengua, dientes. Como dos animales sueltos tras años de encierro.

Sara gimió al sentir su dureza contra su vientre. Marco le apretó el trasero con ambas manos, palmeándolo, amasándolo. El bikini era una barrera inútil. Sus pechos rozaban el pecho de él, y uno de los tirantes se deslizó por el brazo, dejando al descubierto la cima de uno de sus senos.

Marco se apartó apenas para verla. Para grabar esa imagen en su mente. Su respiración era intensa, caliente.

—Estás tan jodidamente buena… —susurró.

Sara lo empujó hacia el sofá y se arrodilló entre sus piernas. Le bajó los pantalones, luego el calzoncillo, y su miembro saltó libre, firme, palpitante.

—Madre mía… —susurró con una mezcla de miedo y deseo—. No estaba preparada para esto.

—Lo vas a estar —gruñó él, apoyando una mano en su nuca.

Sara comenzó a lamerlo despacio, como saboreándolo, como si fuera el helado de leche merengada… pero ahora era él quien se derretía. Cada movimiento de su lengua lo incendiaba. Cada mirada desde abajo lo encendía más. Lo rodeó con sus labios, mojados, carnosos, y comenzó a trabajar con ritmo creciente. Marco entrecerró los ojos y gimió con el placer de meses —años— contenidos.

—Para —ordenó de pronto, al borde del clímax—. Quiero más que tu boca.

Sara se levantó, quitándose el sujetador del bikini con un gesto sencillo. Sus pechos cayeron libres, turgentes, deseosos. Luego se subió la pierna al sofá y se deslizó la braguita hacia un lado, dejando a la vista su intimidad húmeda, lista.

Marco la tomó por la cintura y la colocó sobre él. Ella se bajó lentamente, y ambos jadearon al sentir el contacto, la presión, la unión. Durante unos segundos, solo se miraron, quietos, invadidos por la intensidad del momento. Luego comenzaron a moverse. Lento al principio. Luego más rápido. Las caderas de ella chocaban contra las de él como olas en una tormenta.

Sara gemía sin pudor. Gritaba su nombre. Marco le mordía los pezones, le apretaba el culo, la levantaba y la dejaba caer sobre su miembro una y otra vez. No había técnica. No había control. Era fuego. Instinto. Furia sexual.

La habitación se llenó de sus jadeos, del golpe de piel contra piel, del sonido húmedo de cuerpos en plena explosión.

Y cuando Marco sintió que ya no podía más, la abrazó con fuerza, enterró el rostro en su cuello y rugió al eyacular con la intensidad que no sentía desde hacía años. Sara tembló sobre él, también alcanzando el orgasmo, con las uñas clavadas en su espalda.

Se quedaron así. Fundidos. Sudados. Exhaustos.

—Tenías razón —dijo ella, jadeando sobre su pecho—. Esto era mi culpa.

Marco sonrió por primera vez en mucho tiempo. Y por fin, se sintió completo.

Los ojos que miran

La atmósfera en casa estaba extrañamente calma. Marco salía de la ducha, la toalla ajustada a la cintura, cuando encontró a Elena sentada en el borde de la cama. Llevaba una bata de seda azul oscuro, pero lo que destacaba no era su ropa: era la mirada. Fija. Inquieta. Cargada de pensamientos.

—Tenemos que hablar —dijo ella sin rodeos.

Marco se tensó un segundo. No era la primera vez que notaba su incomodidad desde que él le confesó la relación con Sara. Acordaron que él buscaría fuera lo que en casa no encontraba, pero las emociones humanas nunca son tan simples.

—¿Va todo bien? —preguntó él.

—No lo sé —dijo Elena, y se levantó para caminar hacia él—. Llevo días preguntándome… ¿qué tiene ella que yo no tenga? ¿Qué le das tú que no me diste a mí?

Marco suspiró. No con enfado, sino con sinceridad.

—No se trata de compararte. Solo… fluye de otra manera. Es más físico, más instintivo.

Elena lo miró directamente a los ojos.

—Quiero verlo.

—¿Verlo? —Marco frunció el ceño.

—Sí. Quiero mirar. Quiero entender. Quiero ver cómo es eso que te hace rugir como no lo has hecho conmigo en años.

Él se quedó callado unos segundos. La idea lo sorprendía, lo inquietaba… y lo excitaba. Era inesperado. Pero la convicción en los ojos de Elena no dejaba dudas.

—¿Estás segura?

—Más de lo que crees.

La noche siguiente, Elena se sentó en un sillón del dormitorio de Sara. Habían hablado los tres. Con nervios, sí, pero también con deseo. Sara, por su parte, había aceptado encantada. El morbo de tener a la esposa presente solo aumentaba la tensión, el fuego, la perversión del momento.

Sara apareció en la habitación con su ya infame bikini blanco, ese que apenas contenía nada. Su figura de escándalo brillaba bajo la tenue luz cálida del techo. Los pezones marcaban la tela. Sus caderas se mecían con seguridad y descaro.

Marco estaba de pie, semidesnudo, y al verla, su erección no se hizo esperar. Era automática. Instintiva.

Elena tragó saliva. No podía negarlo: la visión le provocaba algo. No solo celos, no solo curiosidad. Excitación.

Sara se acercó a Marco y le rodeó el cuello con los brazos, mirándolo con deseo.

—¿Listo para el espectáculo? —susurró, pero no era a Marco a quien miraba: era a Elena.

La esposa se removió en el sillón, cruzando las piernas. Llevaba una blusa suelta, sin sujetador, y una falda ligera. Sus pezones, claramente marcados, delataban su excitación.

Sara bajó lentamente la cabeza hacia Marco y empezó a besarlo con lentitud, primero los labios, luego el cuello, descendiendo por el pecho. Lo arrodilló junto a la cama, y con una mirada cargada de fuego, le desató el pantalón. Su miembro quedó libre, duro, grueso, apuntando con autoridad.

Elena se mordió el labio. Nunca lo había visto tan erecto.

Sara lo tomó con ambas manos, lo acarició suavemente, y luego comenzó a lamerlo. Cada movimiento de su lengua era lento, estudiado, saboreado. Lo introdujo en su boca poco a poco, mirando de reojo a Elena como si quisiera compartir el momento. Sus labios se deslizaban sobre la piel húmeda con una mezcla de arte y hambre.

—Es impresionante… —murmuró Elena, apenas consciente de que hablaba en voz alta.

Sara sonrió con la boca llena, y siguió. Marco gimió con fuerza. Se echó hacia atrás con los ojos cerrados, los músculos del abdomen marcados por la tensión.

—¿Siempre te lo hace así? —preguntó Elena, con voz temblorosa.

Marco asintió sin poder hablar.

Sara se apartó solo para decir, mirando a Elena:

—Esto es solo el comienzo. Mira cómo se transforma cuando lo dejo entrar.

Se subió a la cama, se quitó la parte inferior del bikini, y abrió las piernas para Marco, que se lanzó como un hombre hambriento. Ella gemía, arqueaba la espalda, lo empujaba más y más, y Elena no podía apartar la vista. Se tocaba el muslo sin darse cuenta, respiraba con dificultad.

Cuando Sara se sentó sobre Marco y comenzó a cabalgarlo, los sonidos del cuerpo húmedo chocando contra otro llenaron la habitación. Los gemidos, los jadeos, el ritmo acelerado… Marco tenía las manos en su trasero, guiándola con fuerza, y Sara lo montaba como si estuviera poseída.

Elena se deslizó una mano bajo la falda, con disimulo. Su respiración era irregular. La vista la sobrepasaba. El deseo la consumía.

Sara, sin dejar de moverse, la miró.

—¿Te gusta lo que ves?

Elena no respondió con palabras. Su gemido fue respuesta suficiente.

Marco estaba al borde. Jadeaba con fuerza. Sara lo apretaba entre sus piernas, empapada, gimiendo su nombre.

—Mírame, Elena… —dijo Marco entre dientes—. Mírame como nunca me viste.

Ella lo hizo. Y por primera vez en años, vio a su marido como un hombre liberado. Poderoso. Salvaje. Vivo.

Y eso, curiosamente… la encendía más que nada.

Sombras y poder

La noche había tomado un tono distinto. En el aire vibraba una tensión densa, húmeda, eléctrica. La habitación se había vuelto un escenario de exhibición íntima, y Elena… era la testigo privilegiada de un deseo desatado.

Sara, de rodillas sobre la cama, miraba a Marco desde abajo con una sonrisa atrevida. Él, completamente desnudo, la observaba con una mezcla de lujuria y autoridad. El ambiente estaba bañado por una tenue luz ámbar, y en el sillón, Elena contenía el aliento.

Marco acarició el mentón de Sara con dos dedos y le ordenó suavemente:

—Abre la boca.

Sara obedeció sin dudar, dejando que su lengua asomara apenas, los ojos verdes fijos en los de él. Marco se acercó, su miembro duro y palpitante rozando su rostro con lentitud. No fue agresivo, pero sí marcado: una muestra de control, de juego de poder. Rozó sus labios, su mejilla, su barbilla, marcando su territorio con gestos seguros y provocadores.

—¿Así te gusta? —susurró Marco, acariciando su cabello mientras ella asentía, sin dejar de mirarlo.

Elena se removió en el asiento, sus piernas tensas, sus manos aferradas al borde del sillón. Jamás imaginó que ver a su marido tomar ese rol le provocaría tanto. Sentía el pulso en el cuello, en las muñecas… entre las piernas.

Marco se colocó tras Sara, guiándola con las manos sobre sus caderas, mientras ella se inclinaba y arqueaba la espalda de forma obscenamente perfecta. Con una palmada firme —más sonora que dolorosa— le acarició el trasero redondo, y ella soltó un gemido ahogado que erizó la piel de Elena.

—Eres mía esta noche —dijo Marco con voz grave.

—Siempre lo he sido —respondió Sara, con la respiración agitada.

Comenzó a penetrarla con fuerza medida, rítmica, profunda. Elena observaba cómo Sara se aferraba a las sábanas, cómo su cuerpo temblaba con cada embestida. Marco la sujetaba con una mano en la cintura y la otra recorriendo su espalda, dictando el ritmo con dominio total.

—¿Lo ves, Elena? —jadeó Marco sin dejar de moverse—. Así es como se rinde una mujer al placer.

Elena no pudo evitar soltar un gemido breve, ahogado, como si sus emociones se filtraran sin permiso. La escena frente a ella era fuego vivo, una danza de piel, de sonidos húmedos, de poder compartido. Su esposo —su hombre— había despertado algo que ella no recordaba tener.

Sara se giró hacia Elena por un momento, sudorosa, jadeante, el rostro encendido.

—Gracias… por dejarme dárselo así —susurró.

Elena tembló. Y supo que ya nada volvería a ser igual.

Por RenValente

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